San Juan Diego, en su fiesta: El Gran Acontecimiento Guadalupano
Edición: Eugenio Amézquita Velasco
Precisamente de Cuauhtitlán había surgido un extraordinario ser humano: Juan Diego Cuauhtlatoatzin, quien fue el vidente en las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe, que tuvieron lugar del 9 al 12 de diciembre de 1531.
A este importante evento se le conoce como el Acontecimiento Guadalupano.
Juan Diego, de la etnia indígena de los chichimecas, nació en torno al año 1474, como decíamos en Cuauhtitlán, en el barrio de Tlayácac, región que pertenecía al reino de Texcoco; fue bautizado por los primeros franciscanos, en torno al año de 1524. En el tiempo de las Apariciones, Juan Diego era un hombre maduro, como de unos 57 años de edad, y tenía apenas dos años de viudo ya que su mujer María Lucía había muerto en 1529.
Juan Diego era profundamente piadoso, acudía todos los sábados y domingos a Tlatelolco, un barrio de la Ciudad de México, donde aún no había convento, pero sí una llamada “doctrina”, donde se celebraba la Santa Misa y se conocían “las cosas de Dios que les enseñaban sus amados sacerdotes”; para esto, tenía que salir muy temprano del pueblo de Tulpetlac, que era donde en ese momento vivía, y caminar hacía el sur hasta bordear el cerro del Tepeyac.
El sábado 9 de diciembre de 1531 sería un día muy especial, pues al pasar a lo largo de la colina del Tepeyac, escuchó que provenía de ella un maravilloso canto y una dulce voz lo llamaba desde lo alto de la cumbre: “Juanito, Juan Dieguito”. Llegando a la cima, encontró a una hermosa Doncella que estaba ahí de pie, envuelta en un vestido reverberante como el sol. Hablando en perfecto náhuatl, se presentó como la Madre de Dios, del único Dios de todos los tiempos y de todos los pueblos, cuya voluntad era el que se levantara un templo en aquel lugar para dar todo su amor a todo ser humano, por lo que le pide que sea su mensajero para llevar su voluntad al obispo.
Juan Diego se dirigió al obispo, fray Juan de Zumárraga, y después de una larga y paciente espera, el humilde indio mensajero le comunicó todo lo que había admirado, contemplado y escuchado, y le dijo puntualmente el mensaje de la Señora del Cielo, la Madre de Dios, que le había enviado y cual era su voluntad que se le erija un templo para, desde ahí, dar todo su amor. El Obispo escuchó al indio, incrédulo de sus palabras y reflexionando sobre este extraño mensaje le dijo que después lo oiría con más calma y lo despachó.
Juan Diego regresó al cerrillo ante la Señora del Cielo, y le expuso cómo había sido su encuentro con el jefe de la Iglesia en México. Juan Diego entendió que el Obispo pensaba que le mentía o que fantaseaba, y con toda humildad le dijo a la Señora del Cielo que mejor enviara a algún noble o alguna persona importante ya que él era un hombre de campo, un simple cargador, una persona común sin importancia, y con toda sencillez le dijo: «Virgencita mía, Hija mía menor, Señora, Niña; por favor dispénsame: afligiré con pena tu rostro, tu corazón; iré a caer en tu enojo, en tu disgusto, Señora Dueña mía».
La Reina del Cielo escuchó con ternura y bondad, y con firmeza le respondió al indio: «Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quien encargue que lleven mi aliento, mi palabra, para que efectúen mi voluntad; pero es necesario que tú, personalmente, vayas, ruegues, que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad. Y mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Y de mi parte hazle saber, hazle oír mi querer, mi voluntad, para que realice, haga mi templo que le pido. Y bien, de nuevo dile de qué modo yo, personalmente, la siempre Virgen Santa María, yo, que soy la Madre de Dios, te mando».
