Articlulos por "El santo del dia"

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Edición: Eugenio Amézquita Velasco

Catalina de Alejandría fue una mártir cristiana del siglo IV. Su fiesta se celebra el 25 de noviembre. Su culto tuvo difusión por toda Europa a partir del siglo VI, con énfasis entre los siglos X y XII. Está incluida en el grupo de los santos auxiliadores y es invocada contra la muerte súbita.

Las noticias sobre la vida de Catalina de Alejandría las proporciona documentación muy tardía.​ El documento más antiguo es la Passio, redactada inicialmente en griego entre los siglos VI y VIII, muy conocida a partir del siglo IX a través de la versión latina. Existen además otros textos hagiográficos, entre los que se destaca la Conversio, quizá influida por la mística femenina benedictina. El contenido del conjunto de textos se sintetiza a continuación.

Catalina nació hacia el 290 en el seno de una familia noble de Alejandría, en Egipto. Dotada de una gran inteligencia, destacó muy pronto por sus extensos estudios, que la situaron al mismo nivel de los grandes poetas y filósofos de la época. Una noche se le apareció Cristo y decidió, en ese momento, consagrarle su vida, considerándose, desde entonces, su prometida. El tema del matrimonio místico es común en el este del Mediterráneo y en la espiritualidad católica.

El emperador Majencio (306-312), o más probablemente Maximino (308-313, quien era Augusto de Oriente, al contrario que Majencio) acudió a Alejandría para presidir una fiesta pagana, y ordenó que todos los súbditos hicieran sacrificios a los dioses. 

Catalina entró en el templo, pero, en lugar de sacrificar, hizo la señal de la cruz. Dirigiéndose al emperador lo reprendió exhortándolo a conocer al verdadero Dios. Conducida a palacio, ella reiteró su negativa a hacer sacrificios pero invitó al emperador a un debate. 

El emperador perdió el debate, por lo que mantuvo presa a Catalina en su palacio. Ordenó entonces llamar a los grandes sabios del imperio para que debatiesen con ella y la refutaran. A lo largo de la prueba, los sabios se convirtieron al cristianismo, lo que provocó la ira del emperador, quien los condenó a todos a ser ejecutados en la hoguera. 

Estos sabios, dado que acababan de convertirse al cristianismo, tuvieron miedo de morir sin ser bautizados, por lo que Catalina les bautizó antes de su ejecución. Después Majencio volvió a tratar de convencer a Catalina, con promesas, para que abandonase su fe; pero, al no lograrlo, mandó azotarla y después encerrarla en prisión. 

Allí fue visitada por la propia emperatriz y por un oficial, Porfirio, quien también terminó por convertirse junto con otros doscientos soldados, según señala la Passio.

El emperador ordenó entonces que torturaran a Catalina utilizando para ello una máquina formada por unas ruedas provistas de unas cuchillas afiladas. Según la Passio, las ruedas se rompieron al tocar el cuerpo de Catalina, quien salió ilesa, mientras que las piezas sueltas por la máquina reventada mataron a algunos de los que estaban presentes en la ejecución. 

La emperatriz nuevamente trató de interceder a favor de Catalina, pero esto enfadó al emperador, quien castigó a la emperatriz. Además mandó decapitar a Catalina, pero de la herida no salió sangre sino leche. Acto seguido, unos ángeles trasladaron su cuerpo al monte Sinaí.

En este lugar, en el siglo VI, el emperador Justiniano fundó un monasterio que, originariamente, se llamó "monasterio de la Transfiguración", pero que posteriormente fue dedicado a la memoria de esta santa mártir: el célebre Monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí. 

Los monjes de este monasterio encontraron sus restos hacia el año 800 en una gruta de la montaña, momento a partir del cual el monasterio custodió sus reliquias y se convirtió en un importante centro de peregrinación.

Devoción

El primer vestigio de su devoción se encuentra en una pintura del siglo VIII hallada en Roma. Su veneración se expandió desde la segunda mitad del siglo X, y fue una de las más difundidas por toda Europa, particularmente en Francia, en el siglo XII, de la mano de los cruzados. 

