Edición: Eugenio Amézquita Velasco
La familia de los Cecilios era de las más nobles y antiguas de Roma, y se hallaba emparentada con casi toda la aristocracia de la capital del mundo. Varios de sus miembros hablan añadido á su glorioso renombre un
nuevo y mejor timbre abrazando el cristianismo. Por entonces, en los primeros años del imperio de Marco Aurelio, nació Cecilia, y desde su niñez se vio alistada en las banderas de Jesucristo.
Parece que la Santa nació o, por lo menos , vivió en una quinta que Cecilio Mételo Numidico había construido en la vía Tiburtina, a cinco millas de la ciudad.
Pasan por alto las Actas la niñez de Cecilia, contentándose con narrarnos a la larga lo referente a su matrimonio y a su martirio; pero bien se desprende de ellas que su vida debió de ser inculpable y adornada de
todas las virtudes propias de su edad y sexo.
No había entonces, como ahora, templos magníficos, construidos en los sitios más públicos, en que sin temor podían reunirse los fieles para asistir á la celebración de los divinos Misterios. Tampoco era el cristianismo la única religión del Estado, o por lo menos una de las admitidas o toleradas por las autoridades romanas.
Muy al contrario, como culto proscrito y perseguido, debía buscar el silencio y retiro hasta que pasase
el tiempo de las persecuciones. Los fieles, para tener sus reuniones religiosas, se valían de la estratagema siguiente: era costumbre entre los nobles romanos construir panteones de familia en sus quintas y vastas posesiones, sitios que, por respeto a los muertos, estaban libres de las pesquisas y visitas de la policía urbana, que respetaba los sepulcros.
Siendo el suelo de Roma arcilloso y ligero, se presta admirablemente á la construcción de galerías subterráneas. Cuando las personas nobles abrazaban el cristianismo, sus panteones antiguos, ó los que de nuevo construían, servían de asilo á los cadáveres de otros fieles, los cuales, sin ser quemados como solía practicarse con los de los idólatras, y sin mezcla de superstición pagana, eran enterrados en nichos abiertos en las paredes de las galerías.
Estas se iban multiplicando y alargando a medida que las anteriores se hallaban ocupadas, sin que las autoridades pudiesen estar enteradas de lo que pasaba, ya por el ningún acceso que tenían a aquellos sitios,
como sagrados, ya por las muchas precauciones tomadas por los fieles. Algunos salones de mayores dimensiones servían al mismo tiempo a los cristianos de santuarios, donde asistían a misa, oían la palabra de Dios, y recibían los Santos Sacramentos.
Alejados del bullicio, reunidos en aquellas misteriosas regiones, aprendían los discípulos de Jesús crucificado á despreciar los bienes del mundo y buscar los celestiales. Allí tenían a los mártires, héroes de la fe, que
por defenderla habían dado su vida entre afrentosos y crueles tormentos, pero que, terminados éstos, descansaban en paz y gozaban de la presencia de Dios.
Ya nos podemos formar ahora alguna idea de los sitios y reuniones que frecuentaba Cecilia. El palacio de sus padres y las catacumbas serian su ordinaria habitación. En sus maneras distinguidas, ricos trajes y lujoso acompañamiento, se echaría de ver que era una joven romana de la primera nobleza, digno vástago de los Cecilios: su modestia y virginal candor declaraban que era una fervorosa joven cristiana.
No entraría en las catacumbas con el miedo y pavor que causa un sitio profundo, oscuro, rodeado de sepulcros. Antes por el contrario, en ellas hallaría su corazón, como le hallaban todos los cristianos, un sitio de
refugio, asilo de la paz y tranquilidad del alma; un centro de luz sobrenatural, donde las criaturas trataban más íntimamente con Dios, y Dios se comunicaba con mayor efusión a sus criaturas.
Gracias a la luz que entraba por claraboyas abiertas de trecho en trecho, y á la claridad que despedían las lámparas colgadas ante las reliquias de los mártires, podía leer las sencillas pero elocuentes inscripciones
grabadas en los sepulcros. Aquellos valerosos campeones de la fe descansaban en paz, dormían el sueño de los justos; sus huesos estaban aguardando la resurrección para gozar en compañía de sus almas bienaventuradas. En las bóvedas, y áun al rededor de los nichos, se hallaban representados por manos hábiles, en pinturas de muy buen gusto, los misterios de la religión, las parábolas evangélicas, y en general las enseñanzas cristianas, por medio de símbolos y figuras, cuya interpretación comprendemos fácilmente nosotros, y mejor la comprendían los contemporáneos.
La Virgen
Dejemos ya las conjeturas, por más que se apoyen en argumentos muy probables, y entremos de lleno en la narración de los hechos según los leemos en las Actas.
Elevación de pensamientos, nobleza de carácter, desprendimiento de las cosas terrenas, generosidad para con Dios y para con los hombres, ánimo magnánimo, invicto; he aquí algunos de los rasgos con que nos describen á la noble patricia.
En aquel tiempo de persecución y de lucha no era dado encontrar cristianos tibios; de la prueba sallan apóstatas ó héroes. Y sin embargo, entre tantos cristianos eminentes, ¡cómo descuella por su virtud la joven Cecilia!
Hay en el Evangelio sublimes enseñanzas, mucho que aprender, y difíciles ejemplos que imitar; como que el mismo Dios se pone por modelo de santidad, para que cada uno, según sus fuerzas, copie en su corazón, con la mayor perfección que le sea posible, su divina imagen. Dios nos impone los mandamientos y nos exhorta á los consejos. Sin la guarda de los mandamientos no le podemos agradar; con el cumplimiento de los consejos nos hacemos gratísimos á sus divinos ojos. Ser fiel á los mandamientos no se puede sin tener ánimo esforzado, robustecido por la gracia; llegar á la perfección de los consejos solamente lo consigue el que, teniendo temple de héroe, obedece á la inspiración del cielo.
Para el noble y generoso corazón de Cecilia los consejos se convirtieron en preceptos, porque al que mucho ama le basta conocer el deseo y la voluntad del amado para que voluntariamente se imponga la obligación de cumplirlo. Santo es el matrimonio, instituido por Dios, y elevado por Jesucristo a la dignidad de Sacramento. La Iglesia, instruida por su divino fundador, bendice la unión de los esposos , y les confiere gracia para que cumplan fielmente las nuevas obligaciones que contraen al casarse.
Pero hay un estado mucho más santo y perfecto, mucho más agradable á Dios y a sus santos ángeles: la virginidad. Virtud sublime, pues parece más propia de ángeles que de almas encerradas en cuerpos corruptibles.
Esta hermosísima virtud robó el corazón de Cecilia. Llevaba la Santa oculto en el pecho un ejemplar de los Santos Evangelios, y en ellos aprendía la sabiduría divina que nos enseñó el Redentor. Su lectura la encendía cada vez más en el amor de Jesucristo, y contando con su divino auxilio, deseaba tenerle por único y verdadero esposo. Una voz interior la convidaba á ofrecer en cuerpo y alma, para merecer de este modo los extraordinarios privilegios prometidos a las vírgenes.
Grande era el sacrificio, pero otras jóvenes lo habían hecho antes que ella. Petronila, Domitila, Balbina, Serapia, Pudenciana y Práxedes, siguiendo el ejemplo de María Santísima, Reina de las vírgenes, habían
consagrado á Dios su virginidad, y Cecilia se sentía vivamente inclinada á imitarlas. Peligros y dificultades no le habían de faltar; pero segura de que le daría fuerzas para vencerlos el que la llamaba a tan santo
estado, hizo voto de virginidad, no en público, sino en el santuario de su corazón, sin más testigos que Dios y los ángeles.
Desde aquel momento el divino Esposo de las almas, complacido con el suave aroma que despedía el sacrificio de Cecilia, la tomó por esposa, rodeándola de su especial protección, y colmándola de sus celestiales dones y carismas. La virgen, amante del retiro y de la soledad, hizo en su corazón un como templo, a donde se retiraba para conversar con su esposo Jesucristo, escuchaba sus divinas palabras, consultaba con él sus dudas, y compartía sus penas y alegrías. Nunca estaba mejor acompañada que cuando se retiraba del trato de los hombres.
¿Cómo no había de estar alegre viendo y tratando al que es la alegría del cielo? Jesucristo era para Cecilia Maestro que le enseñaba su celestial doctrina, médico que sanaba las heridas de su corazón, todo su bien,
su mejor y aun único verdadero tesoro. Pronto tendrá que mostrar la fidelidad á sus promesas, y el valor á toda prueba que comunica la gracia de Dios, sobreponiéndose a la debilidad de la naturaleza.
La Esposa
La clase elevada a que pertenecía Cecilia la ponía en contacto y en roce continuo con la nobleza romana. Joven, agraciada, sujeta a las conveniencias de su rango y á las exigencias de la familia, llevaba un magnífico
vestido de seda bordado de oro, y los adornos y alhajas correspondientes á las personas de su sexo y condición.
Sus padres veían en Cecilia una hija digna de ellos y de sus antepasados, y esperaban que resultaría nueva gloria para su familia casándola con algún joven romano, ilustre por la gloria heredada de sus mayores. Como la ley romana daba á los padres un poder absoluto sobre los hijos, tratándose de hacerles contraer matrimonio, ¿Cuáles serian las ansiedades y temores de la pudorosa virgen al ver que su familia trataba seriamente de colocarla, y que ya se hablaba de contraer los desposorios?
Para colmo de desgracia, el joven que pretendía su mano era gentil, es decir, no era cristiano. En tal estado de cosas, ¿Podía Cecilia en conciencia, sin ofender gravemente a Dios, seguir encerrada en su silencio, y ocultar el voto que tenia hecho de virginidad? ¿Le era lícito continuar callando siendo causa de que sus padres la obligasen inconscientemente a hacer una cosa mala? ¿No cometía con su futuro esposo una grave injusticia ofreciéndole lo que no podía cumplir?
Aunque no se viese ligada voluntariamente con el voto, el peligro para su alma era inminente al unirse con un pagano, adorador de los ídolos, y enemigo del único Dios verdadero. Y sin embargo, el joven Valeriano, obtenido de los padres de Cecilia el sí tan deseado, veía acercarse con indecible consuelo el momento en que podía dar a la joven el nombre de esposa. Muy noble era él, pero no lo era menos Cecilia; grandes los tesoros de ambos, y pingües las posesiones que les iban á caber en suerte; pero con sólo el amor de Cecilia se creía Valeriano el hombre más feliz del mundo.
¿Habló el Señor clara y distintamente a nuestra heroína, diciéndole que contrajese el proyectado enlace, y revelándole lo que con el tiempo sucedió, ó se contentó con esa habla interior, menos perceptible pero no
menos persuasiva, y tranquilizadora de las conciencias? Las Actas no nos lo dicen: pero la resolución de la virgen romana de continuar en su silencio y unirse con Valerio, sin pedir dispensa del voto, no parece tener
otra calificación que la inspiración divina.
Fiada en ella, y sobre todo no habiéndole sido posible deshacer el proyectado enlace, por más que lo procuró, dejó que el Señor le fuese dando á entender los medios que debía poner en práctica para que su amada
virtud quedase ilesa en el próximo combate. Llegó el invierno del año 177 al año 178. En las dos casas de los Cecilios y de los Valerios se comenzaron á tomar disposiciones para la boda, siendo todo fiestas, diversiones, músicas y saraos, mientras aquéllas se concluían.
Sólo el corazón de Cecilia estaba cubierto de tristeza y de dolor. Temía entrar de lleno en la vida ociosa y regalada de la nobleza romana, y frecuentar las reuniones mundanas de las que estaban desterradas las virtudes del Evangelio. Pero lo que más sobresaltaba su corazón era la idea de que le quitasen de su alma a
Jesucristo, no poder llamarle su único y verdadero esposo. No había sacrificio que la arredrase, ni martirio que no estuviese dispuesta a padecer con tal de perseverar fiel a su voto.
Para merecer más seguramente la protección del cielo, empezó por poner de su parte todos los medios que estaban en su mano. Enseñada la joven patricia en la escuela de las catacumbas, junto a los sepulcros de los mártires, no oía con horror el nombre de penitencia, ni se escandalizaba de la cruz de Jesucristo; antes por el contrario, sabiendo muy bien que si el reino de los cielos lo ha criado Dios para ricos y pobres, ricos y pobres deben abrazar la mortificación cristiana; a semejanza del Redentor, se hacía a si misma esa violencia que pide Jesucristo a los que quieren conquistar la bienaventuranza eterna a pesar de los esfuerzos de los
enemigos de su salvación.
Pero realzando la mortificación con el mérito de la humildad, satisfecha de que viese Dios sus buenas obras, las practicaba en secreto, librándose de este modo más fácilmente del peligro de la vanagloria. Bajo el suntuoso vestido llevaba, a raíz de sus delicadas carnes, un áspero cilicio, y no se le pasaba día alguno, ni noche, en que no hiciese fervorosa oración para alcanzar del Señor que desvaneciese el proyectado enlace, o en caso de efectuarse, la amparase con extraordinaria protección para conservar intacta su virginal integridad.
A ejemplo de los primeros cristianos, para alcanzar del cielo esta gracia tan singular, ayunaba dos ó tres días seguidos, con el rigor de los ayunos de los primitivos fieles, no tomando alimento sino a la tarde, y entonces
en la cantidad necesaria para sostener la vida. ¡Con qué instancias encomendaba al Señor la hora de su enlace con Valeriano, que tanto le hacía temblar! Para dar más eficacia á su oración, y doblegar más fácilmente
al Señor, que muchas veces no nos concede al instante, para nuestro mayor bien, lo que le pedimos, se ponía en retirada oración, y teniendo extendidos los brazos en forma de cruz, dirigía sus plegarias, llena de confianza, á aquel bondadoso Señor que por nuestro amor extendió los suyos y se los dejó clavar en el santo madero.
Llegó por fin el día de las grandes alegrías y de los grandes temores: alegrías, para Valeriano y su familia y para los parientes de Cecilia; temores, para la virgen cristiana, á quien contra su voluntad obligaban a contraer matrimonio. Sencilla al par que significativa era la ceremonia de las bodas entre los romanos, resto de la antigua sencillez de costumbres de los primeros habitantes de Roma.
Querían los fundadores del Imperio infundir en el ánimo de la que iba a casarse el espíritu de laboriosidad y sencillez, como adornos muy propios de la que debía pensar, más que en galas y gastos superfluos, en ser madre de familia consagrada exclusivamente al cuidado de los de su casa.
Salió, pues, Cecilia de su habitación en traje de boda. Vestía túnica de lana blanca, ceñida con cinturón de la misma tela y color, en recuerdo de los vestidos que con sus propias manos tejía la real matrona Gaya Cecilia, su ilustre ascendiente. El color blanco era símbolo del candor que debía adornar y en efecto adornaba su alma.
Llevaba su hermosa cabellera suelta, dividida en seis trenzas, á la manera de las vestales. Un velo de color de fuego ocultaba su encendido rostro a las miradas profanas. Practicadas las ceremonias que eran como preparación, Valeriano toma con su mano, la mano temblorosa de Cecilia, le pone el anillo nupcial, y queda de este modo terminado el desposorio.