Así que al día siguiente, Juan Diego regresó ante el Obispo para nuevamente darle el mensaje de la Virgen y el Obispo le pide una señal que confirme su mensaje. Juan Diego al regresar abatido a su casa se encuentra con que su tío estaba gravemente enfermo y ante la eminente muerte le pide a su sobrino que vaya a la Ciudad de México para que buscara un sacerdote para que le diera los últimos auxilios; así que el 12 de diciembre, muy de mañana Juan Diego corrió hacia el convento de los franciscanos en Tlatelolco, pero al acercarse al lugar donde se había encontrado con la hermosa Doncella, reflexionó con candidez, que era mejor desviar sus pasos por otro camino, rodeando el cerro del Tepeyac por la parte Oriente y, de esta manera, no entretenerse con Ella y poder llegar lo más pronto posible al convento de Tlatelolco, pensando que más tarde podría regresar ante la Señora del Cielo para cumplir con llevar la señal al Obispo.
Pero María Santísima salió al encuentro de Juan Diego y le dijo: «¿Qué pasa, el más pequeño de mis hijos? ¿A dónde vas, a dónde te diriges?». El indio quedó sorprendido, confuso, temeroso y avergonzado, y le comunicó la pena que llevaba en el corazón: su tío estaba a punto de morir y tenía que ir por un sacerdote para que lo auxiliara.
María Santísima escuchó la disculpa del indio con apacible semblante; comprendía, perfectamente, el momento de gran angustia, tristeza y preocupación que vivía Juan Diego; y es precisamente en este momento en donde la Madre de Dios le dirige unas de las más bellas palabras, las cuales penetraron hasta lo más profundo de su ser:
«Escucha, ponlo en tu corazón, Hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad, ni cosa punzante aflictiva. ¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?».
Y la Señora del Cielo le aseguró: «Que ninguna otra cosa te aflija, te perturbe; que no te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora. Ten por cierto que ya está bueno».
Y efectivamente, en ese preciso momento, María Santísima se encontró con el tío Juan Bernardino dándole la salud, de esto se enteraría más tarde Juan Diego. Juan Diego tuvo fe total en lo que le aseguraba María Santísima, la Reina del Cielo, así que consolado y decidido le suplicó inmediatamente que lo mandara a ver al Obispo, para llevarle la señal de comprobación, para que creyera en su mensaje.
La Virgen Santísima le mandó que subiera a la cumbre del cerrillo, en donde antes se habían encontrado, y le dijo: «Allí verás que hay variadas flores: córtalas, reúnelas, ponlas todas juntas: luego baja aquí; tráelas aquí, a mi presencia».
Juan Diego inmediatamente subió al cerrillo, no obstante que sabía que en aquel lugar no habían flores, ya que era un lugar árido y lleno de peñascos, y sólo había abrojos, nopales, mezquites y espinos; además, estaba haciendo tanto frío que helaba; pero cuando llegó a la cumbre, quedó admirado ante lo que tenía delante de él, un precioso vergel de hermosas flores variadas, frescas, llenas de rocío y difundiendo un olor suavísimo; y comenzó a cortar cuantas flores pudo abarcar en el regazo de su tilma. Inmediatamente bajó el cerro llevando su hermosa carga ante la Señora del Cielo.
María Santísima tomó en sus manos las flores colocándolas nuevamente en el hueco de la tilma de Juan Diego y le dijo: «Mi hijito menor, estas diversas flores son la prueba, la señal que llevarás al Obispo; de mi parte le dirás que vea en ellas mi deseo, y que por ello realice mi querer, mi voluntad; y tú..., tú que eres mi mensajero... en ti absolutamente se deposita la confianza».
Después de un largo tiempo de espera pudo estar delante del Obispo, y en cuanto lo oyó, comprendió que Juan Diego portaba la prueba para convencerlo, para poner en obra lo que solicitaba la Virgen por medio del humilde indio. Y en ese momento, Juan Diego entregó la señal de María Santísima extendiendo su tilma, cayendo en el suelo las preciosas flores; y se vio en ella, admirablemente pintada, la Imagen de María Santísima, como se ve el día de hoy, y se conserva en su sagrada casa.