La Iglesia ortodoxa la celebró. Santa Catalina y Santa Dorotea fueron representadas con gran frecuencia en altares medievales húngaros a lo largo de los siglos XIV y XVI, convirtiéndose en figuras muy populares junto a Santa Isabel de Hungría y Santa Margarita de Hungría. En toda Europa se extendió la veneración a Santa Catalina: muchas iglesias tienen imágenes o cuadros de la Santa.

La difusión de la devoción inspiró a los artistas, quienes representan a la santa con una aureola tricolor: blanca, simbolizando su virginidad; verde por su sabiduría y roja por su martirio. La rueda que se utilizó para su suplicio está, casi siempre, representada detrás de ella.

Catalina de Alejandría es la patrona de los escolares y estudiantes, filósofos, prisioneros (junto con Leonardo de Noblat, Fernando III de Castilla y José Cafasso), jóvenes casaderas, barberos (junto con Cosme y Damián y Martín de Porres), y de cuantos se relacionan por su oficio con las ruedas: carreteros, molineros, traperos, hilanderas, ciclistas, etc.

​También del día de las Catalinadas. La Universidad de París, la Universidad de Oviedo y la de Padua eligieron a Catalina como patrona. También la antigua Real Universidad de Toledo, surgida a partir del Colegio de Santa Catalina.

Así, también es considerada patrona de apologistas; artesanos que usan ruedas en su trabajo (alfareros, hilanderos, molineros, etc.); archivistas; abogados; juristas; bibliotecarios; personas en trance de muerte; educadores; jovencitas; solteras; estudiantes; maestros; afiladores de cuchillos; mecánicos; torneros; enfermeros; filósofos; predicadores; teólogos; secretarias; taquígrafos.

En México se le venera en los siguientes lugares:

-Pueblo de Jucutacato, Municipio de Uruapan Michoacán.
-Pueblo de Santa Catarina de Los Reyes Puebla, Municipio de Esperanza.
-Pueblo de Santa Catarina Tabernillas, Municipio de Almoloya de Juárez, Estado de México.
-Municipio de Santa Catarina, Nuevo León, a 9 km al poniente de Monterrey
-Municipio Axtla de Terrazas, estado de San Luis Potosí.
-Pueblo Santa Catarina Yecahuízotl, Ciudad de México, alcaldía Tláhuac.
-Ríoverde (Estado de San Luis Potosí).
-Municipio de Santa Catarina (Guanajuato), estado de Guanajuato.
-Municipio de Pantelhó (Región de los Altos), estado de Chiapas.
-Municipio de Lerma, Estado de México
-Diversos Municipios de Oaxaca tales como Municipio de Santa Catarina Lachatao,Santa Catarina -Ixtepeji Santa Catarina Juquila, Santa Catarina Mechoacán, etc.
-Pueblo de Santa Catarina del Monte, Estado de México
-Pueblo de Santa Catarina, Municipio de Acolman, Estado de México.
-Pueblo de Catmis, Municipio de Tzucacab, Estado de Yucatán
-Municipio de Lolotla, Hidalgo.
-Municipio de Cuapiaxtla de Madero, Puebla
-Municipio de Santa Catarina de Tepehuanes, Durango, México
-Santa Catarina Municipio de Sombrerete, Estado de Zacatecas
-Barrio de La Lagunilla en la Ciudad de México. /DATOS: Wikipedia /FOTOS: Parroquia de Santa Catarina, Guanajuato - Diócesis de Querétaro


Edición: Eugenio Amézquita Velasco

Al finalizar el siglo XIX, la República mexicana experimentaba un período de paz y progreso comparable solamente al de algunos años de la época colonial. El general Porfirio Díaz gobernaba el país con mano dura bajo el lema de «Poca política y mucha administración», y aspiraba a realizar el proyecto político liberal, pero despojándolo de sus aspectos anticlericales y demagógicos, entre los que él incluía los derechos políticos de los ciudadanos. 