Todo esto pasaba en casa de la esposa. A la caída de la tarde, según costumbre antigua, la nueva esposa fue conducida al palacio de su esposo. Vivía Valeriano al otro lado del Tíber, en la XI V región de Roma, cerca de la vía llamada Salutaris, a corta distancia del puente Sublicio. Precedían al cortejo nupcial algunas personas con antorchas encendidas. El palacio de los Valerios estaba ricamente engalanado y adornado con flores. Según la costumbre de sus antepasados, al entrar la esposa en casa de su esposo le presentaban agua, para recordarle la pureza que debía adornar su alma; le entregaban una llave, símbolo de la administración interior de la familia, que desde entonces le era confiada, y por fin, se sentaba un instante en un vellocino de lana, que le significaba los trabajos domésticos, con que debía familiarizarse.
Los esposos pasaron en seguida al comedor, donde se sirvió el banquete de boda. Mientras los instrumentos músicos y los cantos de enhorabuena resonaban en aquel alegre recinto, Cecilia, elevando su espíritu
á su celestial esposo, le decía interiormente: «Una gracia os pido, dulcísimo Jesús mío, y es que ni mi corazón ni mi cuerpo pierdan jamás ni una mínima parte de su entereza; no sea yo frustrada de este favor que
espero de vuestro poder.»
Temores y esperanzas
Se acercaba el momento en que la gracia iba a empezar a hacer por medio de Cecilia una no interrumpida serie de prodigios, obtenidos por sus fervorosas oraciones. Acabado el festín, algunas matronas acompañaron a la esposa hasta la puerta de la cámara nupcial, decorada con el lujo y magnificencia que acostumbraban a hacerlo en semejantes ocasiones los romanos distinguidos. Valeriano iba detrás de la virgen.
Así que estuvieron solos, revestida Cecilia de dignidad y fuerza sobrenatural, y hablando por su boca la gracia de Dios, dijo al joven estas sencillas palabras:
—Valeriano, un secreto tengo que confiarte ; pero no lo haré mientras no me empeñes tu palabra de que no ha de salir de tu pecho.
¿Cómo no lo había de prometer Valeriano?
—Pues has de saber, añadió Cecilia, que la guarda de mi cuerpo está a cargo de uno de aquellos espíritus celestiales que sirven á mi Dueño y a mi Rey en la corte del empíreo, centinela invisible de mi virginidad, que la defiende contra todos los que se atrevan a atacarla. Si pretendieres tú violar este sagrado, desde el mismo punto se declararía enemigo tuyo; pero, al contrario, si le respetas y me dejas intacta, experimentarás tú el mismo amor que me profesa á mí, y gozarás, como yo, de su hermosísima presencia.
Dio el Señor á estas palabras toda la eficacia que la virgen deseaba; tanto, que, desde aquel mismo punto comenzó Valeriano a mirar a su esposa con veneración y respeto.
Sin embargo, como las palabras de ésta contrariaban todos sus designios y aspiraciones, quiso asegurarse de que no le engañaba.
—Cecilia —le dijo— si quieres que crea tus palabras, hazme ver ese Ángel. Cuando le vea y le reconozca por el Ángel de Dios, haré lo que me dices; pero si amas a otro hombre, sepas que a ti y á él os atravesaré con mi espada.»
Sin turbarse la virgen, le dice:
—Valeriano, si quieres seguir mi consejo, y consientes en ser purificado en las aguas de la fuente que saltan hasta la vida eterna; si crees en el único y verdadero Dios, que reina en los cielos, podrás ver el Ángel que
vela en mi defensa.
—¿Y quién me purificará para que vea tu Ángel?
—Hay un anciano—le respondió Cecilia— que purifica á los hombres, después de lo cual pueden ver al Ángel de Dios.
—¿Y dónde hallaré á ese anciano?— replicó vivamente su esposo, impaciente por conseguir tan grande dicha.
Satisfecha Cecilia de la primera entrevista tenida con su esposo, y en la seguridad de que el Señor acabarla la obra comenzada, le dio las instrucciones convenientes para que lograse la gracia de la regeneración.
Á fin de que la narración se haga más inteligible, conviene explicar quién era el anciano que tanto bien hacía á las almas, y dónde vivía. Herodes Ático, retórico ateniense, preceptor de Marco Aurelio y de Lucio Vero, había construido a su esposa Ania Atilia Regila un sepulcro de varios edificios cerca de la vía Apia, que llegaron a convertirse en un arrabal, a quien puso por nombre Triopio.
Éste confinaba con las catacumbas de Pretéxtate, no lejos del inmenso cementerio cristiano de Domitila y del de Lucina, enriquecidos con los sagrados despojos de muchos confesores de la fe y de innumerables mártires. A derecha ó izquierda de la vía habían construido las familias cristianas no pocos sepulcros de familia, en sus granjas ó sitios de recreo, que protegían los trabajos subterráneos de las catacumbas, poniendo a los fieles a cubierto de la policía urbana.
Conocedores los cristianos del santo y seña que los distinguía de los paganos, podían fácilmente penetrar en los venerables subterráneos para participar con seguridad de los divinos misterios, sin intervención de los
profanos.
Por muerte de San Sotero, ocupaba la silla de San Pedro San Eleuterio. No pudiendo el nuevo Pontifico visitar frecuentemente el barrio de la vía Apia, por estar tan apartado, y atender por sí al cuidado y vigilancia de aquella parte de su rebaño, había puesto por Vicario suyo y superior de aquella región al obispo San Urbano.
Este santo prelado estaba en íntima relación con Cecilia, porque ella, con ocasión de ir á una propiedad que tenían los Cecilios junto al cementerio de Pretéxtate, de de llevar abundantes limosnas con que la
joven romana socorría á los fieles necesitados, visitaba frecuentemente aquel centro tan importante de la Roma cristiana.
Los pobres veían en Cecilia la providencia visible, y como la mano dadivosa de Dios, que no se olvidaba de socorrerlos con largueza. Era, pues, el nombre de Cecilia muy grato al santo Obispo y a los pobres, que con
mucho disimulo, al propio tiempo que pedían limosna a los transeúntes, servían de guías á los fieles, y guardaban las entradas de las catacumbas, para que los gentiles no profanasen aquellos venerandos asilos.
Parece desprenderse de las Actas que, previendo la virgen romana con luz sobrenatural lo que iba á suceder, había dado las instrucciones convenientes á los pobres cristianos del Triopio. Así que, oída la pregunta de Valeriano que ¿Dónde encontraría al anciano por quien tanto suspiraba? le dijo su esposa: «Sal de la ciudad por la vía Apia, y al llegar a la tercera milla, hallarás a unos hombres que te pedirán limosna. Aquellos pobres son objeto de mi constante solicitud, y conocedores de mi secreto.»
Al acercarte á ellos, los saludarás en mi nombre, diciéndoles: «Cecilia me dirige a vosotros para que me encaminéis al santo anciano Urbano, a quien tengo que dar un »recado en secreto.» En viendo al anciano, le dices las palabras que has oído de mi boca, y después de purificarte, te vestirá de vestidos nuevos y
blancos. Así que vuelvas a este sitio donde te estoy hablando, verás al santo Ángel, que será ya amigo tuyo, y de él obtendrás cuanto le pidas.»
Bautismo de Valeriano
¡Poder irresistible de la gracia! Empezaba á rayar el alba. El joven romano, como ciervo sediento que corre á la fuente de las aguas, dejó á Cecilia, se encaminó al sitio indicado, y guiándole los pobres a la presencia de San Urbano, refirió a éste lo que le acababa de pasar con su esposa.
El santo Obispo, inundada el alma de gozo, cae de rodillas, y levantando los brazos al cielo, exclama, derramando lágrimas de consuelo: <<¡Oh Señor Jesucristo, autor de las castas resoluciones, recibid el fruto de la divina semilla que en el corazón de Cecilia habéis sembrado! ¡Oh Pastor de las almas! vuestra sierva Cecilia, como elocuente oveja, ha cumplido el cargo que le habéis encomendado. »Halló a este su esposo como a león bravo y le ha trocado en manso cordero. Si Valeriano no hubiera creído ya, no habría venido hasta aquí. Abridle, Señor, los oídos de su corazón, para que conozca que vos sois su Criador, y renuncie al demonio, a sus
pompas y á sus ídolos.»
Mientras que el Santo oraba y estaba; Valeriano enteramente conmovido, se les apareció a entrambos un anciano venerable, vestido con vestiduras blancas como la nieve, el cual tenía en la mano un libro escrito con
letras de oro. Era San Pablo, apóstol de los gentiles. A su vista cae al suelo el joven aterrado. El augusto anciano le levanta con bondad y le dice: «Lee las palabras escritas en este libro, y cree, y merecerás ser purificado, y contemplar al Ángel cuya vista te ha prometido la fidelísima virgen Cecilia.»
Levanta los ojos Valeriano, y sin pronunciar una palabra, lee esta sentencia: «Un solo Dios, una sola fe y un solo bautismo. Un solo Dios, padre de todos, que es sobre todos, y por todas las cosas y en todos nosotros.>>
Cuando hubo acabado de leer, le dijo el anciano: ¿Crees que es así? — Nada hay más verdadero en el cielo— le respondió Valeriano con energía;
—nada que deba ser creído con más firmeza.»
Desapareció San Pablo; el santo Obispo instruyó al neófito en las principales verdades de la fe, le regeneró en el agua bautismal, le hizo participar de los divinos misterios, y le envió a verse con su esposa.
¿Qué había hecho Cecilia en aquellas pocas horas? Con sus fervientes ruegos acompañaba a su esposo, y le obtenía del cielo abundancia de gracias para que se obrase en su corazón aquella admirable trasformación.
Animado Valeriano del ardiente deseo de ver al Ángel, corrió presuroso, vestido de la túnica blanca de los neófitos, y encontró a Cecilia donde la había dejado, haciendo oración. A su lado estaba un Ángel hermosísimo,
cuyo rostro resplandecía como el sol, y sus dos alas brillaban como si fuesen de purísimo fuego. Tenía dos coronas, una en cada mano, formadas de rosas y de azucenas, de una frescura incomparable, cuya hermosura era embeleso de los ojos, y recreo del olfato su inexplicable fragancia.
Puso a cada uno de los dos jóvenes su corona en la cabeza, diciéndoles que el esposo de las vírgenes les presentaba aquel regalo, cuyas flores jamás se marchitan, ni pierden su suavísimo olor; pero que no podrían ser vistas sino de las almas puras y castas.
«Ahora, ¡oh Valeriano!— añadió el Ángel— puesto que te has conformado con el casto deseo de Cecilia, Jesucristo, hijo de Dios, me envía para acoger cualquiera petición que le hagas.» El amor de Dios es activo, y no puede apoderarse de un corazón sin que en seguida tienda á comunicarse a los demás. Acaba Valeriano de convertirse á la fe, y ya le vamos a ver hecho un apóstol. Tenía un hermano, llamado Tiburcio, a quien amaba entrañablemente; pero éste era gentil.
Oyendo, pues, Valeriano el ofrecimiento del Ángel, se postra á sus pies, y lleno de gratitud le dice : «Nada hay en el mundo a quien estime tanto como a mi hermano. ¡Y será para mí cosa muy dura, ahora que me veo
libre de la idolatría, dejarle á él en peligro de perderse para siempre! Una cosa pido á Jesucristo, y es que libre á mi querido Tiburcio, como me ha librado a mí, y nos haga á ambos perfectos en la confesión de
su nombre.»
Brilló en el rostro del Ángel un reflejo de la alegría que tienen en la conversión de los pecadores, y le dijo: «Puesto que has pedido una gracia que Jesucristo está aún más dispuesto a conceder que tú deseoso de conseguirla, te hago saber, que así como ha ganado tu corazón por medio de su sierva Cecilia, del mismo modo ganarás tú el de tu hermano, y ambos recibiréis la palma del martirio.» Dicho esto, el Ángel desapareció.
Difícil sería querer explicar los transportes de gozo a que se entregaron el nuevo cristiano, tan favorecido de Dios, y la esclarecida virgen Cecilia. ¿De qué iban a hablar, y en qué se habían de ocupar sus entendimientos y corazones, sino de la infinita dignación y bondad de Dios para con ellos?
El Ángel había anunciado el martirio de Valeriano y Tiburcio; pero también Cecilia ceñía la celestial corona, donde, para entretejerla, a las azucenas, símbolo de pureza, se unían las rosas, emblema del martirio.
Conversión de Tiburcio
Breves se hacen las horas al que ama; pero largas y perezosas al que espera. Entretenidos seguían en su celestial conversación los dos esposos, mientras Tiburcio estaba fuera, impaciente por saludarlos. Siendo Cecilia esposa de su querido hermano, la debía considerar como a hermana.
Entró, pues, y saludó á la joven dándole un ósculo fraternal. Pero ¿Cuál fue su sorpresa
al sentir que de la cabeza de Cecilia salía un suavísimo perfume, como de frescas y delicadas flores de primavera?
— Cecilia —le dice— en esta estación, ¿de dónde viene este olor tan grato a rosas y azucenas? Aunque tuviese yo ahora en mis manos el más escocido ramillete de flores no gozaría del grato aroma que respiro. Y lo mejor del caso es que este olor me penetra hasta el alma, llenándola de inexplicable gozo.
—Tiburcio, yo soy —le dijo Valeriano— el que te ha conseguido el favor de sentir esa suave fragancia: si quieres creer, basta merecerás ver con tus propios ojos las flores de que emana. Entonces conocerás á Aquél cuya sangre es roja como las rosas, y su carne blanca como las azucenas. Cecilia y yo ceñimos coronas que tus ojos no pueden ver todavía: las flores de que están formadas tienen el color de la púrpura y la blancura de
la nieve.
—¿Estoy soñando —replicó Tiburcio— ó es verdad todo lo que dices?
—Hasta ahora —añadió su hermano— nuestra vida sólo ha sido un sueño; pero ya estoy en la verdad, y no hay falsedad alguna en cuanto he dicho, ¡porque los dioses que adorábamos no son más que demonios!
—¿Cómo lo sabes?— le interrumpió Tiburcio.
Y Valeriano le respondió:
—El ángel de Dios me ha instruido, y tú también podrás verle en todo su esplendor, si consientes en
purificarte de la mancha de la idolatría.
—¿Y cuánto tiempo tendrá que durar esa purificación que me ha de hacer digno de ver al ángel de Dios?
— Se acabará pronto —respondió el esposo de Cecilia:
—júrame solamente que renuncias á los ídolos, y que sólo hay un Dios en los cielos.
—Nada entiendo de cuanto me dices— le contestó Tiburcio.
—¿Qué pretendes al exigirme esa promesa?
Con mucha razón había guardado silencio la virgen mientras duraba el diálogo de los dos hermanos, para dejar aquel justo desahogo al celo del nuevo neófito. Pero ella, instruida desde su niñez en la doctrina evangélica, sabía mejor que su esposo las razones que había de presentar a un pagano para apartarle del culto de los ídolos.