El Obispo Zumárraga, junto con su familia y la servidumbre que estaba en su entorno, sintieron una gran emoción, no podían creer lo que sus ojos contemplaban, una hermosísima Imagen de la Virgen, la Madre de Dios, la Señora del Cielo.
La veneraron como cosa celestial. El Obispo “con llanto, con tristeza, le rogó, le pidió perdón por no haber realizado su voluntad, su venerable aliento, su venerable palabra”. Además, el obispo confirmó también la salud del tío Juan Bernardino, quien declaró que en ese preciso momento a él también se le había aparecido la Virgen, exactamente en la misma forma como la describía su sobrino, y que la hermosa Doncella le había dicho su nombre: LA PERFECTA VIRGEN SANTA MARÍA DE GUADALUPE”.
Desde ese momento Juan Diego proclamó el milagro y el mensaje de Nuestra Señora de Guadalupe, un mensaje que proclamaba la unidad, la armonía, el inicio de una nueva vida. Todos contemplaron con asombro la Sagrada Imagen. “Y absolutamente toda esta ciudad, sin faltar nadie, se estremeció cuando vino a ver, a admirar su preciosa Imagen.
Venían a reconocer su carácter divino. Venían a presentarle sus plegarias. Mucho admiraron en qué milagrosa manera se había aparecido puesto que absolutamente ningún hombre de la tierra pintó su amada Imagen”.
Es claro que Zumárraga estaba lejos de ser supersticioso, es más, como hemos visto, condenaba la superstición. De hecho, como confirma el historiador Georges Baudot: “el tremendo temor de los frailes mendicantes por todo aquello que entrañara confusiones generadoras de sincretismo religioso”.
A este punto, es interesante el encuentro entre el indio Juan Diego y el evangelizador y ortodoxo Zumárraga perseguidor de brujas y hechiceros, pues resulta hasta extraño el que el Obispo tratara con indulgencia a este indio, recién convertido, hablándole en náhuatl, manifestarle que había estado hablando con una “aparición”, que le pedía la edificación de un templo en un lugar donde había existido uno pagano, por lo tanto diabólico; podría hasta pensarse en un grave castigo de parte del Prelado. Así que el mensajero fiel de Santa María de Guadalupe, Juan Diego, estaba arriesgando su vida, tanto, que veremos después como Zumárraga determinó, en 1539, el castigo máximo al don Carlos, señor de Texcoco.
Lo que pedía la Virgen de Guadalupe era un templo y, en realidad, no lo pedía para sí misma, sino que en este recinto daría lo más precioso, a su propio Hijo. Este templo tenía que ser levantado con la autorización y colaboración del representante de su Hijo, la cabeza de la Iglesia, el Obispo. Para ningún español, ni para ninguno de nosotros, habría nada que objetar a esa petición viniendo de la Madre de Dios, y tanto menos si expresamente la Virgen quería este templo para dar a su propio Hijo: “mostrarlo, ensalzarlo al ponerlo de manifiesto, darlo a las gentes”, como dice el Nican Mopohua; pero para los indios un templo para Dios significaba la restauración del Estado Mexicano, la restauración de su propia dignidad. Como vemos, la Virgen de Guadalupe no sólo se somete a la autorización de la cabeza de la Iglesia, sino que Ella hace
Iglesia; y gracias a la comprensible incredulidad del Obispo se tiene la señal que es la Imagen de la Virgen de Guadalupe en la tilma de San Juan Diego.
Recordemos que la tilma para el indígena tenía grandes y profundos significados; por un lado era parte de su dignidad, ya que dependía de los materiales de esta vestimenta que ellos manifestaban su nivel social; la tilma servía para protegerse de la intemperie; la tilma servía para la recolección y el trabajo; la tilma se usaba en los matrimonios indígenas, ya que se anudaba esta prenda del varón con el huipil de la mujer. Así que la Virgen de Guadalupe, al dejar su imagen impresa en la tilma de Juan Diego, está dignificándolo, protegiéndolo, sustentándolo y amándolo; es un verdadero matrimonio espiritual.