En su óptica, la política era un asunto de su exclusiva competencia; al resto de los mexicanos solo les correspondía acatar sus órdenes y trabajar bajo su protección. Para un país que desde el momento de su independencia se  vio envuelto en permanente lucha de facciones, guerras civiles e intervenciones extranjeras, la dictadura del general Díaz fue, sin embargo, una remanso de paz, en el que la sociedad, a cambio de sus derechos políticos, experimentó un notable crecimiento económico. 

Sin embargo, al estar presidido todo este afán de progreso por una ideología liberal, se iba agudizando una grave injusticia social y un proceso de concentración de la riqueza en pocas manos, que habría de estallar posteriormente con una violencia incontenible, acabando con todas las instituciones de la dictadura. 

De la bonanza de aquellos días participaba en forma notable la minería. Inversiones extranjeras y nacionales habían vuelto a poner en funcionamiento la industria que fuera pilar fundamental de la economía en el período colonial, y varias ciudades de provincia conocieron un nuevo auge. Una de ellas fue la ciudad de Zacatecas, con sus ricas minas de plata que tanta prosperidad habían dado a la Nueva España.
 
Vecino a Zacatecas se encontraba el pequeño pueblo de Guadalupe, que recibió su nombre del convento Franciscano fundado allí en 1707 por el llamado apóstol de México y Guatemala, Fray Margil de Jesús, y desde donde se emprendieron las misiones para evangelizar la zona nororiental del país. 

Los guadalupenses mostraban orgullosos las innumerables obras del convento y los tesoros artísticos que ligaban al pequeño pueblo con la gran familia de la Cristiandad. Destacaba entre ellos la capilla de la Purísima o de Nápoles, suntuosamente decorada en oro y que conservaba una imagen de la Santísima Virgen donada por la princesa de Nápoles, Isabel de Farnesio. 

Tenían también allí recuerdos del paso de la impiedad y de la guerra, como aquella imagen da la Santa Faz convertida en tablero de ajedrez por las tropas norteamericanas durante la invasión de 1847. Se trataba, pues, de un pequeño pueblo, pero con una conciencia viva de su ser cristiano y de los auténticos valores de la Patria. 

Fue a este lugar a donde llegó a establecerse el matrimonio formado por don Miguel Pro y doña Josefa Juárez, ya que la profesión de éste era la de Ingeniero de Minas y aceptó un trabajo como administrador en una de las empresas mineras de la zona.

Primeros años y vida familiar 

En este sitio, un 13 de enero de 1891 nadó su tercer hijo, y primero de los varones. El mismo mes fue bautizado con los nombres de Miguel, Agustín, José, Raimundo. Este niño sería elegido por Dios para convertirse en mártir de la fe y en el primero de ser reconocido oficialmente como tal por la Iglesia en la 
época independiente de México. 

Desde temprana edad, manifestó Miguel ser una persona llena de vitalidad, inquieto, alegre y con un gran sentido del humor. Su vida en este período está salpicada de anécdotas de bromas familiares junto a un gran sentido de la obediencia y del respeto a sus padres. 

La familia Pro vivía una profunda piedad cristiana sin gazmoñerías y orientada a la caridad con el prójimo. Doña Josefa auxiliaba constantemente a los menesterosos, a los mineros enfermos y a los muchos pobres del lugar. En una época en la que las instituciones de «»seguridad social» eran completamente desconocidas, solo la caridad cristiana podía aliviar los sufrimientos del prójimo; así, este mujer, madre de once hijos, sabría encontrar el tiempo necesario para fundar un hospital en el que atendía a los enfermos y en el que sus hijos aprenderían junto a ella el servicio al prójimo. Además del consuelo a muchas personas, su ejemplo daría a la Iglesia dos hijos mártires —uno de ellos sacerdote y santo— y dos hijas religiosas. 

Hacia 1898 la familia se trasladó a otro pueblo minero: Concepción del Oro dentro del mismo estado de Zacatecas. Aquí continuó Miguel sus estudios conviviendo de cerca con los trabajadores de las minas, palpando las lacerantes injusticias y encendiéndose en su alma el deseo de ayudarles.
 