Valiéndose, pues, de los argumentos de los Profetas, de los empleados por los apologistas cristianos, y de lo que decían los mártires cuando se hallaban delante de los jueces, para demostrar la vanidad de los simulacros,
ante los cuales se postraban pueblos y naciones enteras, dijo así Cecilia:
—Me admiro, querido Tiburcio, de que no hayas comprendido todavía que estatuas de tierra, madera, piedra ó bronce, ó de cualquier otro metal, no pueden ser dioses. Esos vanos ídolos, sobre los cuales construyen las
arañas sus telas, y los pájaros ponen sus nidos, y aun a los que manchan y afean impunemente; esas estatuas, cuya materia ha sido sacada de las entrañas de la tierra por mano de malhechores condenados a las minas, ¿Cómo pueden los hombres tenerlas por dioses, y colocar la confianza en tales objetos? Dime, Tiburcio, ¿hay alguna diferencia entre un cadáver y un ídolo? El cadáver conserva todos sus miembros; pero no tiene respiración, ni voz, ni sentimiento: de la misma manera el ídolo tiene también los miembros inhábiles para toda acción, aún más que los de un hombre muerto. Por lo menos, mientras que el hombre gozaba de vida, sus ojos, oídos, boca, olfato, pies y manos hacían su oficio; pero el ídolo ha empezado por la muerte, y sigue y permanece en la muerte, sin haber vivido ni poder vivir jamás.
Convencido Tiburcio de la vanidad de los simulacros, a los que hasta entonces había ofrecido incienso, exclamó con energía — Sí, así es; y el que no lo entienda es un irracional, Cecilia, trasportada de júbilo al oir esta
respuesta, y estrechándole entre sus brazos:
—Ahora, le dijo, te reconozco por mi hermano. El amor del Señor ha hecho de tu hermano mi esposo, y el desprecio que muestras a los ídolos, hace de mí tu verdadera hermana. Llegado es el momento en que vas a
creer. Vete, pues, con tu hermano a recibir la regeneración. Entonces verás los ángeles, después de haber obtenido el perdón de tus culpas.
—¿Quién es ese hombre a quien me vas a llevar? —preguntó Tiburcio; y Valeriano le
respondió:
—Un gran personaje, que se llama Urbano, anciano de cabello blanco, rostro angelical, de palabras llenas de verdad y sabiduría,
— No sea —dijo Tiburcio— ese Urbano a quien los cristianos llaman su Papa(1).
He oído decir que ha sido condenado dos veces, y que se ve obligado a vivir oculto. ¡Si lo descubren será entregado á las llamas; y nosotros, si nos hallan con él correremos la misma suerte, y por querer buscar una divinidad que se esconde en los cielos, hallaremos en la tierra un suplicio cruel!»
Viendo Cecilia que no estaba todavía Tiburcio en disposición de despreciar los tormentos del mundo, le dijo:
—En efecto, si no hubiera más que esta vida presente, y no existiera otra, con razón temeríamos perderla; pero si hay otra vida, que no ha de terminar jamás, ¿será justo temer tanto perder ésta, que ha de pasar, cuando sacrificando- la aseguramos la que ha de durar para siempre?
Este lenguaje era muy nuevo para un joven educado en la sociedad romana del segundo siglo, en que reinaban las más vergonzosas supersticiones, la corrupción de costumbres más desenfrenada, y todas las aberraciones de la filosofía escéptica.
Por eso replicó: Jamás he oído cosa semejante. Pues qué, ¿hay otra vida después de ésta?
—¿Y puede llamarse vida —le contestó la virgen— la que vivimos en este mundo? Después de ser juguete de los dolores del cuerpo y del alma, termina con la muerte, que da fin lo mismo a los placeres que a los dolores. Acabada esta vida, se pudiera decir que ni siquiera ha existido, porque lo que ya no existe es como nada. Por lo que mira a la otra vida que sucede á la primera, tiene goces sin fin para los justos, y suplicios
eternos para los pecadores.
—Pero —replicó Tiburcio— ¿Quién ha ido a esa vida, y quién ha vuelto de ella para instruirnos de lo que allí pasa? ¿En qué testimonio nos apoyaremos para creer?
Levantóse entonces Cecilia, y revistiéndose su voz y todo su semblante de la majestad de un apóstol, dijo estas imponentes palabras:
— El Criador del cielo, de la tierra y de los mares, el Autor del linaje humano y de todos los seres que nos rodean, ha engendrado de su propia sustancia un Hijo, antes de toda creación, y ha producido eternamente de su
misma naturaleza, y por su inefable amor, al Espíritu Santo: al Hijo, por el que debía crear todas las cosas; al Espíritu Santo, por el que las vivifica. Cuanto existe, el Hijo de Dios, engendrado por el Padre, lo ha
creado; y todo lo que ha sido creado, lo ha animado el Espíritu Santo, que procede del Padre.
—¡Cómo! —exclamó Tiburcio— Hace poco decías que solamente se ha de creer en un solo Dios, que está en el cielo, ¿y ahora me hablas de tres?
A que respondió Cecilia:
—No hay más que un Dios en su majestad; y si quieres concebir cómo este Dios existe en la Trinidad santa, oye esta comparación. Un hombre posee la sabiduría; por sabiduría entendemos el ingenio, la memoria y la inteligencia : el ingenio, que descubre las verdades; la memoria, que las conserva; la inteligencia, que
las busca. ¿Admitiremos por esto muchas sabidurías en el mismo hombre? Pues si un mortal posee tres facultades en sola la sabiduría, ¿hallaremos dificultad en admitir una Trinidad majestuosa en la esencia única de
Dios todopoderoso?
Ofuscado Tiburcio por la viva luz de este incomprensible misterio, Cecilia le dijo:
—No es capaz la lengua humana de elevarse a tan sublime explicación: el ángel de Dios es quien habla por tu boca. La divina luz que ilumina a todo hombre que viene á este mundo había penetrado en el entendimiento de Tiburcio. Este, volviéndose á su hermano, le dijo:
—Valeriano, lo confieso; el misterio de un solo Dios nada tiene que me detenga: solamente deseo una cosa, y es oír la continuación de ese admirable discurso, que ha de satisfacer todas mis dudas.
— Tiburcio, a mí es —le dijo Cecilia— a quien debes dirigirte. Tu hermano, revestido todavía de la estola blanca de los neófitos, no está en disposición de responder a todas tus preguntas; pero yo, como he sido instruida desde la cuna en la sabiduría de Cristo, dispuesta estoy a responderte a cualquiera dificultad que tengas.
— Pues bien—dijo Tiburcio — deseo saber quién os ha hecho conocer esa otra vida que los dos me habéis anunciado.
La virgen, volviendo á tomar su voz y su semblante un tono y aire de inspiración divina, continuó diciendo:
— El Padre envió de los cielos a la tierra á su único Hijo, y una virgen lo concibió. El Hijo, estando en la montaña santa elevando la voz, pronunció estas palabras : « Pueblos, venid todos a mí. Entonces acudieron a
oírle todas las edades, sexos y condiciones, y a todos les dijo : «Haced penitencia por la ignorancia en que habéis caído, porque llegado es el reino de Dios, que ha de poner fin al reino de los hombres. Dios quiere hacer participes de su reino á los que creyeren, y el que fuere más santo recibirá en él mayores honores.
»Los pecadores serán atormentados con suplicios eternos, y una hoguera inextinguible los devorará sin cesar. Por lo que toca á los justos, se verán rodeados de un esplendor eterno de gloria, y gozarán de deleites sin fin.» No busquéis, pues, hijos de los hombres, los goces fugitivos de esta vida, sino aseguraos la felicidad eterna de la vida que está por venir. La primera es corta; la segunda dura siempre.»
Los pueblos, al principio, no quisieron creer al oráculo divino, y también ellos dijeron: «¿Quién es el que ha entrado en esa vida, y de ella ha vuelto para asegurarnos de la verdad de lo que dice?»
El Hijo de Dios les respondió: «Si os hago ver que muertos enterrados por vosotros mismos vuelven a la vida, ¿seguiréis siendo incrédulos á la verdad? Si no creéis a mis palabras, creed, á lo menos, a mis prodigios.»
Para quitar todo pretexto de duda, iba con los pueblos a los sepulcros, y llamaba a la vida los muertos enterrados tres o cuatro días antes, y que exhalaban el olor de cadáveres en putrefacción. Caminaba a pie enjuto sobre las olas del mar, mandaba a los vientos, y calmaba las tempestades. A los ciegos daba vista; a los
mudos la palabra; oído á los sordos; el uso de sus miembros a los cojos y paralíticos; libraba á los poseídos del espíritu malo, y ponía en fuga a los demonios.
Pero los impíos se irritaron al presenciar estos milagros, porque los pueblos los dejaban a ellos para seguir al Hijo de Dios, echaban por el suelo sus vestidos para que caminase éste sobre ellos, y clamaban: ¡Bendito sea
el que viene en el nombre del Señor!» Unos hombres llamados Fariseos, llenos de envidia por estos triunfos, le entregaron al gobernador Pilatos, diciendo que era mago y criminal. Levantaron una sedición tumultuosa, en medio de la cual le crucificaron. Él, sabiendo que su muerte iba á ser causa de la salud del mundo, se dejó prender, insultar, azotar y llevar á la muerte. Sabia que sola su Pasión podía encadenar al demonio, y tener sujetos en las llamas atormentadoras a los espíritus inmundos.
Fue, pues, cargado de cadenas el que no cometió maldad, para que él linaje humano se viese libre de las ataduras del pecado. Fue maldecido el Autor de toda bendición, para que nos viésemos libres de la maldición
eterna.
Permitió ser hecho el juguete de los hombres perversos para que no siguiésemos siendo el juguete y escarnio de los demonios. Recibió en su sagrada cabeza una corona de espinas para librarnos de la pena eterna que las espinas de nuestros pecados habían merecido. Dejó que le aplicasen hiel a la boca para, restablecer en el hombre el sentido del gusto que nuestro primer padre había pervertido el día en que la muerte entró en el mundo.
Recibió en su boca el vinagre para atraer a sí toda la acritud que circulaba por nuestras venas, queriendo beber él mismo el cáliz que nosotros habíamos merecido. Fue despojado para cubrir con su vestido de extraordinaria blancura la desnudez que en nuestros primeros padres produjo su docilidad a los pérfidos consejos de la serpiente. Fue clavado en el árbol de la cruz para destruir la prevaricación que nos vino por
otro árbol. Dejó que la muerte se acercase a Él, para que fuese vencida en la lucha, y de
este modo, la que había reinado por la serpiente, se viese cautiva de Cristo, como la misma serpiente.
Por fin, luego que los elementos contemplaron al Criador elevado sobre la cruz, temblaron de horror; la tierra se estremeció; se hundieron las rocas; el sol espantado se oscureció y un lúgubre velo cubrió el mundo.
Una sangrienta nube interceptó los pálidos rayos de la lima, y desaparecieron las estrellas del cielo. La tierra, dando gemidos como de parto, devolvió los cuerpos de muchos santos, que salieron de sus sepulcros para atestiguar que el Salvador había bajado á los infiernos, había arrancado el cetro al demonio, y muriendo, había domado a la muerte, la cual, desde aquel punto, quedaba encadenada y sujeta bajo los pies de los que creyesen en él. Esta es la razón de alegrarnos cuando somos maltratados por su nombre, y de cifrar nuestra gloria en las persecuciones. Y no puede menos de ser así, pues nos consta que nuestra vida caduca y miserable será reemplazada por la eterna que el Hijo de Dios, resucitado de entre los muertos, prometió á los Apóstoles, que le vieron subir al cielo.
Basta el testimonio de tres solas personas para convencer a un sabio; pero Cristo resucitado, no contento con dejarse ver de los doce Apóstoles que había escogido, se apareció á más de quinientas personas, no queriendo que tuviésemos el menor pretexto de duda respecto á un prodigio tan extraordinario. Sus discípulos, enviados por él a predicar en el mundo todas estas maravillas, confirmaron su predicación con evidentes milagros. En nombre de su Maestro curaron toda clase de enfermedades, ahuyentaron los demonios, y devolvieron la vida a los muertos.
Creo, Tiburcio, que nada he dejado para satisfacer á tu pregunta. ¿No te parece ahora Justo despreciar de corazón la vida presente, y buscar con empeño y valor la venidera? El que cree en el Hijo de Dios y guarda
sus mandamientos, ni siquiera se verá atacado por la muerte al dejar este cuerpo corruptible ; antes bien, será recibido por los ángeles, que le conducirán, a la región bienaventurada del paraíso.
Pero la muerte se une al demonio para encadenar a los hombres, enredándolos en mil distracciones, y haciendo que imprudentemente se preocupen con multitud de cosas que les hacen creer necesarias. Unas veces los intimida el temor de una desgracia; otras los cautiva la esperanza de alguna ganancia; ya los encanta la hermosura sensible; ya los arrastra la intemperancia. En fin, valiéndose la muerte de toda clase de engaños, procura, para mal de los hombres, que sólo piensen en la vida presente, a fin de que sus almas, al salir de los
cuerpos, estén enteramente desnudas, sin tener sobre ellas sino el peso de los pecados.
Bien veo, Tiburcio, que no he hecho más que tocar algunos puntos de tan vasto argumento: si quieres continuar oyéndome, dispuesta estoy a proseguir.
(1) En la primitiva Iglesia se daba á los Obispos el título de Papa, y sólo muchos siglos después se aplicó exclusivamente á los romanos Pontífices.
Bautismo de Tiburcio
Tal fue el discurso de Cecilia. Nadie al leerlo creería que era obra de una joven de quince, ó, cuando más, de diez y siete años. Es que la luz divina se goza en reflejarse en las inteligencias puras, derramando abundantemente en ellas sus divinos dones. Bien se ve que la joven romana, aunque obligada a vivir guardando todas las conveniencias de su elevado rango, ponía más empeño en agradar á Dios que en complacer al mundo,
y tenía más complacencia en ser hija de Dios y discípula del Crucificado, que en descender de ilustre linaje.
¡Con qué avidez leería los libros santos, y escucharía la palabra de Dios, y la meditarla en el retiro de su habitación, a solas con Dios y con sus santos ángeles, cuando con tanta sabiduría, oportunidad y convicción la explicaba á los dos jóvenes! ¿Qué efecto hicieron sus elocuentes palabras en el corazón del gentil? Como éste
preguntaba con ánimo sincero, y verdadero deseo de instruirse, la virgen obtuvo el apetecido triunfo.
Echándose Tiburcio a los pies de Cecilia, dando rienda suelta á las lágrimas de dolor y de consuelo, no pudo menos de prorrumpir en esta vehemente exclamación:
—Si alguna vez se apegan mi corazón ó mi pensamiento a la vida presente, consiento en no gozar de la venidera. Disfruten los insensatos de las ventajas que tanto les interesan, de la vida que pasa; por lo que á mí toca, que hasta ahora he vivido como al acaso, y como si para ningún fin hubiera sido criado, no será así en adelante.
— Querido hermano —dijo, volviéndose a Valeriano— compadécete de mí. No más dilación. Cualquiera tardanza me espanta, sin poder soportar por más tiempo el peso que me abruma. Llévame en seguida al varón de Dios, para que me purifique y me haga partícipe de esa vida cuyo deseo me consume.