En ese mismo mes de diciembre de 1531 se cumplió el deseo de la Virgen de Guadalupe; Zumárraga autorizó la edificación de un humilde templo, una ermita en donde se colocó la Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Y, tal parece, Zumárraga notifica este momento con gran júbilo a Hernán Cortés en una nota dirigida al Conquistador; como lo manifiesta el historiador Mariano Cuevas: “el Obispo, saliendo de su habitual gravedad de carácter, de su seriedad y serenidad [...] da a Cortés tal noticia, o mejor dicho, supone dada o conocida una noticia por lo cual «no se puede escribir el gozo de todos y todos laudent nomen domini».
Supone un regocijo grande del pueblo, que ha de celebrarse con fiestas religiosas y expresa claramente un favor concedido por la Santísima Virgen, hacia el día de la Inmaculada; un favor, extraordinariamente grande, hecho a toda la tierra conquistada por Hernán Cortés y muy relacionado con la Inmaculada Concepción”.
Juan Diego, un indio virtuoso, un buen cristiano, un varón santo
Juan Diego fue un hombre virtuoso, las semillas de estas virtudes habían sido inculcadas, cuidadas y protegidas por su ancestral cultura y educación, pero recibieron plenitud cuando Juan Diego tuvo el gran privilegio de encontrarse con la Madre de Dios, María Santísima de Guadalupe, siendo encomendado a portar a la cabeza de la Iglesia y al mundo entero el mensaje de unidad, de paz y de amor para todos los hombres; fue
precisamente este encuentro y esta maravillosa misión lo que dio plenitud a cada una de las hermosas virtudes que estaban en el corazón de este humilde hombre y fueron convertidas en modelo de virtudes cristianas; Juan Diego fue un hombre humilde y sencillo, obediente y paciente, cimentado en la fe, de firme esperanza y de gran caridad.
Poco después de haber vivido el importante momento de las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe, Juan Diego se entregó plenamente al servicio de Dios y de su Madre, transmitía lo que había visto y oído, y oraba con gran devoción, aunque le apenaba mucho que su casa y pueblo quedaran distantes de la Ermita. Él quería estar cerca del Santuario para atenderlo todos los días, especialmente barriéndolo, que para los indígenas era un verdadero honor; como recordaba fray Gerónimo de Mendieta: “A los templos y a todas las cosas consagradas a Dios tienen mucha reverencia, y se precian los viejos, por muy principales que sean, de barrer las iglesias, guardando la costumbre de sus pasados en tiempos de su gentilidad, que en barrer los templos mostraban su devoción (aun los mismos señores)”.
Juan Diego se acercó a suplicarle al señor Obispo que lo dejara estar en cualquier parte que fuera, junto a las paredes de la Ermita para poder así servir todo el tiempo posible a la Señora del Cielo. El Obispo, que estimaba mucho a Juan Diego, accedió a su petición y permitió que se le construyera una casita junto a la Ermita. Viendo su tío Juan Bernardino que su sobrino servía muy bien a Nuestro Señor y a su preciosa Madre, quería seguirle, para estar juntos; “pero Juan Diego no accedió. Le dijo que convenía que se estuviera en su casa, para conservar las casas y tierras que sus padres y abuelos les dejaron”.
Han sido sumamente interesantes los estudios arqueológicos que han efectuado los arqueólogos y especialistas del Instituto Nacional de Antropología e Historia, quienes han investigado en las ruinas de la casa de Juan Diego en el pueblo de Cuauhtitlán; una casa de adobe de tipo prehispánico, del siglo XV, con varios utensilios de cerámica que se pueden determinar que pertenecen a las culturas III y IV precortesianas, es decir, del siglo XV e inicios del siglo XVI; además se conservan también las ruinas de una pequeña ermita cuyos muros protegen a los de la casa de adobe; esta pequeña ermita, que fue construida por los mismos vecinos de Juan Diego, corresponde a la primera mitad del siglo XVI, y también la cerámica encontrada en la ermita es de la época en que vivió Juan Diego, es decir, de principio del siglo XVI, pues es de la denominada cultura IV azteca.
