Eugenio Amézquita Velasco
-Los líderes insurgentes intensifican reuniones secretas en Querétaro, Dolores y San Miguel el Grande rumbo al levantamiento.
-Josefa Ortiz de Domínguez organiza tertulias encubiertas; el corregidor comienza a sospechar del alcance conspirativo.
-Hidalgo instruye a artesanos y campesinos en Dolores; Allende y Abasolo reclutan hombres y armas en San Miguel el Grande.
-El virreinato aún no detecta el plan, pero los criollos ya coordinan rutas, mensajes y puntos estratégicos para el alzamiento.
-Riva Palacio y Alamán coinciden: el 27 de agosto fue decisivo, aunque sin proclamas, la conspiración ya estaba en marcha.
A 215 años del día en que México se encontraba al borde de su transformación histórica, los registros de México a través de los siglos, dirigida por Vicente Riva Palacio, y Historia de Méjico, escrita por Lucas Alamán, permiten reconstruir con precisión lo que sucedía el 27 de agosto de 1810. Aunque no hubo batallas ni proclamas públicas, los líderes insurgentes ya estaban en plena actividad conspirativa, preparando el levantamiento que estallaría semanas después.
En Querétaro, las reuniones secretas se intensificaban en casa del corregidor Miguel Domínguez y su esposa, Josefa Ortiz de Domínguez. Disfrazadas como “academias literarias”, las tertulias reunían a criollos decididos a romper con el régimen virreinal. Ignacio Allende, Juan Aldama, Mariano Abasolo y José Mariano Jiménez mantenían comunicación constante con Miguel Hidalgo, quien desde Dolores comenzaba a preparar a sus feligreses para la insurrección.
Según México a través de los siglos, Hidalgo impartía clases de filosofía y ética, y hablaba de justicia y libertad con artesanos y campesinos. Allende y Abasolo, por su parte, organizaban la logística militar en San Miguel el Grande, reclutando hombres y reuniendo armas rudimentarias. La fecha original del levantamiento era octubre, pero los preparativos ya estaban en marcha.
Lucas Alamán, en *Historia de Méjico*, ofrece una visión más crítica. Señala que el movimiento carecía de estructura sólida y que los líderes actuaban por ambición más que por proyecto político. Sin embargo, reconoce que para finales de agosto, la conspiración ya había sido detectada por algunos funcionarios, aunque sin intervención formal. Alamán destaca la imprudencia de Josefa Ortiz al permitir reuniones en su casa, lo que facilitaría su posterior denuncia.
El virrey interino Francisco Javier Lizana y Beaumont aún no había tomado medidas, y el nuevo virrey, Francisco Javier Venegas, no asumiría el cargo sino hasta septiembre. Mientras tanto, en el Bajío, las ciudades de Guanajuato, Celaya y San Miguel el Grande respiraban efervescencia política. Los criollos, excluidos de los altos cargos, veían en la crisis europea una oportunidad para reclamar autonomía.
La vida cotidiana seguía marcada por celebraciones religiosas, cosechas rurales y ferias locales. Pero bajo esa aparente normalidad, los líderes insurgentes tejían la red que daría paso al Grito de Dolores. El 27 de agosto fue un día de silencio estratégico, donde la conspiración se afianzó y los actores clave se comprometieron con la causa.
En Dolores, Hidalgo mantenía su papel como párroco, pero ya había comenzado a utilizar su influencia para formar conciencia entre sus feligreses. Se reunía con comerciantes, artesanos y campesinos, hablándoles de los abusos del régimen colonial y de la necesidad de un cambio. En San Miguel el Grande, Allende y Abasolo trabajaban en la organización de las tropas, identificando simpatizantes y asegurando rutas de comunicación.
En Querétaro, Josefa Ortiz de Domínguez se convertía en pieza clave. Su casa era el centro de operaciones, y ella misma se encargaba de coordinar mensajes entre los distintos nodos de la conspiración. Su esposo, el corregidor Miguel Domínguez, comenzaba a sospechar del alcance de las reuniones, aunque aún no había denunciado formalmente la actividad.
La conspiración, aunque aún secreta, comenzaba a mostrar signos de expansión. En Celaya, Guanajuato y otras ciudades del Bajío, los rumores sobre una insurrección circulaban entre los sectores populares. La vigilancia por parte de las autoridades virreinales se intensificaba, y algunos correos eran interceptados, lo que obligó a los conspiradores a extremar precauciones.
En el plano cultural, agosto era tradicionalmente un mes de celebraciones religiosas en honor a la Asunción de la Virgen. Las parroquias organizaban procesiones y misas solemnes, y los mercados se llenaban de productos agrícolas. En Dolores, Hidalgo participaba en estas actividades, pero también aprovechaba para promover lecturas ilustradas entre los jóvenes. Su biblioteca incluía obras de Rousseau, Voltaire y Montesquieu, que influían en su pensamiento político y social.
En el plano científico, no se registran descubrimientos relevantes en esa fecha, pero es importante señalar que Hidalgo mantenía una pequeña red de intercambio intelectual con otros sacerdotes ilustrados. Estas conversaciones, aunque discretas, contribuían a la formación de una conciencia crítica entre los criollos.
Ambas obras coinciden en que el 27 de agosto de 1810 fue un día de actividad conspirativa intensa, aunque sin hechos públicos. Los líderes estaban en sus respectivas ciudades —Hidalgo en Dolores, Allende en San Miguel, Josefa en Querétaro— y mantenían comunicación secreta. La fecha marca el punto de máxima tensión antes del estallido, que ocurriría el 16 de septiembre.
A 215 años de distancia, ese día representa el umbral de la insurrección. Las fuentes coinciden: aunque sin proclamas ni enfrentamientos, la insurrección ya estaba en marcha. México, aún virreinato, comenzaba a despertar. #MetroNewsMx #GuanajuatoDesconocido
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