El corazón de Cecilia respiraba ya con sosiego, libre de los sobresaltos y temores pasados. Dios había oido su oración: sus lágrimas y suspiros, la penitencia y limosnas no habían sido infructuosas en el acatamiento divino. Por muy bien empleadas daba las horas que habia quitado al sueño, y al cuidado y arreglo superfino de su cuerpo, para emplearlas en el adorno de su inteligencia, y la formación de su corazón. La gracia de Dios se complace en triunfar de la fortaleza humana, valiéndose de instrumentos ineptos e ineficaces de suyo.
Si la debilidad de la mujer mundana es bastante poderosa para pervertir á su marido con sus malos ejemplos y conversaciones, no han de ser menos poderosos los buenos ejemplos, palabras y oraciones de la mujer cristiana para convertir y santificar a su marido y a las personas que la rodean.
Al contento que tenían los dos hermanos de ver y oír á Cecilia se sobrepuso el deseo de ir a la habitación del santo obispo Urbano. Indecible fue el nuevo consuelo que recibió el venerable Prelado al oír el último
triunfo de Cecilia. Dadas al Señor las debidas gracias por su inefable bondad, el nuevo catecúmeno bajó a la piscina de la salud, de la que salió purificado, con derecho a gozar de la verdadera vida por la que ardientemente había suspirado. Valeriano volvió á la casa de su esposa, dejando al nuevo bautizado para que pasase en compañía del santo Obispo los siete días durante los cuales llevaban los neófitos la vestidura blanca. Las circunstancias excepcionales que concurrían en él habían sido causa de que por la mañana le hubiesen dejado salir sin cumplir aquel requisito.
En ellos recibió Tiburcio el sacramento de la Confirmación, comunicándole el Espíritu Santo la abundancia de sus dones para resistir como buen soldado á las acometidas de los enemigos; recibió el pan eucarístico,
que diviniza al hombre, haciéndole participante, en cuanto le es dado, de la naturaleza divina.
Despidióse de San Urbano, volvió á juntarse con Cecilia y con su hermano, y el Señor le cumplió la palabra que ambos le habian dado de que, purificada su alma, lograría ver al ángel que había coronado a los dos esposos.
Preparación para el martirio
Valeriano y Cecilia Vivian como hermanos, recompensándoles el Señor con sobreabundancia de gozo espiritual, y verdadera paz y alegría del alma, los placeres terrenos de que voluntariamente se privaban por amor suyo.
Unos mismos eran sus deseos y esperanzas, unos sus gustos y consuelos. La compañía de su esposo, lejos de impedir a Cecilia la práctica de la oración y del ayuno, la lectura de los libros santos y la beneficencia
para con los indigentes, le servía de mayor estímulo, autorizando y protegiendo sus buenas obras, participando del mérito y cooperación, y proporcionándole mayor facilidad y más copiosos recursos con que socorrer a los necesitados.
De este modo, por inesperados caminos, había dispuesto la divina providencia que la compañía de Valeriano fuese para Cecilia un don suyo e inestimable beneficio, y que a su vez, con el trato y comunicación de la virgen, obtuviese su esposo mil y mil medios de confirmarse en la buena resolución tomada, disponiéndose ambos para cumplir los admirables designios que sobre ellos tenía el cielo.
Empezaba el año 178. Desde el anterior la persecución contra los cristianos se habla recrudecido, viéndose obligadas muchas veces las autoridades a castigar a los cristianos para aplacar el clamor popular, que
se enfurecía contra ellos. Roma había presenciado últimamente el martirio de no pocos cristianos. El encargado de perseguirlos y atormentarlos, como delegado del prefecto de Roma, se llamaba Almaquio, y sobresalía por su crueldad y refinada malicia; pues no contento con atormentar en vida á los confesores de Cristo, procuraba que sus despedazados cuerpos careciesen del honor de la sepultura.
Por su parte los fieles trabajaban incesantemente en agrandar las galerías de las catacumbas, preparando nuevos nichos para recoger las reliquias de los mártires, rescatándolas con gruesas sumas, o sustrayéndolas a la vigilancia de los ejecutores. En el barrio Triopio, donde moraba San Urbano, á la izquierda de la via Apia, no lejos de las criptas de Pretéxtate y de Lucina, estaba construyendo a su costa la familia de los Cecilios un nuevo cementerio, probablemente por iniciativa de la esposa de Valeriano.
Como la persecución se dirigía principalmente contra los cristianos de condición inferior, los dos hermanos, animados por Cecilia, pudieron consagrarse a comprar y recoger los santos despojos de los soldados de Jesucristo, y tributarles los honores debidos a su valor y constancia en los tormentos.
Jóvenes llenos de vigor y entusiasmo, admiradores de la hermosura de los ángeles y del amor con que miran los justos, deseosos de ver el cumplimiento de las magníficas promesas que para la otra vida les hablan hecho, poseedores de inmensas riquezas, y respetados por su noble linaje, podían más fácilmente que otros muchos dedicarse enteramente aquella obra de misericordia y de piedad.
No contentos con arrebatar o comprar los cuerpos de los mártires, llegaba su solicitud á procurarse los instrumentos del martirio, para legar a la posteridad cristiana el testimonio completo de la victoria.
Recogían cuidadosamente la sangre de las gloriosas victimas, con esponjas, y exprimiendo éstas, la depositaban en ampolletas, para colocarlas en los respectivos nichos juntamente con los cuerpos santos; pues aunque hubiesen sido de pobres y personas despreciables según el mundo, pertenecían a cristianos, templos vivos de Dios, y ya poseedores del reino celestial. Cuando los mártires perecían en las llamas, como sucedió a muchos aquellos días, la sepultura era más fácil, y se requería menos sitio para guardar las reliquias.
Como Valeriano y Tiburcio no se arredraban por peligro alguno, con tal de ejercer su caridad con los vivos y con los muertos, pronto fueron denunciados á Almaquio, acusándolos de sus larguezas a personas viles,
y de que infringían la prohibición de inhumar los cuerpos de los mártires.
Los dos hermanos ante Almaquio
Acusados que fueron Valeriano y Tiburcio, los hizo comparecer Almaquio en su
tribunal. A l llamar éste á su presencia a los
dos jóvenes patricios, no tenia intención de
darles la muerte, sino de intimidarlos, y
obtener en su apostasía ó en su castigo alguna satisfacción por la violación pública de
sus órdenes.
—¡ Cómo! — les dijo—vosotros, que por vuestro nacimiento tenéis derecho á las principales dignidades y titules, ¿habéis renegado de vuestro linaje hasta asociaros la más supersticiosa de las sectas? Me dicen que disipáis vuestra fortuna, prodigándola a personas de la más baja condición, y que hasta os rebajáis á sepultar A los miserables que han sido castigados por sus crímenes.
Cualquiera pudiera deducir que eran cómplices vuestros, y que eso es lo que os mueve á darles honrosa sepultura.
No pudo contenerse el más joven de los dos hermanos sin responderle :
—¡Ojalá se dignasen admitirnos en el número de sus siervos esos á quienes tú llamas cómplices nuestros! Ellos han sabido
despreciar lo que parece ser algo, y sin embargo es nada.
Muriendo han obtenido lo que no parece
todavía, y que; no obstante, es la sola realidad. ¡ Quién pudiera imitar su santa vida, y
seguir algún día sus pisadas!
Desconcertado Almaquio por esta tan valiente respuesta, buscó un pretexto para interrumpirle , y así le preguntó :
—Dime, Tiburcio, ¿Cuál de vosotros dos tiene más edad?
— Ni mi hermano es de más edad que yo—respondió Tiburcio— ni yo soy más joven que él ; pues el Dios único, santo y eterno nos ha hecho á los dos iguales por la gracia.
—¿Y qué es lo que parece ser algo y no es nada ?
—Todo cuanto hay en el mundo, todo lo que arrastra las almas á la muerte eterna,
en la que viene á parar la felicidad temporal.
—Dime ahora—prosiguió Almaquio, —
¿Qué es lo que no parece todavía, y con todo es la sola realidad?
—Es—respondió Tiburcio—la vida futura para los justos , y el suplicio que está reservado para los malos. Aquélla y éste se acercan, y con culpable disimulación cerramos los ojos del corazón para no ver ese terrible
porvenir.
Fijamos los ojos del cuerpo en los objetos terrenos y perecederos, y mintiendo á nuestra propia conciencia , nos atrevemos á acriminar el bien aplicándole los términos que no convienen sino al mal, y á cohonestar el
mal llamándole con las palabras. que sirven para designar el bien.
Interrumpióle Almaquio diciendo:
—Estoy cierto de que no hablas según
piensas.
—Dices verdad-—le contestó Tiburcio;—•
yo no hablo según pensaba cuando era de este siglo, sino según me hace pensar el que
he recibido en lo más íntimo de mi alma, mi Señor Jesucristo.
Almaquio, contrariado por oír de los labios del joven patricio este nombre sagrado,
que atestiguaba la profesión del cristianismo en el que con tanto fervor lo pronunciaba, le dijo:
—¿ Pero sabes lo que dices ?
— Y tú —respondió á su vez Tiburcio,—
¿sabes lo que preguntas?
—Joven—le dijo el juez,—estás exaltado.
—Conozco, sé y creo—le respondió él,—
que cuanto he dicho es verdad.
—Pero yo no lo entiendo—añadió el magistrado,—y no puedo entrar en ese orden
de ideas.
Valiéndose entonces el joven de las palabras de San Pablo, le dijo:
— El hombre animal no apercibe las cosas que son del Espíritu de Dios, mas el espiritual juzga todas las cosas, y él no es juzgado de nadie.
Se sonrió Almaquio de despecho, disimulando la injuria que acababa de recibir; y no queriendo que el joven se comprometiese más y le comprometiese á él también, le hizo apartar, y ordenó á Valeriano que se le
acercase.
—Valeriano —le dijo— tu hermano no tiene la cabeza sana; tú sabrás darme una respuesta sensata.
—Sólo hay un médico—le respondió Valeriano,—y él se ha dignado tener cuidado de la cabeza de mi hermano y de la mía, comunicándonos su propia sabiduría: éste es Jesucristo, Hijo de Dios vivo.
—Vamos—le dijo Almaquio — háblame razonablemente.
—Tus oidos están pervertidos—le respondió el valeroso jóven—y no podrás entender
nuestro lenguaje.
Eeprimióse el magistrado, y aunque am-
bos hermanos habían hecho clara profesión de
ser cristianos, no quiso darse por entendido
y proceder á su castigo, sino que se contentó
con hacer la apología del sensualismo pagano.
—Vosotros sois—le dijo—los que estáis
en el error, puesto que dejais las cosas necesarias y útiles, para ir en pos de vanas
locuras. Despreciáis los placeres, rechazáis
la felicidad, aborrecéis todo lo que forma el
encanto de la vida, y sólo halláis atractivo
en lo que contraria al bienestar y se opone
á los placeres.
Valeriano le respondió con sosiego :
—Yo v i en tiempo de invierno algunos
hombres que se divertían en el campo entre
juegos y risas, entregándose á toda clase de
placeres.
A l propio tiempo veía en los campos á
los labradores que cultivaban la tierra con
ardor, plantaban viñedos, ingertaban rosales y árboles frutales , y cortaban los arbustos que podían perjudicar á sus plantaciones : todos se ocupaban con tesón en las faenas agrícolas.
Los hombres entregados á los placeres,
viendo á los aldeanos, sereian de ellos, burlándose de sus penosos trabajos: «Miserables,
les decian, dejad esas ocupaciones supérfluas;
venid y alegraos con nosotros, tomando parte en nuestros juegos y placeres.
))¿A qué viene fatigarse tanto en tan rudos
trabajos ? ¿Por qué empleáis vuestra vida en
tan tristes ocupaciones?» A l decir esto sereian
á carcajadas, batían palmas, y los provocaban con insultos.
A la temporada de las lluvias y de los hielos se siguieron los dias serenos : los campos cultivados con tanta fatiga estaban cubiertos de espeso follaje; los rosales ostentaban sus frescas rosas; los racimos colgaban de los • sarmientos como en festones , y
pendian de los árboles toda clase de frutos,
hermosos á' la vista y deliciosos al paladar.
Para los aldeanos, cuyas fatigas parecían
insensatas, todo era alegría; pero los frivolos habitantes de la ciudad, que se habían
vanagloriado de ser más entendidos y sabios,
se hallaron en la miseria, viéndose conde-
nados á maldecir con inútiles lamentos y
tardío arrepentimiento, su ociosidad y molicie. «Y esos son, sin embargo — se decían
unos á otros—los que nosotros perseguíamos con nuestras burlas.
)> Nos avergonzábamos de las faenas á que
se entregaban; horror nos causaba su género
de vida, creyéndolo miserabilísimo. Ellos
nos parecían viles y despreciables, y teníamos por deshonrosa su compañía.
))Pero el resultado ha demostrado que ellos
eran los prudentes, y que nosotros fuimo»
desdichados , vanos é insensatos.
))No nos quisimos tomar la pena de trabajar, y en vez. de ayudarles en sus ocupaciones, engolfados en nuestras delicias nos burlábamos de ellos; pero mira cómo están rodeados de flores , y qué resultado tan brillante han tenido sus trabajos.»
¡ Qué hermoso espectáculo presentaba el
noble jó ven romano habjando con tanto entusiasmo de la vanidad del mundo, con tanto amor á la mortificación y al trabajo, en
medio de la Babilonia de Occidente, que po-
nía á todo el mundo á contribución para satisfacer su sed insaciable de deleites!
—Has hablado con elocuencia—le dijo
Almaquio—no puedo ménos de confesarlo;
pero no veo que bayas respondido á mi pregunta.
—Pues déjame acabar—le respondió Valeriano.—Nos bas tratado de locos é insensatos porque repartimos nuestras riquezas
á los pobres, ofrecemos hospitalidad á los
forasteros, socorremos á viudas y buérfanos?
recogemos los cuerpos de los mártires, y les
damos honrosa sepultura.
Según t u modo de pensar, consiste nuestra locura en que no queremos entregarnos
á los placeres sensuales, n i prevalemos de
la nobleza dé nuestro origen para hacernos
respetar del vulgo ignorante.
¡Dia vendrá en que recogeremos el fruto de
nuestras privaciones, y nos regocijaremos,
miéntras que los que «andan ahora á caza de
vanos placeres llorarán de rabia por el tardío
y amargo desencanto!
E l tiempo presente nos ha sido concedido
para sembrar; y los que en esta vida siembran nadando en delicias, recogerán en la
otra el dolor y gemidos, miéntras que los
que siembran hoy derramando lágrimas pasajeras, recogerán después una alegría que
no tendrá fin.
—Según eso—replicó el juez—á nosotros
y á nuestros invencibles príncipes nos tocará en suerte la eterna desdicha, y solos vosotros poseeréis eternamente la verdadera felicidad.
—¿ Y quién sois vosotros y vuestros príncipes?—objetó Valeriano.—No sois más que
hombres, que nacisteis el dia señalado, para
morir cuando os llegue la hora, y entonces tendréis que dar á Dios estrecha cuenta
del soberano poder que puso en vuestras
manos.»