Esta casa de Juan Diego y la ermita que se edificó a un lado de este inmueble, coinciden plenamente también con algunos testimonios de los indígenas de Cuauhtitlán que se recogieron en las llamadas Informaciones Jurídicas de 1666.
Juan Diego manifestó la gran nobleza de corazón y su ferviente caridad cuando su tío estuvo gravemente enfermo; asimismo Juan Diego manifestó su fe al estar con el corazón alegre, ante las palabras que le dirigió Santa María de Guadalupe, quien le aseguró que su tío estaba completamente sano; fue un indio de una fuerza religiosa que envolvía toda su vida; que dejó sus casas y tierras para ir a vivir a una pobre choza, a un lado de la Ermita; a dedicarse completamente al servicio del templo de su amada Niña del Cielo, la Virgen Santa María de Guadalupe, quien había pedido ese templo para en él ofrecer su consuelo y su amor maternal a todos lo hombres y mujeres. Como lo relataba Luis Becerra Tanco: Juan Diego tenía “sus ratos de oración en aquel modo que sabe Dios dar a entender a los que le aman y conforme a la capacidad de cada uno, ejercitándose en obras de virtud y mortificación”.
También se nos refiriere en el Nican Motecpana: “A diario se ocupaba en cosas espirituales y barría el templo. Se postraba delante de la Señora del Cielo y la invocaba con fervor; frecuentemente se confesaba, comulgaba, ayunaba, hacía penitencia, se disciplinaba, se ceñía cilicio de malla y escondía en la sombra para poder entregarse a solas a la oración y estar invocando a la Señora del cielo”.
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Toda persona que se acercaba a Juan Diego tuvo la oportunidad de conocer de viva voz los pormenores del Acontecimiento Guadalupano, la manera en que había ocurrido este encuentro maravilloso y el privilegio de haber sido el mensajero de la Virgen de Guadalupe; como se narran en las importantes fuentes documentales recopiladas en las Informaciones Jurídicas de 1666, que ya hemos mencionado, en donde se conserva, por ejemplo, el testimonio del indio Martín de San Luis quien dijo: “Todo lo cual lo contó el dicho Diego de Torres Bullón a este testigo con mucha distinción y claridad, que se lo había dicho y contado el mismo indio Juan Diego, porque lo comunicaba;” otro interesante testimonio fue el del indio Andrés Juan, quien señaló: “porque luego al punto se supo en este dicho pueblo, y a este testigo se lo dijo Ventura Xuárez su padre, y Ana María su madre, porque lo conocían muy bien;” o como también lo testificó la Sra. Juana de la Concepción, quien manifestó que: “sus padres le decían que el dicho Juan Diego, porque, como lleva dicho, lo conocían, trataban y comunicaban, era un indio sumamente quieto y pacífico, buen cristiano, temeroso de Dios y de su conciencia, sin dar nota de escándalo con su persona, ni con su modo de vivir, porque siempre vivió bien, y todos lo tenían por un varón santo.” Juan Diego se constituyó en un verdadero misionero.
Como vemos, es un hecho que Juan Diego siempre edificó a los demás con su testimonio y su palabra; constantemente se acercaban a él para que intercediera por las necesidades, peticiones y súplicas de su pueblo; ya “que cuanto pedía y rogaba la Señora del cielo, todo se le concedía”.