Enviado a estudiar a la ciudad de México en 1901, se manifiestan por primara vez sus problemas de salud, y debe regresar a reunirse con su familia. Se intenta nuevamente enviarle a otra escuela en Saltillo, en donde pasa una temporada corta, pues el ambiente liberal de la institución a la que fue enviado no satisface a sus padres, por lo que continuará su preparación con maestros particulares hasta la edad de 15 años en que entra a trabajar con su padre, en la Agencia Minera de la Secretaría de Fomento en Concepción del Oro. 

Pronto se mostrará como empleado eficiente y capaz. Su buen humor y dotes para el canto le convierten en un personaje estimado y buscado en la sociedad, pero vive sin definir su rumbo claramente hasta que entre los 16 y 17 años asiste a una misión popular de los padres de la Compañía de Jesús y, tras unos ejercicios espirituales, siente la primera llamada a la santidad en la vida religiosa.

Con ocasión de una visita al anciano confesor de su madre, muerto en olor de Santidad en Guadalupe, comenta a sus hermanos: «de esa clase de santos quiero ser yo, un santo que come, que duerme y que hace travesuras y muchos milagros». 

Por esos mismos días, los conflictos sociales reprimidos por la dictadura empiezan a aflorar con violencia en el país. En Concepción del Oro los mineros se rebelan y cercan las oficinas en las que don Miguel Pro, su hijo y otros empleados están a punto de ser linchados. Tras un nuevo fraude electoral, un grupo de ciudadanos descontentos se sublevan contra el régimen, siendo secundado su movimiento en todo el país. La revolución 
mexicana se ha iniciado; el país se llena de agitación y temor, y el régimen del general Díaz y el orden social por él creados se desmoronan.

Formación religiosa 

En el mes de agosto de 1911, el mismo año en el que el general Díaz se exilia a Francia, Miguel Agustín Pro, a sus 20 años de edad, ingresa como novicio de la Compañía de Jesús en el seminario de El Llano, cerca de la ciudad de Zamora. 

Durante sus años de novicio, Miguel guardó plena fidelidad a la Regla y a las Constituciones de la Compañía (3), su carácter sincero y abierto para con sus compañeros y superiores lo acompañó siempre, por lo que fue estimado por casi todos, aunque no dejaron de existir personas 'solemnes* a los que molestaba tanta alegría. De él escribe uno de sus superiores: «en este novicio pronto se descubren dos Pro; el bromista que alegraba los recreos, y el hombre de vida interior profunda. Durante los ejercicios anuales, el cómico y locuaz se volvía un cartujo; pasaba en la capilla tal vez más tiempo que ninguno y era escrupulosamente cumplido en todos sus actos de piedad». La caridad fue siempre su mejor virtud, y su amor al prójimo lo mostraba en cuanta ocasión había. 

Hacia 1914 la revolución azotaba con furia al país; las facciones que se disputaban el poder luchaban sin tregua. El movimiento constitucionalista formado por liberales radicales y anticlericales, así como por elementos anarquistas y socialistas, bajaba del norte del país hada el centro, saqueando y profanando los templos y los conventos que encontraban a su paso. El seminario de El Llano fue abandonado ante el peligro inminente, 
y los novicios fueron enviados a la ciudad de Guadalajara. 

En esa ciudad, Miguel se encontró con su madre, que tenía que hacer labores manuales para poder mantener a sus hijos, pues en la marea revolucionaria, la familia Pro había perdido todos sus bienes y don Miguel Pro, el padre, había tenido que huir y esconderse para salvar la vida. Aun en medio de estas dificultades, doña Josefa no consintió que su hijo abandonara los estudios sacerdotales y le animó a continuarlos. 

A las pocas semanas de estar escondidos en Guadalajara, llegó a los seminaristas la orden de trasladarse al seminario de los jesuitas en Los Gatos, en California, Estados Unidos, a donde disfrazados y tras mil peripecias llegaron en octubre de 1914. Desde allí, en junio de 1915, Miguel y otros seminaristas fueron enviados a seguir sus estudios en la Casa de Formación de la Compañía en Granada, España. Él hermano Pro dice a sus compañeros: «ya que no podemos volver a la patria, ningún otro lugar nos conviene mejor que la hermosa Granada de España», y allí permaneció Miguel durante cinco años, estudiando dos curso de Retórica y tres de Filosofía. 