En mala hora había empezado el desaconsejado magistrado el interrogatorio contra
los dos fervorosos cristianos. Sólo pretendía
intimidar á las personas de alto rango, haciéndoles dejar la religión perseguida por las
autoridades, pues veían que ni los nobles se
libraban de las pesquisas, n i áun de las denunciaciones del pueblo y de los empleados
del pretorio.
En vez de atajar el progreso del cristianismo, lo iba á fomentar publicando la victoria conseguida por los dos patricios adoradores de Jesucristo.
Estos, lejos de renegar de la fe movidos por
el temor del castigo, la hablan confesado á
la faz de Roma, y liabian menospreciado á
los venerandos emperadores.
Creyó, sin embargo, el astuto juez hallar
una salida que le sacase del apuro, pues
Marco Aurelio no quería de modo alguno
indisponerse con la nobleza romana, persiguiendo á dos patricios, por más que fuesen
cristianos,
«Si dejo en libertad á los interrogados —
dijo para sí, el juez inicuo — cualquiera se
creerá con derecho para despreciar las leyes
y á los legisladores. Por otra parte, no hay
que pensar en que Valeriano y Tiburcio sacrifiquen abiertamente á los ídolos. Les voy
á proponer, pues, una cosa más fácil, y si me
.
obedecen, salgo victorioso, ellos quedan li -
bres, y en pié las leyes del Imperio.»
¡Vana astucia del hombre sin Dios y sin
conciencia!
Dijoles, pues, el juez :
—'Basta de discursos inútiles; no más largas, que nos hacen perder inútilmente el
tiempo. Ofreced libaciones á los dioses, y os
podréis retirar sin recibir ningún castigo.
Respondiéronle ellos con libertad cristiana :
—Todos los días ofrecemos sacrificios á
Dios, pero no á los dioses.
— ¿ Y á qué Dios los ofrecéis?
—¿ Pues qué—respondieron los dos jóvenes—hay acaso más que un Dios ?
—¿ Cómo se llama ese Dios único?—preguntó Almaquio.
Respondióle Valeriano :
—Aunque tomaras alas y te remontases
todo lo alto que te fuese posible, no podrías
descubrir el nombre de Dios.
—¿De modo—replicó el juez—que Júpiter no es el nombre de un Dios ?
—Te equivocas, Almaquio—dijo Valeriano.—Júpiter es el nombre de un corruptor,
de un libertino. Vuestros mismos escritores
nos le pintan como á un homicida y afeado con toda clase de vicios, ¿j tú le llamas
Dios?
Me extraña tanto atrevimiento. E l nom
bre santo de Dios sólo puede convenir alsé r
que, no teniendo ningún pecado, posea todas
las virtudes.
—Quiere decirse—añadió Almaquio—que
el mundo entero está en el error, y sólo t u
hermano y tú conocéis al verdadero Dios.
Oído esto, se llenó de noble entusiasmo
el corazón de Valeriano; y proclamando los
grandes progresos del cristianismo, le dijo :
—No te hagas ilusión, Almaquio : los
cristianos no pueden ya contarse en el Imperio. Vosotros sois los que formáis la minoría. Vosotros sois las tablas disgregadas
que flotan en la mar después del naufragio,
y á las que no aguarda otro paradero que el
fuego.
Tanta libertad en un cristiano no podia
quedar sin castigo; pero aunque, según las
leyes, se le debia aplicar la pena capital, se
contentó Almaquio con ordenar que le aplicasen la de azotes.
Lleno de gozo Valeriano al ver que se
acercaban los lictores para desnudarle y
atormentarle por el nombre de Jesucristo
exclamó :
—Por fin llegó la hora tan deseada de mi
corazón; el dia de boy será para mí más
grato que todas las fiestas del mundo.
Miéntras le azotaban, gritaba el pregonero : •
— Guardaos de blasfemar de los dioses y
de las diosas.
Pero Valeriano, sobreponiéndose al ruido
de los golpes, y al clamor del pregonero,
con voz enérgica decía á la multitud que le
rodeaba :
— Ciudadanos de Roma, al presenciar este
tormento, no os arredréis de confesar la verdad. Perseverad firmes en la fe. Creed en el
Señor, que él solo es santo.
Destruid los dioses de madera y de pie-
dra, á los que Almaquio ofrece incienso ; reducidlos á ceniza, y sabed que sus adoradores
serán castigados con tormentos eternos.
Ansiosa estaba la muchedumbre por ver
en qué pararla la causa de los acusados.
También dudaba Almaquio qué determinación tomar ; pero se le acercó su asesor.Tarquinio, y tentándole por la codicia, le decidió diciéndole al oido :
—Acaba con ellos ahora que tienes buena
ocasión. Si tardas algo seguirán distribuyendo sus bienes á los pobres hasta gastarlos
todos, y cuando les des la muerte, nada hallarás.
Almaquio le entendió perfectamente. Por
su mandato se presentaron los dos hermanos; Valeriano ensangrentado por los azotes, y Tiburcio, pesaroso de no haber tenido la honra de padecer por Jesucristo.
El notario de Almaquio
La sentencia dada contra Valeriano j Tiburcio fué que serian conducidos al barrio
Triopioj situado al fin de la via Apia , entre
la tercera y cuarta milla. Llevados al templo de Júpiter, que se hallaba al terminar la
via, y al principio del barrio, si no ofrecían
incienso al ídolo, se les cortaría la cabeza.
Máximo, notario de Almaquio, quedó encargado de acompañar á los dos hermanos,
de traerlos libres si sacrificaban á los ídolos,
ó de dar testimonio de su ejecución si persistían en la profesión del cristianismo.
Un piquete de soldados armados iba á la
disposición del notario, para hacer respetar
la ley.
Era el día 13 de abril. Caminaban los
mártires con paso ligero, tranquilo el semblante, conversando mutuamente, dándose
muestras de alegría y de fraternal amor.
Siendo para Máximo tan nuevo aquel espectáculo en dos reos llevados al suplicio,
sin poder contener las lágrimas, les dijo:
— ; Olí noble y escogida flor de la juventud
romana! ¡ Olí hermanos unidos por tan tierno
amor! ¿Os obstinaréis en despreciar los dioses ? ¿Y cómo en el momento mismo de perder todas las cosas corréis á la muerte como
á un festín?
— Si no estuviéramos ciertos—le respondió Tiburcio — de que la vida que se ha de
seguir á ésta durará para siempre, ¿crees que
tendríamos ahora tanta alegría?
— ¿Qué vida puede ser ésa?—preguntó
Máximo.
A que le respondió Tiburcio :
— Como el cuerpo se cubre con el vestido, del mismo modo el alma se reviste del
cuerpo ; y así como se despoja el cuerpo del
vestido, así también sucederá al alma respecto al cuerpo.
E l cuerpo, cuyo origen es la tierra, será
devuelto á la tierra, y reducido á polvo, para
resucitar, como el fénix, á la luz que ha de
nacer.
Por lo que mira al alma, si está limpia,
será llevada á las delicias del paraíso, para
aguardar en él, gozando de inefables deleites , la resurrección del cuerpo.
No se esperaba Máximo esta explicación.
Era la primera vez que oia hablar un lenguaje tan sublime, opuesto al materialismo en que la sociedad pagana vivia sumergida.
Pero como su corazón, recto de suyo, buscaba la verdad, siguiendo aquella primera
inspiración de la gracia, dijo á Tiburcio :
—Si estuviera cierto de que existe esa vida
futura de que me hablas, creo que también yo
me sentiría inclinado á despreciar la presente.
Valeriano, inspirado por el Espiritu Santo, habló asi á Máximo :
— Puesto que sólo deseas la prueba de la
verdad que te hemos anunciado, oye la promesa que te hago desde ahora :
En el momento mismo en qne nos haga
el Señor la gracia de que dejemos el vestido
de nuestro cuerpo por la confesión de su
nombre, se dignará abrirte los ojos para que
veas la gloria en que entramos.
Sólo una condición te exige para hacerte
este favor; que te arrepientas de tus pasados
errores.
— Convenido—dijo Máximo,— y me
ofrezco á los rayos del cielo, si entonces mismo no confieso al Dios único que hace suceder otra vida á 'la presente. Ahora, á vosotros toca cumplir vuestra promesa, haciéndome ver el efecto de ella.
Ya tenemos al notario de Almaquio deseoso de ser cristiano. Para acabar su conversión, le dijeron los dos hermanos :
— Haz que esta gente que viene á darnos la muerte nos conduzca á tu casa, donde nos custodiarán sin perdernos de vista.
Haremos venir al que te ha de purificar, y
esta misma noche verás lo que te hemos prometido.
Asi lo hizo Máximo, empezando ya á te-
ner en nada todos sus cálculos sobre la presente vida, sus temores y esperanzas.
Conducidos á su casa los dos mártires de
Cristo con la escolta que los acompañaba, sin
pérdida de tiempo empezaron Valeriano y
Tiburcio á explicar la doctrina del Evangelio.
Hasta la familia del notario y los mismos
soldados asistieron á la predicación de los
dos Apóstoles, y recibiendo dócilmente la
divina luz en sus entendimientos y corazones , creyeron en Jesucristo.
Enterada Cecilia, por un aviso de Valeriano, de lo que estaba pasando, con la prontitud
y prudencia que le era tan natural, lo dispuso todo de suerte, que, llegada la noche, entró en casa de Máximo acompañada de varios sacerdotes.
Dígannoslos ángeles, testigos de aquella
escena, lo que pasó en la entrevista de los
dos hermanos con Cecilia.
Terminadas que fueron las mutuas salutaciones , en presencia de la virgen, de su
esposo y de su hermano, fueron bautizados,
por los sacerdotes, Máximo, su familia y todos los soldados, así que hicieron solemne
profesión de fe cristiana.
Nadie pensaba sino en bendecir al Señor,
y darle incesantes acciones de gracias por su
infinita bondad, que acababa de convertir
en templo la casa de Máximo, uniendo y
hermanando el corazón y el alma de cuantos
se hallaban presentes.
Ricos y pobres, nobles y plebeyos, militares y paisanos, no parecían tener más que
un alma y un corazón desde que reconocían
y amaban todos al único y verdadero Dios,
profesando la misma fe, y participando de
las mismas espezanzas.
Con docilidad admirable oian los recien
convertidos la explicación de los misterios
dél a fe, animándose á confesarla, si era preciso, á la faz del mundo, sin arredrarse por
amenazas n i tormentos algunos.
Complacíase el Señor en derramar sus divinos dones en aquellas almas purificadas de
toda mancha, inundándolas de celestial alegría , y de esa paz y contento que sólo es in -
ferior al que gozan los bienaventurados en el
cielo.
En estos trasportes de gozo pasaron toda
aquella noche del 13 al 14 de abril.
Viendo Cecilia que se acercaba el nacimiento del sol, dirigiéndose á su esposo y
hermano, y á los demás fieles, y aplicando
las palabras del Apóstol, les dió la señal de
marcha, diciendo :
—'¡Ea , soldados de Cristo, desechad las
obras de las tinieblas, y vestios de las armas
de la luz! (Rom., xm , 12.) Habéis peleado
dignamente, habéis acabado vuestra carrera
y guardado la fe; caminad á la corona de la
vida, que el Señor, justo juez, os dará á vosotros y á todos los que se alegran de su venida (II , Tim., iv, 7, 8).
Tres nuevos mártires
Púsose en marcha la piadosa comitiva, no para ver si los dos confesores de Cristo sacrificaban á los dioses, sino para ser testigos de su heroica victoria y de su martirio. Llegaron, por fin, a la entrada del barrio
Triopio. A la puerta del templo de Júpiter estaban aguardando los sacerdotes de los ídolos. El incienso estaba preparado.
Los dos hermanos fueron invitados a ofrecerlo al falso Dios, en la seguridad de que, si lo hacian, sin más dilación volverían libres a su casa; si se negaban a ello, la sentencia estaba dada y se ejecutaría sin tardanza.
Oyendo Valeriano y Tiburcio la sacrílega invitación, y no queriendo retardar un momento su martirio, ellos mismos se arrodillaron voluntariamente, y ofrecieron gustosos el cuello para que se lo cortasen los verdugos.
No pudiendo hacer este oficio los soldados convertidos ya al cristianismo, otros tuvieron que encargarse de reemplazarlos.
Fueron, pues, las cabezas de los dos gloriosos confesores de Cristo separadas de sus cuerpos, recibiendo al propio tiempo la muerte y la corona de la vida. Cumplió entonces el Señor la promesa de sus fieles siervos, haciendo ver a Máximo la gloria en cuya posesión entraban los dos mártires. En el cielo le aguardaban sus almas gloriosas, compañeras de los ángeles, a donde no tardaría en ir para ser participante de la
misma dicha.
Antes urgia dar cristiana sepultura a sus sagrados cuerpos, pues el cargo que desempeñaba le daba facultad para disponer que fuesen llevados con el debido respeto y veneración. El trayecto no era largo. A poca distancia los estaba aguardando Cecilia en su quinta de la vía Apia. Viólos entrar, no por su propio pie, como
poco antes, sino en hombros ajenos; no respirando vida y salud, sino exánimes, bañados en su propia sangre.
Pero, en cambio, sus nobles corazones, robustecidos por la gracia, habían confesado ante el juez pagano la religión del Crucificado, y despreciando las amenazas del tirano y sus crueles tormentos, habían proclamado
por único y verdadero Dios a Jesucristo Redentor del mundo.
Valeriano y Tiburcio eran dos mártires, dos santos por quienes era inútil é injurioso hacer á Dios sufragios. Ya tenía dos abogados más en el cielo. La cripta de los Cecilios no estaba bastante adelantada para acoger con el debido honor las sagradas reliquias del esposo y de su hermano; por eso dispuso Cecilia que fuesen
llevadas al cementerio de Pretextato, situado al otro lado de la vía Apia. Máximo, convencido, más que por las razones de Valeriano y Tiburcio, por lo que acababa de ver con sus propios ojos, no sólo creía en la existencia de otra vida, sino que además, perdido por completo el temor á los padecimientos momentáneos, y despreciando las esperanzas y goces pasajeros, ansiaba la posesión de la verdadera vida, y de los goces reservados a los justos en el paraíso.
De camino para la ciudad, yendo a dar cuenta al juez de lo sucedido, no sólo no trató de ocultar su conversión a la fe, sino que ademas repetía a los que le rodeaban, asegurándolo con juramento: «Al mismo tiempo que la espada hería a los mártires, he visto á los ángeles de Dios resplandecientes como soles. He presenciado cómo las almas de Valeriano y Tiburcio salían de sus cuerpos semejantes a dos esposas engalanadas para la fiesta nupcial. Los ángeles las recibieron y las llevaron al cielo.»
Oyendo muchos paganos estas palabras de boca del empleado romano, y viendo la abundancia de lágrimas de gozo con que las pronunciaba, renunciaron á los ídolos y abrazaron la fe de Jesucristo. Irritado Almaquio, le hizo dar la muerte a fuerza de azotes armados con balas de plomo.