El indio Gabriel Xuárez, quien tenía entre 112 y 115 años cuando dio su testimonio a los notarios en las Informaciones Jurídicas de 1666; declaró cómo Juan Diego era un verdadero intercesor de su pueblo, dijo: “que la dicha Santa Imagen le dijo al dicho Juan Diego la parte y lugar, donde se le había de hacer la dicha Ermita que fue donde se le apareció, que la ha visto hecha y la vio empezar este testigo, como lleva dicho donde son muchos los hombres y mujeres que van a verla y visitarla como este testigo ha ido una y muchas veces a pedirle remedio, y del dicho indio Juan para que como su pueblo, interceda por él”.
El anciano indio Gabriel Xuárez también señaló detalles importantes sobre la personalidad de Juan Diego y la gran confianza que le tenía el pueblo para que intercediera en sus necesidades: “el dicho Juan Diego, –decía Gabriel Xuárez– respecto de ser natural de él y del barrio de Tlayacac, era un Indio buen cristiano, temeroso de Dios, y de su conciencia, y que siempre le vieron vivir quieta y honestamente, sin dar nota, ni escándalo de su persona, que siempre le veían ocupado en ministerios del servicio de Dios Nuestro Señor, acudiendo muy puntualmente a la doctrina y divinos oficios, ejercitándose en ello muy ordinariamente porque a todos los Indios de aquel tiempo oía este testigo, decirles era varón santo, y que le llamaban el peregrino, porque siempre lo veían andar solo y solo se iba a la doctrina de la iglesia de Tlatelulco, y después que se le apareció al dicho Juan Diego la Virgen de Guadalupe, y dejó su pueblo, casas y tierras, dejándolas a su tío suyo, porque ya su mujer era muerta; se fue a vivir a una casa Juan Diego que se le hizo pegada a la dicha Ermita, y allá iban muy de ordinario los naturales de este dicho pueblo a verlo a dicho paraje y a pedirle intercediese con la Virgen Santísima les diese buenos temporales en sus milpas, porque en dicho tiempo todos lo tenían
por Varón Santo”.
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La india doña Juana de la Concepción, como ya vimos, también dio su testimonio en estas Informaciones, y confirmó que Juan Diego, efectivamente, era un hombre santo, pues había visto a la Virgen, además: “todos los indios e indias –declaraba– de este dicho pueblo le iban a ver a la dicha Ermita, teniéndole siempre por un santo varón, y esta testigo no sólo lo oía decir a los dichos sus padres, sino a otras muchas personas”.
Mientras que el indio Pablo Xuárez recordaba lo que había escuchado sobre el humilde indio mensajero de Nuestra Señora de Guadalupe, decía que para el pueblo, Juan Diego era tan virtuoso y santo que era un verdadero modelo a seguir, declaraba el testigo que Juan Diego era “amigo de que todos viviesen bien, porque como lleva referido decía la dicha su abuela que era un varón santo, y que pluguiese a Dios, que sus hijos y nietos fuesen como él, pues fue tan venturoso que hablaba con la Virgen, por cuya causa le tuvo siempre esta opinión y todos los de este pueblo”. El indio don Martín de San Luis incluso declaró que la gente del pueblo: “le veía hacer al dicho Juan Diego grandes penitencias y que en aquel tiempo le decían varón santísimo”.
La fama de santidad de Juan Diego también fue expresada por varios artistas y artesanos del pueblo; quienes lo plasmaban colocando una aureola en la cabeza de Juan Diego, lo cual es claro señalamiento de su santidad; o también plasmaron su figura con la leyenda “verdadero retrato del Siervo de Dios Juan Diego”, o “verdadero retrato del Bienaventurado Juan Diego”, estas expresiones son precisos señalamientos de la veneración que durante siglos el pueblo otorgó al indio santo y humilde, mensajero de Santa María de Guadalupe.