En estos años hubo de empeñarse y realizar un gran esfuerzo para terminar sus estudios de Filosofía que se le dificultaban bastante, pero su empeño y dedicación le dieron finalmente el fruto apetecido.De esos años se recuerda también su disposición para ayudar en todas las tareas de la casa y el huerto, para acudir al 
auxilio de los enfermos, especialmente durante la epidemia de gripe española que afligió a Granada durante 1917 y 1918. 

Fue escogido por sus superiores para realizar una obra catequética entre los gitanos que habitaban los alredefores de la ciudad, consiguiendo grandes frutos gracias a su paciencia, su caridad y a su carácter jovial y comunicativo. «No cabe duda  —decía-— que estas tierras dichosas tienen la bendición de Dios y de 'la Virgen. Ha sido para nosotros una gracia venir a conocer estas tierras de donde nos llegaron todas las cosas buenas que tenemos». Le encantaba el carácter y trato de la gente andaluza. Le parecía encontrar mucho del carácter mexicano en aquella raza sencilla, bromista, exagerada en sus expresiones, llenas de colorido. 

Mientras tanto en México el proceso revolucionario se consolida. Se promulga una nueva Constitución el 5 de febrero de 1917, en la que se consagra como principio legal la sujeción de la Iglesia por el poder público. Inspirada y redactada por los grupos más anticatólicos, la nueva Ley le niega toda personalidad jurídica a la Iglesia, hace de sus bienes presentes y futuros propiedad del Estado, la expulsa del terreno educativo, niega 
los derechos civiles y políticos a los sacerdotes, regula el culto y somete al control del Estado todos los actos de la Iglesia, prohibe los conventos y los votos religiosos y niega a la Iglesia cualquier recurso legal para defenderse. 

El episcopado mexicano publica una valiente y enérgica condena a los principios antirreligiosos de la nueva Ley en una carta Pastoral publicada el día 24 de febrero del mismo año. El Papa Benedicto XV condena la Ley inicua; pero a pesar de las protestas del episcopado y del pueblo católico, la facción jacobina en el poder mantiene la Ley sin cambios, aunque de momento no se hará efectiva, pues tienen otras prioridades para consolidarse en el poder. 

En 1920 el ya filósofo Miguel es enviado de España al «Colegio Centroamericano del Sagrado Corazón» en Granada, Nicaragua, en el que permanece hasta junio de 1922 cumpliendo un período de prácticas magisteriales. En este lugar contrae el paludismo y se agravan sus padecimientos gástricos hasta dejarlo postrado, pero continúa fiel a su deber hasta el heroísmo. Es entonces cuando sus superiores conciben el proyecto de destinarlo al apostolado social entre los obreros y los pobres. 

Para completar sus estudios de Teología emprende viaje nuevamente a España. Esta vez al colegio de San Ignacio en Sarriá, Barcelona, en donde realiza dos cursos. De allí es enviado al Teologado de Enghien en Bélgica para profundizar sus estudios de Sociología y tener una mejor preparación teórica y práctica para su futuro apostolado entre los obreros. 

Son numerosos los testimonios de su apostolado entre los obreros en esa época. Su capacidad de diálogo, su mente ágil y despierta para refutar los errores de los obreros envenenados por la prédica socialista, y sobre todo el magnetismo de su caridad vivida con autenticidad, atraen a muchos nuevamente a la fe. En contacto con la J. O. C. del entonces canónigo Cardin y él trabajo social de la Asociación Católica de la Juventud Belga, concibe grandes proyectos para México; lee, estudia, se entusiasma por realizar su misión y sigue con interés las obras similares que empiezan a florecer en su patria. El hermano Miguel es un apóstol de su tiempo; interesado vivamente en la Doctrina Social de la Iglesia, así escribe a uno de sus amigos: «debemos hablar y gritar contra las injusticias,, tener confianza, pero no tener miedo. Proclamemos los principios de la Iglesia, 
el reinado de la caridad, sin olvidar, como algunas veces sucede, el de la justicia»

Finalmente es ordenado sacerdote el 30 de agosto de 1925 por monseñor Carlos Alberto Leconte, obispo de Amiens. Sus cartas de esas fechas revelan su enorme emoción, su profunda oración y vida espiritual y su firme decisión de entregarse por completo al servicio de las almas, especialmente de los obreros.
 