Cecilia se quiso reservar el honor de darle digna sepultura, con sus propias manos, en la misma cripta en que reposaban en paz Valeriano y Tiburcio, haciendo esculpir en su sepulcro el emblema del fénix, como recuerdo de la comparación que había hecho Tiburcio de esta ave celebérrima, para dar idea a Máximo de la resurrección de los muertos.
El Fénix, que entre los egipcios era emblema de un período máximo del sol, que vuelve á renovarse en todas sus posiciones al cabo de cierto número de años, había sido ya tomado como figura de la resurrección por los escritores cristianos de la edad apostólica.
¿Por qué no se apoderó en seguida el fisco de los bienes de Valeriano y Tiburcio, según lo autorizaba la ley? Acaso temió Almaquio llamar demasiado la atención de la nobleza romana, entre la que habia muchos discípulos de Jesucristo, y quiso aguardar a que renunciase Cecilia a la fe, oó confesándola, perdiese sus propios bienes juntamente con los de su marido. Aprovecbó la virgen aquella tregua para enviar delante de ella su tesoro al cielo por mano de los pobres.
Los agentes de Almaquio
Llegó un dia en que Almaquio, seguro de
ser ignominiosamente derrotado si citaba á
su tribunal á la fervorosa joven cristiana,
quiso tentar un medio que, sin comprometerle, podia tal vez darle muy buen resultado.
Envió algunos agentes suyos al palacio
de los Valerios, para ver si en presencia de
ellos hacia Cecilia algo, por poco que fuese,
que indicase acatamiento á la ley del Im -
perio.
Llenos de respeto y deferencia, y con no
poco encogimiento, demostrado en las palabras y áun en el semblante, le hicieron la
proposición, de parte de Almaquio, de que
reconociese á los dioses de Eoma.
La joven, con mucha dignidad, y con toda
la superioridad que le daba, más que su posición, la gracia de Dios que hablaba por su
boca, les dijo :
•—Ciudadanos y hermanos, oidme. Sois
empleados de vuestro magistrado, y, sin embargo, vuestro corazón mira con horror su
conducta impía.
Por lo que á mí toca, tendré por grande
gloría y honra padecer, como lo deseo, toda
clase de tormentos por confesar el nombre
de Jesucristo,
Pero vosotros me inspiráis compasión al
veros, tan jóvenes, puestos á las órdenes de
un juez lleno de injusticia.»
A l oír estas palabras, los satélites de Al -
maquio no pudieron contener las lágrimas,
viendo que una joven tan noble, hermosa y
rica corría con tanta alegría á una muerte
cierta, y le suplicaban que no despreciase su
inmensa fortuna , y los singulares dones de
que la había dotado la naturaleza.
Interrumpiólos Cecilia diciendo :
—Morir por Cristo no es sacrificar la ju -
ventud, sino renovarla; es dar un poco de
barro para adquirir oro; cambiar una casa
reducida y despreciable por un magnífico
palacio; ofrecer una cosa perecedera, recibiendo en retorno un bien inmortal.
Si pusiese ahora alguno á vuestra disposición un montón de monedas de oro, con la
única condición de que le dieseis vosotros
por ellas otras tantas monedas de cobre, ¿no
os apresuraríais á aceptar un cambio tan
ventajoso? ¿No animaríais á vuestros padres,
parientes y amigos á aprovecharse, como vosotros, de tan buena ocasión? A los que os
disuadiesen de hacerlo, aunque os lo pidiesen
con lágrimas en los ojos, los tendríais por
malos consejeros.
Y, sin embargo, toda vuestra solicitud no
os daria otro resultado que procuraros un metal, más precioso, sí, pero terreno, en cambio de otro más vil , pero en peso igual.
No lo hace así Jesucristo, nuestro Dios;
no se contenta con darnos peso por peso,
sino que nos devuelve centuplicado lo que le
ofrecemos, y de más á más nos da la vida
eterna.»
.
Aprovecliando Cecilia el ascendiente que
iban ganando sus palabras en los oyentes,
subió sobre un trozo de mármol que cerca
de si tenía, y con voz inspirada les preguntó :
—¿Creéis cuanto os acabo de decir?
La gracia triunfó en aquel momento de
los corazones de todos.
A una voz le respondieron :
— Sí ; creemos que Jesucristo, Hijo de
Dios, que tiene tal sierva, es el verdadero
Dios.
•—Id , pues — añadió Cecilia, — y decid á
ese desventurado de Almaquio, que le pido
alguna tregua, y que retarde algo mi martirio. En ese tiempo volveréis aquí, y ya habré hecbo venir á alguno que os haga partícipes de la vida eterna.
Los ministros de justicia, cristianos ya de
corazón, refirieron á Almaquio cómo se había negado Cecilia á hacer lo que le exigía, y que al propio tiempo le pedia alguna
tregua ántes de comparecer ante su tribunal.
No creyó prudente el juez negarse á la petición de la noble patricia.
Pronto recibió San Urbano un recado de
Cecilia, anunciándole su próximo martirio, y
las nuevas conquistas que iba á hacer para
la fe de Jesucristo.
No sólo los oficiales de Almaquio, sino
ademas gran número de personas de todas
las edades, sexos y condiciones, casi todas
de la región transtiberina, estaban deseosas
de recibir el bautismo.
E l mismo Urbano fué en persona á recoger tan abundante cosecha, y dar por última
vez la bendición á la heroica joven.
Fué celebrado el bautismo con pompa, recibiendo más de cuatrocientas personas la
gracia de la regeneración.
Habiendo determinado Cecilia dar á la
Iglesia la propiedad del magnifico palacio
que por muerte de su esposo habia heredado,
para impedir que después de su muerte se
apoderase de él el fisco, cedió provisionalmente la propiedad de él á uno de los nuevamente bautizados, que tenía el titulo -de
Clarísimo y se llamaba Gordiano, diciéndole
cómo su voluntad era que aquella su casa
fuese convertida en iglesia.
A pesar del peligro que corria su vida,
permaneció Urbano oculto en casa de Cecilia.
Interrogatorio de Cecilia
El dia 12 de setiembre recibió la virgen orden formal de comparecer ante el juez. Gozosa por ver que se acercaba la hora por que tanto habia suspirado, se puso sus mejores galas, y vestida como correspondía
a una noble patricia, se encaminó al Campo de Marte, donde tenía Almaquio su tribunal, a poca distancia del palacio de los Cecilios, y cerca del anfiteatro de Sextilio Tauro.
Alrededor del pretorio habia muchas estatuas de impuras divinidades, en cuya presencia iba a ser más gloriosa su profesión pública de que era cristiana. Notaremos, en las palabras que Cecilia va a dirigir al tirano, esa seguridad y confianza, esa libertad cristiana que da la buena conciencia; grande superioridad de carácter, y
un como desprecio del que, abusando de la fuerza bruta, quería subyugar hasta las conciencias, y mandar en los corazones.
El interrogatorio de la mártir, copiado textualmente, como de costumbre, por losnotarios públicos, es el que, trasladado fielmente por los cristianos, se halla en las actas de la Santa.
ALMAQUIO. ¿Cómo te llamas, niña?
CECILIA. Cecilia.
ALMAQUIO. ¿Cuál es tu condición?
CECILIA. Libre, noble, condecorada con el título de Clarísima.
ALMAQUIO. Te pregunto por tu religión.
CECILIA. TU pregunta no era clara, puesto que daba lugar a doble respuesta.
ALMAQUIO. ¿De dónde te viene ese atrevimiento?
CECILIA, De la buena conciencia, y de la fe no fingida.
ALMAQUIO. ¿Acaso no sabes cuál es mi poder?
CECILIA. Tú sí que no sabes cuál es tu poder. Si no llevas a mal preguntarme sobre ésto, te demostraré la verdad basta la evidencia.
ALMAQUIO. Pues bien; habla, que te oiré con gusto.
CECILIA. Ed el poder del hombre semejante a un pellejo hinchado; que lo pinchen con sola una aguja, y al instante se deshincha, y desaparece toda la consistencia que parecía tener.
ALMAQUIO. Has empezado por injuriarme, y continúas hablándome en el mismo tono.
CECILIA. No hay injuria sino cuando se alegan cosas que no tienen fundamento de verdad. Demuéstrame que he mentido, y convendré en que te he injuriado; si no, tu reprensión es una calumnia.
Mudando de asunto, le dijo Almaquio:
—¿Ignoras acaso que nuestros señores, los invencibles emperadores, han mandado que todos los que no quieran negar que son cristianos, sean castigados, y que queden libres los que consientan en negarlo?
CECILIA. Vuestros emperadores se engañan, y tu, Excelencia con ellos. Esa orden, que, según tú mismo aseguras, han dado ellos, sólo prueba que vosotros sois crueles, y nosotros inocentes. Si el nombre de cristiano fuera un crimen, a nosotros nos tocaba negarlo, y a vosotros obligarnos a confesarlo á fuerza de tormentos.
ALMAQUIO. Pero, gracias a su clemencia, han tomado los emperadores esta resolución, queriendo por ella proporcionaros un medio de salvar la vida.
CECILIA. ¿Y puede darse conducta más impía y más funesta a los inocentes que la vuestra? Vosotros empleáis los tormentos para que confiesen los malhechores su delito, el sitio, el tiempo, los cómplices; se trata
de nosotros, y todo nuestro crimen está en nuestro nombre, porque bien sabéis que somos inocentes. Pero nosotros conocemos toda ia grandeza de este sagrado nombre, y no podemos de modo alguno negarlo. Mejor es,
pues, morir para ser felices, que vivir para ser desdichados. Querríais arrancarnos una mentira; pero nosotros somos los que, al proclamar la verdad, os damos cruel tortura.
ALMAQUIO. Escoge uno de dos partidos: o sacrifica a los dioses, o niega tan sólo que eres cristiana, y podrás de ese modo retirarte.
CECILIA. ¡Qué situación tan humillante para un magistrado! ¡Quiere que reniegue de un nombre que da testimonio de mi inocencia, y que me haga culpable de una mentira! Consiente en dejarme libre, y está dispuesto a encruelecerse contra mí. Si tienes deseo de condenarme, ¿por qué me exhortas á negar el delito ? Si tienes intención de absolverme, ¿por qué te tomas el trabajo de interrogarme?
ALMAQUIO. Aquí están los acusadores que atestiguan que eres cristiana. Basta que lo niegues, y se tendrá por nula toda la acusación; pero si perseveras en tener por Dios a Jesucristo, conocerás tu locura cuando tengas que sufrir la sentencia.
CECILIA. Todo lo que yo deseaba era ser objeto de una acusación como ésa, y la pena con que me amenazas será mi victoria. No me tildes de locura; achácatela más bien a ti por haber creido que me harías renegar de Cristo.
ALMAQUIO. ¡Mujer desdichada! ¿Qué? ¿no sabes que los invencibles príncipes me han dado poder de vida y muerte? Pues ¿cómo te atreves á hablarme con tanto orgullo?
CECILIA. Una cosa es orgullo y otra firmeza; yo he hablado con firmeza; con orgullo no, porque nosotros aborrecemos ese vicio. Si no tuvieras dificultad en oir todavía una verdad, yo te demostraría que lo que
acabas de decir es falso.
ALMAQUIO. Veamos. ¿ Qué falsedad he dicho yo?
CECILIA. Has dicho una falsedad al asegurar que tus príncipes te han conferido el poder de vida y muerte.
ALMAQUIO. ¿Y acaso he mentido al decirlo?
CECILIA. Sí; y si me lo ordenas, te probaré que has mentido contra la misma evidencia.
ALMAQUIO. Bueno, explícate.
CECILIA. ¿No has dicho que tus príncipes te han dado poder de vida y muerte? Y, sin embargo, sabes que no tienes poder sino de muerte. Puedes quitar la vida a los que de ella gozan, convenido; pero no sabes devolverla
á los que están muertos. Di, pues, que tus Emperadores te han hecho ministro de muerte, y nada más; si añades otra cosa., mientes, y mientes en vano.
ALMAQUIO. Basta de audacia: sacrifica a los dioses. {Al pronunciar el juez estas palabras, señalaba las estatuas que había en el Pretorio.)
CECILIA. Verdaderamente, no sé qué pasa a tus ojos, y cuándo y cómo has perdido el uso de ellos. En los dioses de que me hablas, yo y todos los presentes que tienen la vista sana sólo vemos piedra, bronce ó plomo.
ALMAQUIO. Como filósofo que soy, he despreciado tus injurias cuando sólo se dirigían contra mí; pero la injuria contra los dioses no la puedo sufrir.
CECILIA. Desde que has abierto la boca no has dicho una palabra cuya injusticia, sinrazón o nulidad no haya yo demostrado; ahora, para que nada falte, te he convencido de que has perdido la vista. Llamas dioses á esos objetos que, según vemos nosotros, no son más que piedras, y piedras inútiles. Pálpalas tú mismo y conocerás lo que son. ¿Por qué exponerte de ese modo á la irrisión del pueblo? Todo el mundo sabe que Dios está en el
cielo. Por lo que mira á esas estatuas de piedra, mejor servicio harian si se las echase en un horno para convertirlas en cal. Se gastan en la inacción; son impotentes para defenderse de las llamas, lo mismo que
para arrancarte a ti de tu perdición. Sólo Cristo salva de la muerte; sólo él puede librar del fuego al culpable.
La palma del martirio
Así terminó Cecilia su gloriosa profesión de fe, en la capital del mundo, abominando el culto idolátrico, sin temor de los tormentos, sin vano respeto al juez y á sus asesores, teniendo por el mayor timbre de gloria llamarse y ser cristiana. Dispuesta estaba á padecer cuantos martirios intentase la ferocidad y rabia de los
gentiles instigados por Satanás, confiando, no en sus propias fuerzas, sino en el poder de la gracia.
No le arredraban las fieras hambrientas, ni los azotes emplomados, ni las hogueras encendidas, ni el filo de la espada. Habia proclamado en el pretorio al único Dios verdadero, y no tenía dificultad en dar por él la vida, aunque fuese en el circo, ante miles de espectadores.
Pero Almaquio llevaba otras miras. Temiendo atraer sobre sí las iras de la nobleza, y hacer más públíca la victoria de la heroica virgen, determinó darle la muerte en su propio palacio, sin efusión de sangre. Pero ¿quién es el hombre para oponerse a los designios de Dios? Los planes mejor combinados caen por tierra cuando Dios no los autoriza o consiente. Tenían los romanos en sus palacios una sala de baño, que llamaban caldarium.
Por orden de Almaquio fue encerrada la virgen en el de su propia casa, donde el aire abrasado que subía del gran fuego encendido debajo, y alimentado sin cesar, iría caldeando la habitación, y moriría abrasada Cecilia, sin necesidad de espada ni de verdugo.
Un dia y una noche pasó la mártir encerrada en la sala de baño, sin que en aquella atmósfera inflamada derramase una sola gota de sudor; antes bien, respirando un ambiente deliciosísimo. En vano sudaban los crueles ministros añadiendo cada vez más combustible al fuego. El Señor enviaba un rocío celestial semejante al que refrigeraba a los tres jóvenes del horno de Babilonia, y el caldarium era para Cecilia como fresco vergel en una mañana de primavera. Despechado Almaquio al saber que vivía todavía la joven, tan sana como dos días antes, envió un lictor con orden de cortarle la cabeza en la misma sala donde parece que ella desafiaba a la muerte.