Esto mismo coincide en varios códices en donde se declaraba la dignidad de Juan Diego, como por ejemplo en los llamados Anales de Puebla y Tlaxcala, en donde se declara: “1531. En este año vino el presidente [de la Segunda Audiencia], aquí a gobernar a México. Entonces se dignó aparecerse Nuestra preciosa Madrecita de Guadalupe, allá en México...se apareció reverencialmente a un humilde macehual, llamado Juan Diego”39; o como dice otro códice también realizado en Puebla y Tlaxcala: “Año 1531. Los castellanos fundaron la Ciudad de los Ángeles, y se dignó aparecer a Juan Diego la preciosa Señora de Guadalupe de México donde se nombra Tepeyac. Año 1548. Murió dignamente Juan Diego a quien se dignó aparecer la amada Señora de Guadalupe de México. Granizó en el cerro blanco”.
Como vemos, Juan Diego murió dignamente en 1548, un poco después de su tío Juan Bernardino, el cual falleció el 15 de Mayo de 1544; ambos fueron enterrados en el Santuario que tanto amaron. En el Nican motecpana se exalta la santidad ejemplar de Juan Diego en donde se daba por un hecho que ya gozaba del cielo y que nosotros deberíamos de buscar también llegar, algún día, a gozar de esa dicha celestial: “¡Ojalá que así nosotros le sirvamos y que nos apartemos de todas las cosas perturbadoras de este mundo, para que también podamos alcanzar los eternos gozos del cielo!”.
Pasaron los siglos y la devoción a Juan Diego se mantuvo constante y sin interrupción.
D. Cayetano de Cabrera y Quintero, en su libro Escudo de Armas, publicado en 1746, expresaba la continuidad de esta gran devoción a Juan Diego, y era un hecho que se encontraba en el cielo intercediendo por su pueblo: “Aún los mismos indios que frecuentaban el Santuario –decía Cabrera– se valían de las oraciones de su compatriota viviendo y, ya muerto y sepultado allí, lo ponían como intercesor ante María Santísima, para lograr sus peticiones”.
Juan Diego, modelo de santidad
El 9 de abril de 1999, el Papa Juan Pablo II, por medio del Decreto de Beatificación de Juan Diego, reconoció su santidad de vida y el culto tributado, de tiempo inmemorial; y el 6 de mayo del mismo año, el Santo Padre, durante su segundo viaje apostólico a México, presidió en la Basílica de Guadalupe la solemne celebración en honor de Juan Diego, inaugurando la modalidad del culto litúrgico que se le debía rendir al humilde y obediente indio, mensajero de la Virgen de Guadalupe.
El Santo Padre afirmó: “Juan Diego es un ejemplo para todos los fieles: pues nos enseña que todos los seguidores de Cristo, de cualquier condición y estado, son llamados por el Señor a la perfección de la santidad por la que el Padre es perfecto, cada quien en su camino. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Lumen Gentium, No 11.
Juan Diego, obedeciendo cuidadosamente los impulsos de la gracia, siguió fiel a su vocación y se entregó totalmente a cumplir la Voluntad de Dios, según aquel modo en el que se sentía llamado por el Señor. Haciendo esto, fue sobresaliente en el tierno amor para con la Santísima Virgen María, a la que tuvo constantemente presente y veneró como Madre y se entregó al cuidado de su casa con ánimo humilde y filial”.
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El Santo Padre, Juan Pablo II, transmitió con gran fuerza la importancia del Mensaje Guadalupano comunicado por el Juan Diego y confirmó la perfecta evangelización que nos ha sido donada por Nuestra Madre, María de Guadalupe; “Y América, –declaró el Papa– que históricamente ha sido y es crisol de pueblos, ha reconocido «en el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac, [...] en Santa María de Guadalupe, [...] un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada». Por eso, no sólo en el Centro y en el Sur, sino también en el Norte del Continente, la Virgen de Guadalupe es venerada como Reina de toda América”.
El Papa Juan Pablo II reafirmó la fuerza y la ternura del mensaje de Dios por medio de la Estrella de la Evangelización, María de Guadalupe, y su fiel, humilde y verdadero mensajero Juan Diego; momento histórico para la evangelización de los pueblos, “La aparición de María al indio Juan Diego –reafirmó el Santo Padre– en la colina del Tepeyac, el año de 1531, tuvo una repercusión decisiva para la evangelización. Este influjo va más allá de los confines de la nación mexicana, alcanzando todo el Continente”.