Pero los planes de Dios eran diferentes. En el mes de octubre, su siempre precaria salud se derrumba. Debe ser internado de urgencia en una clínica en Bruselas en la que sufre tres operaciones en cuatro meses; él mismo lo explica: «todo el estómago es una gran úlcera de sangre». A pesar de los dolores no pierde su jovialidad y buen humor del que han dejado testimonio quienes lo atendieron. En estos días recibe también la noticia de 
la muerte de su madre, que acepta con cristiana resignación. 

En marzo de 1926 puede abandonar por fin la clínica y va a pasar un período de convalecencia con sacerdotes enfermos en Hyéres, cerca de Marsella. Aquí ayudaba a otros y celebraba la Santa Misa, con una piedad y devoción que las religiosas que lo asistían calificaron como «no común». Ya desde entonces el padre Pro deseaba el martirio. Esta idea de dar su vida por las almas y por la salvación de México le asalta desde hace mucho tiempo. En Hyéres suplica a las religiosas que le obtengan de Dios esta gracia suprema. 

En México, el huracán revolucionario continúa devorando a quienes lo desencadenaron. Ahora detenta el poder el grupo de militares que asesinaron al Presidente Venustiano Carranza; en diciembre de 1924 asume la presidencia de la República el general Plutarco Elías Calles. 

El general Calles, sin que se conozca con precisión el lugar de su nacimiento, fue hijo natural de un emigrante de origen semita o sefardí y de una mexicana. Masón exaltado, antiguo maestro rural con fama de ladrón y alcohólico, expulsado del magisterio, fue después propietario de una taberna y de molinos y ayudado por sus familiares obtiene algunos puestos públicos en los que se le vuelve a acusar de falta de honestidad. 

Calles era un hombre ambicioso y autoritario, sin moral ni escrúpulo alguno, una personalidad con enormes complejos y resentimientos sociales, y, sobre todo, patológicamente anticatólico. Es de la clase de hombres que en el caos revolucionario encontrará el caldo de cultivo favorable para alcanzar posiciones que en situaciones normales no podría haber logrado. 

La suerte le hace sumarse a los que serán más tarde los vencedores en la lucha por el poder, y súbitamente se le encontrará con el grado de general y gobernador del Estado de Sonora. Aliado a las facciones más exaltadas de los revolucionarios, y protegido por el hombre fuerte del país, general Álvaro Obregón, llega, impuesto por él, a la Presidencia de la República; y ambos deciden imprimir mayor velocidad al proyecto revolucionario para producir un nuevo «orden social» en el país. Orden proletario y socializante en el que la Iglesia no tiene cabida. En 1925 inician su plan para destruir a la Iglesia en México; para esto Calles hace reglamentar en octubre de 1925 los artículos anticatólicos de la Constitución. Por órdenes del Presidente, los diversos Estados de la República proceden a establecer sus respectivas leyes reglamentarias de cultos y a penalizar las violaciones; compitiendo entre sí en radicalismo para agradar a su 'Jefe máximo', como llamaban al presidente Calles. 

Se reglamentan así las condiciones para ejercer la «profesión» de sacerdote, se fija el número de los autorizados por cada Estado de la Federación, se abre un registro oficial para ellos, se les exige que sean mexicanos por nacimiento, en otros casos, que sean mayores de 40 anos, casados y de «buenas costumbres». La Secretaría de Educación Pública aprueba un reglamento en base al cual se procede a cerrar las escudas católicas por pretendidas violaciones a la Ley. Pretextando violaciones a las leyes de cultos durante el primer congreso eucarístico en la ciudad de México, y de declaraciones del arzobispo de México, se expulsa del país al delegado apostólico por participar en la bendición del monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete, y a más de 200 sacerdotes y monjas; sucediéndose las confiscaciones de templos y edificios eclesiásticos. 