Entró el verdugo armado del instrumento del suplicio, y recibióle la Santa con el mismo agrado que si le trajese la corona nupcial. Tres fieros golpes descargó el lictor en el cuello de la virgen, sin que lograse cortarle enteramente la cabeza. Cayó en tierra, bañada en su propia sangre, aquella inocente corderilla, y el verdugo, aterrorizado, se retiró, porque la ley le prohibía dar a la víctima más de tres golpes.
Es que el Señor quería conceder a la Santa tres días que le había pedido de vida para acabar de arreglar dos asuntos que le interesaban vivamente. Como quedaron abiertas las puertas del baño al salir el lictor, los cristianos que estaban fuera aguardando la consumación del sacrificio entraron presurosos, poseídos de
profundo respeto y veneración. ¡Qué escena aquélla! Cecilia, aunque moribunda, se sonrie al ver á los pobres á quienes tanto ama, y ordena que se repartan en limosnas los últimos bienes que le quedan, y saluda afectuosamente a los neófitos convertidos por ella.
Los fieles dan a la heroica jóven las mayores muestras de amor y veneración, y con lienzos y velos recogen la sangre virginal que sale de sus mortales heridas, esperando verle exhalar por momentos el último suspiro.
Viendo San Urbano que los agentes de la policía no se presentaban en la casa de Cecilia, creyó llegado el momento de poder ver a la mártir. Entró el venerable Obispo en aquel nuevo santuario, y vió á la santa virgen inundada en su propia sangre, como el cordero del sacrificio.
Volviendo a él Cecilia sus moribundos ojos, en que se pintaban todavía la dulzura y heroica grandeza de su alma:
—Padre —le dijo con amor y respeto de hija— he pedido al Señor esta tregua de tres dias para entregar en vuestras manos estos pobres, a los que yo sustentaba, y esta casa, para que sea consagrada en iglesia para
siempre. Dichas estas palabras, nada tenía ya que hacer en este mundo la virtuosa joven. Acababa de despojarse de las pocas riquezas que le habían quedado, teniendo quien se encargase de repartirlas á sus hermanos los
pobres; estaba asegurada la propiedad legal de su palacio en Gordiano, quien se entendería con el santo Obispo para consagrar en él al verdadero Dios un nuevo templo, y el Señor la convidaba con la inmarcesible corona debida á sus heroicas virtudes. Estaba Cecilia recostada del lado derecho, juntas las rodillas con virginal modestia; las piernas con una pequeña inflexión; caidos los brazos, hacia adelante, el izquierdo sobre
el derecho.
Sintiendo que se le acababan las fuerzas, como si pretendiera guardar el secreto de su último suspiro, que enviaba a su divino Esposo, volvió la cabeza hacia el suelo. Voló al cielo su dichosa alma, quedando su virginal cuerpo como si gozara de dulce sueño. Los tres primeros dedos de la mano derecha estaban extendidos; los de la mano izquierda, cerrados, excepto el Índice. Así permanece hasta el dia de hoy, dejándonos
en aquel gesto simbólico un testimonio de la fe, por la que había derramado su sangre: unidad de la sustancia divina y trinidad de personas.
La cripta de los Cecilios
Era el día 16 de septiembre. El santo Obispo, asistido de sus diáconos, presidió los funerales de aquella grande mártir. No se tocó al vestido de la virgen, mucho más precioso por la púrpura de su gloriosa sangre, en que estaba empapado, que por el oro de que se hallaba recamado. Colocaron el sagrado cuerpo en una caja de ciprés, respetando la postura que había tomado la Santa al espirar, y á sus pies depositaron arrollados los lienzos y velos con que los fieles habían recogido la sangre que corría de sus profundas heridas.
La sepultura de Cecilia iba á consagrar el nuevo cementerio de la via Apia ; pues la cripta de los Cecilios, que no estuvo en disposición de recibir los cuerpos de Valeriano y Tiburcio, podía ya admitir el de la Santa
en la única sala funeraria concluida. En el fondo de ésta, frente a la entrada, habia a flor de tierra un nicho abovedado, y en él depositaron la caja de ciprés, cerrando el sarcófago con una lápida de mármol.
Los muchos mártires que la persecución de Marco Aurelio hacía cada dia eran depositados en nichos de las galerías que a toda prisa se iban construyendo junto a la sala principal, recibiendo desde entonces aquella
región de Roma subterránea el nombre de Ad Sanctam Ceciliam, junto á Santa Cecilia. Muerto el papa San Eleuterio, en 185, le sucedió en la cátedra pontifical San Víctor, y a éste San Ceferino, el cual creó archidiácono á San Calixto, que después fué Sumo Pontífice. Hasta entonces los Papas habían sido enterrados en la cripta del Vaticano, abierta por los Cornelios cristianos en el primer siglo de la Iglesia.
Llega el siglo II, y ya los Vicarios de Jesucristo no van á reposar junto al Príncipe de los Apóstoles, al lado de sus antecesores en la silla Pontificia, sino en la cripta de Cecilia. Bien pudo ser ocasionada esta notable
mudanza por alguna circunstancia propia de la cripta vaticana, que no permitiese seguir la costumbre general. Sea por esto, o porque el cementerio de los Cecilios era más a propósito, lo cierto es que éstos pusieron su
cripta á la disposición de San Ceferino, el cual dió el cuidado de ella á San Calixto.
Este acabó de construir el cementerio, agrandándolo notablemente, decorándolo con munificencia, é introduciendo tales mejoras, que, con el tiempo, mudado el nombre, se le llamó cementerio de San Calixto. La sala principal, ancha, desahogada, muy próxima á la entrada, es la que estaba santificada por guardar las reliquias de la heroica joven.
En adelante, dicha sala se hará famosísima, y uno de los templos más venerados de Roma subterránea. Será conocida con el nombre de la Cripta de los Papas, porque en ella van a ser enterrados los Pontífices romanos. En aquel imponente santuario celebrarán el augusto sacrificio de la Misa los Vicarios de Jesucristo, se colocará una cátedra donde se sentarán los sucesores de San Pedro para dirigir a los fieles su infalible palabra.
Para realizar estos planes había un grave inconveniente. La pared de enfrente de la sala, sitio de preeminencia, y el más a propósito para colocar el altar y la cátedra pontificia, estaba dignamente ocupado por Cecilia. Cubrir el sepulcro de la Santa, que se hallaba en la parte baja, poniendo delante el altar y la cátedra, era privar a los fieles del consuelo grandísimo que recibían al ver el sitio donde dormía la mártir, y leer la inscripción de su sepulcro; sacarla de la que podemos llamar con razón su propia casa, parecía medida poco respetuosa, abusando al propio tiempo de la generosidad de los Cecilios.
San Calixto halló a la dificultad una solución que lo arreglaba todo. En el lado de enfrente del salón, a la izquierda del espectador y a la derecha del sepulcro de la Santa, abrió una puerta, y detrás construyó otro
salón espacioso, y á él, muy cerca del sepulcro donde actualmente estaba la mártir, y, por consiguiente, de los sepulcros de los sucesores de los Apóstoles, trasladó las sagradas reliquias de Cecilia, veinte años después
de su martirio. Así sucedió que la fervorosa discípula de Jesucristo, que tanto había respetado a sus Vicarios en vida, aun después de muerta les cedía su sitio de honor.
Pero el concurso de los fieles a venerar la heroica joven romana era tan grande, que fue preciso, andando el tiempo, dar a la nueva cripta de la Santa mayores dimensiones, y construir en ella una claraboya por donde
entrase la luz y se renovase el aire. Murió San Ceferino en 215, y fue el primer Papa á quien se dio sepultura en la cripta de Santa Cecilia.
Gracias á la inviolabilidad de que gozaban los sepulcros entre los romanos, seguían reuniéndose los fieles en sus cementerios, gozando en ellos de paz, si bien tenían que tomar precauciones para no excitar sospechas
en la autoridad urbana. Las galerías se iban multiplicando en todas direcciones hasta formar una red de calles y plazas, que, con razón, ha merecido el nombre de Roma subterránea.
Artistas entendidos empleaban el buril y el pincel en decorar aquella necrópolis de santos, verdadero dormitorio en que reposaban y descansaban en paz los justos, después de la fatiga del combate, mientras gozaban ya sus almas de los honores de la victoria.
Pero llegó la hora de la persecución de las catacumbas, como había llegado la hora de la persecución de los cristianos: que sólo en el cielo la paz es duradera y estable. A mediados del siglo, empuñó Valeriano las riendas del Imperio; y viendo que el centro de vida para los fieles de Roma eran los cementerios, fue el primer perseguidor de la Iglesia que, bajo pena de muerte, prohibió á los cristianos reunirse en las catacumbas.
De la publicación de este edicto hasta la profanación de aquellos templos subterráneos no había más que un paso. En el momento menos pensado podían bajar los gentiles a las criptas, y, poseídos de fanatismo y atizados por Satanás, su caudillo, destrozarían aquellos venerados sepulcros, privando a la Iglesia de tantos tesoros acumulados durante más de dos siglos, mucho más preciosos que todo el oro del mundo, y que cuantas piedras preciosas excitan la codicia de los mortales.
Como el peligro era inminente, se trató de evitar y prevenir á toda prisa tamaña desgracia. Las escaleras y entradas principales viéronse en un momento cortadas, e interceptados los corredores, de modo que con grande dificultad hubieran podido los paganos penetrar sin guía en aquel intrincado laberinto. Los santuarios de Roma subterránea estuvieron por un momento casi desiertos. Reunianse los fieles, tomando muchas precauciones, en casas particulares convertidas en iglesias, aguardando tiempos más bonancibles.
Vino el siglo IV, y convertido al catolicismo el emperador Constantino, dio, por el edicto de Milán, la libertad a la Iglesia. Reuniéronse ya desde entonces con toda publicidad los fieles; se construyeron grandiosas basílicas en la Ciudad Eterna, brillando la cruz en las cimas de los edificios públicos, sin que por eso dejasen de ser las catacumbas, durante muchos siglos, objeto de honor y veneración.
El español San Dámaso, Papa, que en el segundo tercio del siglo IV rigió los destinos de la Iglesia, empleó grandes sumas en el adorno de las catacumbas, consagrando además su bien poético y profunda piedad a la composición de epitafios, en versos hexámetros, para las criptas y sepulcros más principales.
En los aniversarios de los martirios veíanse multitud de cristianos que de Roma y de los pueblos vecinos acudían a venerar los cuerpos de los santos, cuyo aniversario se celebraba. En presencia de sus venerandas reliquias leíanse las actas de su martirio, o hacían los sacerdotes el panegírico del héroe cristiano,
animando á los presentes a la imitación de sus virtudes, y a que acudiesen a su poderosa intercesión.
El sepulcro de Santa Cecilia
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Dos fiestas dedicaban los romanos a Santa Cecilia: el 16 de setiembre, como aniversario de su martirio, o sea de su nacimiento a mejor vida, y el 22 de noviembre, aniversario del día en que parece fue dedicada su casa y consagrada en iglesia. En el año 536, siendo Pontífice Silverio, los godos, capitaneados por Vitiges, sitiaron á Roma, penetraron en las catacumbas, y las profanaron, ensañándose principalmente contra las lápidas y sepulcros de los mártires.
Como una de las sepulturas más preciadas había sido siempre la de Santa Cecilia, los fieles, para evitar su destrucción, la tapiaron con tal disimulo, que al bajar los bárbaros no dieron con ella, quedando de este
modo intacta. Juan III, que de 660 á 572 gobernó la Iglesia, restauró de nuevo las catacumbas; pero éstas sufrieron nuevas devastaciones en la irrupción de los lombardos, mandados por su rey Astolfo.
Y no fue esto lo peor, sino que viniendo tras la devastación y el pillaje el descuido de los fieles, parte de aquellas vías subterráneas, que pedían continua vigilancia é incesantes reparaciones, se vieron obstruidas por la tierra que caía, y por el desmoronamiento de algunas paredes. San Pablo, Vicario de Jesucristo, de 767 a 767, no sufriéndole el corazón ver abandonadas las criptas, y en continuo peligro de nuevos hundimientos y profanaciones, abrió muchos sepulcros, y distribuyó sus reliquias entre los títulos, diaconías, monasterios y
otras iglesias de Roma. Imitóle San Pascual, y desde el año 818, segundo de su pontificado, construyó convenientes sepulturas en las iglesias, y empezó a trasladar a ellas las reliquias de los mártires, conduciendo los cuerpos santos, con acompañamiento de innumerables fieles, que iban en procesión. A sola la basílica de
Santa Práxedes llevó 2.300 cuerpos de mártires. Tal había sido la habilidad con que tapiaron los fieles el sepulcro de Santa Cecilia, y el secreto con que lo hicieron para libertarlo de la profanación, que muertos los autores del piadoso fraude, se perdió con ellos la memoria exacta del sitio donde reposaba el cuerpo de la Santa Virgen; de suerte, que en vano se le buscó para hacer su traslación.
Llegó el año 821. Un di a yendo el santo Pontífice Pascual a hacer oración en la basílica de Santa Cecilia, construida en la casa donde padeció el martirio, y que dejó a la Iglesia para convertirla en templo, se llenó
de pena el Papa al ver lo deteriorado que estaba un monumento de tanta veneración. Sus muros, restaurados más de dos siglos antes por San Gregorio I, habían sufrido mucho, y si no se acudía á tiempo, amenazaban
completa ruina.
Resolvió, pues, construir un nuevo templo en el mismo sitio, levantándole desde los cimientos, con mayor magnificencia que el primero. Llevado el edificio á feliz término, sólo le faltaba enriquecerlo con el principal
y más propio tesoro, colocando en él el cuerpo de la Santa.
Vanos fueron los esfuerzos para hallarlo. Pero un día se le apareció la virgen romana, y le ordenó que no dejase de continuar las pesquisas, pues al fin daría con sus reliquias. Efectivamente, prosiguiendo el Papa las investigaciones, halló el sepulcro tal como le había dejado San Urbano. Allí estaba la caja de ciprés, y en ella reposaba la Santa en la misma actitud que había tomado al morir, vestida con el mismo vestido de seda y oro con que se había engalanado para presentarse en el tribunal del tirano á confesar la fe.
A pesar de haber trascurrido cerca de seis siglos y medio, se veían en el cuello de la mártir las profundas heridas recibidas por Jesucristo, y en el vestido la sangre de la virgen, que era su más precioso adorno. A los pies de la Santa se hallaron intactos los lienzos que dijimos hablan depositado los fieles empapados en la sangre de la virgen.
El 8 de mayo de 822 celebró el Papa la dedicación de la nueva iglesia, y la Santa volvió de nuevo á su antigua casa. Adornó el Pontifico la caja de ciprés por la parte interior, revistiéndola con preciosa tela de seda; dejó al a Santa en la actitud en que la encontró, y cubrió el santo cuerpo con riquísimo tisú de oro.