El Rector y todos los Canónigos de la Nacional e Insigne Basílica de Guadalupe, han dirigido peticiones al Santo Padre, por ejemplo el 21 de agosto de 2000, en una de varias cartas, dicen: “estamos plenamente convencidos de la historicidad del Beato Juan Diego [...] Por lo tanto, nuestra voz se dirige ahora a Su Santidad, para pedirle, humildemente, la pronta canonización del Beato Juan Diego”.
Asimismo, el Episcopado Mexicano en pleno ha sido de los más fuertes promotores motivando tanto la investigación científica, así como la evangelización y devoción popular en una pastoral integral. El Episcopado Mexicano declaró el 12 de octubre de 2001: “La verdad de las Apariciones de la Santísima Virgen María a Juan Diego en la colina del Tepeyac ha sido, desde los albores de la evangelización hasta el presente, una constante tradición y una arraigada convicción entre nosotros los católicos mexicanos, y no gratuita, sino fundada en documentos del tiempo, rigurosas investigaciones oficiales verificadas el siglo siguiente, con personas que habían convivido con quienes fueron testigos y protagonistas de la construcción de la primera ermita”; y más adelante señala: “Consideramos también deber nuestro manifestar que la historicidad de las apariciones, necesariamente lleva consigo reconocer la del privilegiado vidente interlocutor de la Virgen María”.
Todos los Obispos Mexicanos se unen en una misma oración: “expresamos nuestra confianza en que no tardará su canonización y por ello elevamos nuestra plegaria”.
El cardenal Norberto Rivera Carrera, después de haber realizado un gran esfuerzo, una ferviente oración y haber sido uno de los fuertes impulsadores de la Causa de Canonización de Juan Diego, afirmó con gran alegría, en su importante carta pastoral con motivo de la canonización del humilde mensajero de Santa María de Guadalupe: “Una personalidad como la de Juan Diego, vivida en fidelidad a la voluntad divina y al servicio de los hermanos se convierte, para cualquier bautizado, en un modelo que llama a la conciencia y nos anima a confrontar nuestro estilo de vida con el Evangelio de Jesucristo, y a integrarnos a los demás miembros del pueblo de Dios para seguir colaborando en la misión a favor de esta ciudad de México. Contemplación, oración, práctica sacramental, ayuno y penitencia, misión, son parte de la personalidad espiritual del agente laico evangelizador”.
Después de un largo proceso que ha durado más de veinte años, el 31 de julio de 2002, en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, el Santo Padre Juan Pablo II lo canonizó y con ello lo proclamó como un ejemplo de santidad para el mundo entero; y todavía, en un acto de cariño y amor al pueblo de México y a todos los pueblos de América, el Papa quiso firmar personalmente la Bula de Canonización de San Juan Diego.
Juan Diego continuará difundiendo al mundo entero este gran Acontecimiento Guadalupano, un gran Mensaje de Paz, de Unidad y de Amor que se sigue transmitiendo también por medio de cada uno de nosotros, convirtiendo nuestra pobre historia humana en una maravillosa Historia de Salvación, ya que en el centro de la Sagrada Imagen, en el centro del Acontecimiento Guadalupano, en el centro del corazón de la Santísima Virgen María de Guadalupe, se encuentra Jesucristo Nuestro Salvador. La santidad de un indio humilde que supo cumplir plenamente su misión, nos inspira, nos ayuda y nos sostiene para tratar de seguir cumpliendo la misión que Dios nos haya encomendado; tratar de seguir incansablemente buscando la santidad; ahí donde Él ha plantado la semilla del amor, es donde debemos florecer y cantar de alegría porque nos ha dado una madre como María, modelo de Santidad perfecta. #GuanajuatoDesconocido #MetroNewsMx