La caja fue colocada en un sarcófago de mármol, debajo del altar, pero a bastante profundidad; y junto a ella, los cuerpos de los Pontífices San Lucio y San Urbano, y de los santos Valeriano, Tiburcio y Máximo.
Pero el que tal vez se esmeró más en venerar a la Santa y embellecer su santa casa fue el cardenal Pablo Emilio Sfondratio, que el 25 de enero de 1691 tomó posesión del titulo de Santa Cecilia. Sin perdonar en gastos, enriqueció la basílica notablemente. Colocó la caja de ciprés, en que reposaba la Santa, dentro de otra
de plata esmaltada con adornos de oro, y restauró la sala del baño donde murió la virgen.
Propagóse el culto de Santa Cecilia en toda la cristiandad; erigiéronsele magníficos templos; los más distinguidos pintores emplearon sus inspirados pinceles para representarnos muy al vivo las conmovedoras escenas de su vida, principalmente las de su matrimonio j su martirio.
La pintan ordinariamente con algún instrumento músico en las manos, y la tienen los fieles por patrona de la música. De sus actas sólo se saca que al oír la música profana con que celebraban su desposorio con Valeriano, remontándose su espíritu á una región superior, cantaba en su corazón un verso de David, pidiendo al Señor la pureza de cuerpo y alma.
Cierto que, acostumbrada al trato con los ángeles, oiría frecuentemente las melodías celestiales, que elevan el alma a Dios y la unen con el autor de toda armonía. Sea lo que quiera del origen de esta tradición, es respetable la unanimidad con que las naciones cristianas la saludan como a reina de la armonía, y patrona de la música.
Las Catacumbas
La lectura de la vida interesantísima de
la virgen romana produce naturalmente en
el ánimo amor y veneración admirable á todo
lo que con la Santa tiene alguna relación.
Pero de una manera especial parece que
se nos va el corazón, como movido por un
misterioso resorte, á las catacumbas de
Roma, perdido el miedo á aquellos subterráneos, oscuros de suyo, j que en sus intrincados laberintos guardan tantas víctimas y trofeos de la muerte.
Esto ven los ojos del cuerpo; pero el corazón, iluminado con la luz sobrenatural, sólo contempla en la Roma subterránea objetos y recuerdos que le llenan de un misterioso respeto y veneración.
Allí pasó Cecilia gran parte de su vida;
allí acudió á venerar los cuerpos de los mártires, á oír su elogio, pronunciado por los
Sumos Pontífices ó sus vicarios; allí recibió
su noble alma aquel temple de héroe que la
hizo superior á todos los temores y esperanzas humanas, á los goces y honores pasajeros y falaces con que la brindaba el
mundo. Su permanencia en las catacumbas
sólo le hacía suspirar por lo celestial, por lo
eterno y divino.
¿Quién, en compañía de la noble y esclarecida hija de los Cecilios, no bajará sin recelo y sin temor á aquellas regiones misteriosas?
¡ Si cabalmente son las catacumbas la copia más perfecta que del cielo ha existido
en la tierra! En ellas no hay más que fieles discípulos de Jesucristo, que descansan
en paz, ó que, viviendo aún en carne mortal,
se reúnen para orar, instruirse en las verdades de nuestra santa fe, y disponerse para el
martirio.
Cada sepultura es un altar donde reposa
un cuerpo santo; cada galería es un museo
sagrado donde entran hasta por los ojos las
enseñanzas cristianas, que llenan de esfuerzo sobrehumano el corazón.
Cada cripta principal es un santuario de
grande devoción, donde se celebran los divinos misterios, los catecúmenos son regenerados, los soldados de Jesucristo reciben
nuevo esfuerzo y valor, son purificadas sus
almas, y alimentadas con el cuerpo y sangre
de Dios Hombre; la unión dé los esposos
recibe la bendición del cielo, y por la imposición de las manos del Vicario de Jesucristo
son elevados á la dignidad sacerdotal aquellos á los que el Señor llama á tan sublime
estado.
Vamos, pues, á dar alguna breve, pero
clara explicación, que nos haga conocer y
amar más las catacumbas romanas.
Éstas son subterráneos abiertos por los
primeros cristianos para depositar en ellos á
sus hermanos que han pasado á mejor vida,
practicar el culto, y hallar un asilo en tiempo de persecución.
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A l principio sólo se llamaba catacumbas
la cripta donde algún tiempo estuvieron'
ocultos los sagrados cuerpos de San Pedro y
San Pablo; pero luego se aplicó esta denominación á todos los cementerios subterráneos de los cristianos.
Hasta el presente se han descubierto en Roma unos sesenta cementerios subterráneos de nombre distinto. Este le toman de algún santo ó santos principales en él enterrados; ó del sitio en que fueron construidos, ó de
los amos en cuyos terrenos fueron abiertos, ó bien de los que, en los ya existentes, hicieron mejoras considerables agrandándolos ó embelleciéndolos notablemente. A veces llegaron á perder, con el tiempo, el nombre primitivo, tomando otro que le hacían dar nuevas circunstancias, ó se quedaban con los dos.
Todos están construidos debajo de tierra, pasada la capa movediza, y en el terreno compacto, para que no se hundiesen las bóvedas; pero su nivel es siempre superior al de las inundaciones del Tíber.
Se baja á ellos por escaleras rápidas, cuya
entrada se halla en algunas iglesias, construidas más tarde, ó en viñas algo apartadas
de la población.
Algunos tienen varios pisos; á veces hasta
cinco, unos encima de otros, que también se
comunican por escaleras.
Para formarse idea aproximada de lo que
eran las catacumbas, basta figurarse una
ciudad cualquiera que sólo constase de calles
y plazas, j en la que los huecos ocupados
por las casas estuviesen llenos de tierra.
Las paredes laterales se hallan revestidas
de ladrillo, dejando, en el espesor de ellas,
nichos sobrepuestos como los de nuestros
cementerios, en número variable; en algunos puntos hay hasta doce. Los cuerpos santos eran depositados horizontalmente á lo
largo de la pared, uno en cada nicho; otras
veces dos, en dirección opuesta, y la abertura se cubría con una losa, generalmente de
mármol ó de barro cocido, en la que se grababa el nombre del mártir ó confesor, ó emblemas religiosos.
En los cuartos ó salones más anchos solía estar enterrado algún santo mártir, al rededor del cual se sepultaban los que por devoción suya lo habían deseado.
Unas salas servían propiamente de iglesias, y á las demás solamente acudían los
fieles para venerar los restos de los mártires,
especialmente en sus aniversarios.
Las paredes y bóvedas de las galerías y
salas están revestidas de estuco y adornadas
con pinturas. La escasa luz de que se gozaba
en las catacumbas venía de claraboyas que
solían dar al campo, por las cuales, en circunstancias excepcionales, bajaban los cadáveres de los fieles. Por lo demás, había lámparas de bronce colgadas de las bóvedas, ó
colocadas delante de los cuerpos de algunos
mártires, ó bien eran de barro cocido, y estaban en los ángulos puestas en palomillas
ó en nidios, y eran alimentadas con aceite de
olivas.
E l bautismo se solía aplicar por inmersión,
sumergiendo á los catecúmenos en cisternas
ó baños construidos con este fin.
Empezáronse á abrir las catacumbas ya
en el primer siglo de la Iglesia, aun antes
de la muerte de San Pedro. No son, como
vulgarmente se cree, excavaciones hechas
por los paganos para sacar arena ó piedra, y
aprovechadas después por los cristianos; sino
galerías abiertas por los mismos fieles en
terrenos, ni tan ligeros que se desmoronasen las paredes, ni tan duros que costase
mucho trabajo la perforación. Los romanos,
por el contrario, buscaban los terrenos movedizos para sacar arena, ó los muy compactos, de donde arrancaban materiales para la
construcción, y dejaban los intermedios, que
para ninguno de ambos usos les servían.
Además, en los arenales y canteras de los
romanos jamás se bailan galerías rectas n i
paredes verticales; como que los trabajadores
trataban únicamente de sacar el mayor provecho que podían del trabajo, y para esto
seguían la mejor veta, donde con menos fatiga adelantasen más.
Por otra parte, estas galerías eran anchas,
para que trabajasen con más libertad y desahogo los obreros; los cementerios, por el
contrario, son tan estrechos, que, por término medio, no pasan de ochenta á ochenta y cinco centímetros de ancho, después de revestidos de ladrillo, y además, las calles son'
rectas y de paredes verticales. Sin embargo,
alguna que otra vez se aprovecharon los fieles de las excavaciones paganas, arreglándolas de modo que pudiesen servirles de enterramientos.
Los cementerios cristianos se diferencian
notablemente de los gentiles. Éstos solían
ser pequeños, con el fin de dar sepultura á
un solo individuo ó á una sola familia;
aquéllos eran generales, y daban indistintamente cabida á los cristianos que iban muriendo de muerte natural, ó martirizados por
los tiranos, de cualquiera clase y condición
que fuesen.
Los gentiles dejaban abiertos los nichos,
como que sus cementerios no servían para
los vivos, que no los frecuentaban, sino para
enterrar los muertos. Los nichos de los cristianos estaban bien cerrados, para evitar el
mal olor de los cuerpos, aunque muchas veces, además de tomar esta precaución, los
embalsamaban, y algunas, los cubrían con cal. Los cementerios construidos por los cristianos ocupan un espacio tal, que si se pusiesen las galerías una tras otra, formarían
una calle de ochocientos setenta y seis kilómetros ; obra que pidió cerca de cinco siglos
de trabajo para llevarla á cabo.
Durante los dos primeros siglos, como los
cementerios eran respetados, el trabajo se
hacía fácil, pudiendo los fieles entrar y salir
libremente y llevar la tierra removida á donde querían.
Á partir del tercer siglo aumentaban las
dificultades, por ser necesarias más precauciones, tanto para la salida y entrada de los
cristianos en las catacumbas, como para
deshacerse de la tierra sacada de las galerías.
Cuando de ningún otro modo podían
echarla fuera, y urgía la construcción de
nuevos nichos, ponían la tierra en galerías
llenas ya de sepulturas, y donde los que allí
reposaban no liaban sido muy notables por
su santidad, ó aunque lo fuesen, urgía dar cabida á los nuevos mártires ó fieles difuntos.
A cubrir todos los gastos de jornales, instrumentos y material de construcción acudían las familias nobles, que se desprendían gustosas de sus bienes en servicio de la Iglesia, y de sus hermanos en Jesucristo que
habían pasado á mejor vida.
Varias han sido las personas inteligentes
que se han dedicado á estudiar y describir
las catacumbas de Koma, aunque no todas
con el mismo acierto y felicidad.
E l primero de los contemporáneos que
salió de la rutina seguida por sus predecesores fue el P. José Marchi, jesuita del Colegio Romano, emprendiendo sus investigaciones con mejor plan, logrando, por consiguiente, obtener mejores resultados.
Pero la mayor gloria del célebre jesuíta
fue haber tenido por discípulo en sus investigaciones de Roma subterránea, y haberle
comunicado su espíritu emprendedor y su amor al arte cristiano al caballero J. B. De Rossi.
Juntamente con éste trabajó algo más
tarde su no menos inteligente y activo hermano D. Miguel De' Rossi.
Gratamente sorprendido Pío I X por los
felices descubrimientos que le comunicaban
los infatigables investigadores de las catacumbas, creó, en 1851, la Comisión de Arqueología Sagrada, dándole por Presidente
al Cardenal Vicario, y favoreciendo generosamente sus penosas y delicadas investigaciones.
E l 26 de abril de 1856 se celebró de
nuevo, después de tantos siglos, el santo
sacrificio de la Misa delante del nicho donde
habia estado por segunda vez el cuerpo de
Santa Cecilia. Seis años más tarde, el 22 de
noviembre, por orden de S. E. el Cardenal
Patrizzi, Vicario de Su Santidad y Presidente de la Comisión de Arqueología Sagrada, se abrió al culto la cripta de Santa Cecilia, á la que acudieron muchos fieles.
Merced á las curiosas y perseverantes in -
vestigaciones de los miembros de la Comisión, se va cada dia enriqueciendo con nuevos
datos la historia de la Iglesia, al propio
tiempo que se fomenta y se fortifica más la
piedad de los fieles.
ORACION A SANTA CECILIA, VIRGEN Y MARTIR
¡Oh Cecilia digna de toda alabanza! Supiste conservar tu cuerpo sin mancha, y librar tu corazón de todo amor sensual. Te presentaste á tu Criador como esposa inmaculada, cuya felicidad fue ennoblecida por el martirio. E l te admitió á los honores de esposa como á Virgen sin mancilla.
¡Oh Virgen sagrada! El Señor, en los consejos de su sabiduría, quiso coronar tu frente de perfumadas y suaves rosas. Tú fuiste el lazo de unión de los dos hermanos, para reunirlos en una misma felicidad, y tu oración los ayudó. Ellos, abandonando el culto impuro del error, se mostraron dignos de recibir la misericordia de aquel que nació de la Virgen, y quiso esparcirse entre nosotros como divino perfume.
Despreciaste las riquezas de la tierra, deseando ardientemente poseer el tesoro del cielo; desdeñando los amores de acá abajo, escogiste tu asiento entre los coros de las Vírgenes, y tu sabiduría te condujo al celestial Esposo. ¡Oh honra de los atletas de Cristo! Combatiste con valor, y rechazaste por tu varonil denuedo las asaltos del perverso enemigo.
¡Oh gloriosa Cecilia, augusta mártir! Tú eres templo castísimo de Cristo, morada clestial, casa purísima. Dígnate infundir el esplendor de tu intercesión sobre nosotros, que celebramos tus alabanzas.
Enamorada de la hermosura de Jesucristo, fortificada con su amor, suspirando por sus delicias, pareciste muerta al mundo y á cuato en el mundo hay, y fuiste hallada digna de la eterna vida.
¡Oh mártir digna de toda recompensa! El amor inmaterial te hizo desdeñar el amor de los sentidos. Tus palabras vivificantes y llenas de sabiduría determinaron a tu esposo a quedar virgen contigo: ahora te ves asociada con él, al coro de los Angeles. Un Ángel refulgente, encargado de guardarte, te asistía de continuo, rodeándote de
divino resplandor; su brazo alejaba al enemigo que te quería hacer daño; te conservó casta y pura, siempre agradable á Cristo por la fe y por la gracia.
¡Oh Cecilia! El deseo de poseer a Dios, el amor que nace de lo más íntimo del alma, el ardor divino, te inflamaron haciendo de ti un Ángel en cuerpo humano. ¡Oh Cecilia llena de Dios! Eres fuente sellada, jardín cerrado, hermosura reservada, esposa gloriosa, que brilla bajo la diadema; paraíso florido y divino del Rey de los ejércitos. (Estrofas de las MENEAS, o propio de los Santos, de la Iglesia de Constantinopla.)
Tomado de:
Vida de Santa Cecilia. Virgen y Mártir
por el P. Cecilio Gómez Rodeles, de la Compañía de Jesús
Madrid.
José del Ojo y Gómez, editor.
Leganitos, 18, 2o.
1882