Un grupo de obreros, apoyados por el presidente, toma un templo en la ciudad de México y apoya el establecimiento de una Iglesia cismática, la llamada ortodoxa mexicana, «nacionalista y que no obedece a ningún jefe extranjero» y les entrega el inmueble. Los fieles rechazan la burda maniobra y se repudia 
unánimemente a los cismáticos. 

El 2 de febrero de 1926, Pío XI dirige al episcopado mexicano la carta Paternae Sanae que sobre la inicua condición de la Iglesia en México, condenando las leyes persecutorias. 

Una pastoral colectiva del episcopado mexicano de 21 de abril hace una detallada exposición de la situación legal de la Iglesia en México. Dos millones de firmas piden la abrogación de las leyes ante el Congreso, pero éste ni siquiera las somete a consideración. 

El episcopado, tras consultar con Roma, constata que en esas condiciones era imposible la vida de la Iglesia, por lo que anuncia la suspensión del culto público en todo el país el 31 de julio de 1926, hasta que se modifiquen las leyes injustas. 

En Enghein los superiores del padre Miguel Pro, por consejo de los médicos deciden enviarlo nuevamente a su país para lograr una mejor recuperación a pesar de que aún le faltaba un curso de Teología. Como último punto de su estancia en Europa, el padre Pro peregrina al santuario de Lourdes, donde celebra la Santa Misa en la gruta y permanece en profunda oración durante todo el tiempo que su itinerario lo permitió. Escribe: «lo 
que aquí se siente no es para escribir. No puedo decir lo que sintió mi pobre alma. Dije Misa, hice una hora de meditación delante de mi madrecita, recé el rosario... ahora sí puedo ya decir lo de Simeón Nunc dimittis... porque para mí ir a Lourdes era encontrar a mi Madre del cielo, hablarte, pedirle y la encontré y le hablé y le pedí».

De allí sale reconfortado y con plena convicción de haber recuperado sus fuerzas para poder desplegar su actividad ministerial al llegar a su patria. Como se verá más adelante, parece indudable que la Santísima Virgen le concedió la salud para su prodigiosa actividad sacerdotal. El 20 de junio se embarcó en Saint Nazaire rumbo a México, a donde llegó por el puerto de Veracruz el día 7 de julio de 1926. 

El 8 de julio se encuentra ya en la ciudad de México para encontrarse con su destino, a tan solo 13 días de la entrada en vigor de la ley persecutoria y de la suspensión del culto público.
 
El ministerio. 

El entrar en vigor las leyes persecutorias, el 10 de agosto de 1926, se inició la dispersión del clero. Muchos sacerdotes salieron del país; otros permanecieron ocultos en ciudades donde la persecución no eran tan fuerte; otros permanecieron con sus feligreses acompañándolos en su suerte, sirviéndoles como capellanes castrenses; unos cuantos tomaron las armas. 

La mayor parte de los obispos fueron expulsados del país, otros, en la clandestinidad, se esforzaron heroicamente por atender a las necesidades espirituales de su grey. 

Al terminar la persecución en 1929, más de un centenar de sacerdotes habría sido victimado, y también millares de fieles. Muchos de ellos pasarán seguramente a engrosar el martirologio oficial de la Iglesia, y de quienes el padre Miguel Pro sería la primicia. 

Desatada la persecución, la respuesta de los fieles fue diversa. Un grupo se enroló en la «Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa» fundada en 1925 por un grupo de seglares para defender sus derechos por diferentes medios. Fue dirigida por destacados intelectuales y profesionales católicos, dándose su 
acción preponderantemente en las ciudades. 

En otras zonas del país, el pueblo católico tomó las armas para defender sus derechos; fue la «cristiada», sin lugar a dudas, la página más gloriosa del catolicismo en el continente, y el testimonio más contundente de la catolicidad de los pueblos hispanoamericanos después de su independencia de España.
Los superiores del padre Pro le autorizaron a permanecer en la ciudad de México, viviendo en casa de su familia que se había trasladado a la capital. Utilizando diversas identidades y disfraces, inició su labor apostólica en una ciudad en la que la policía buscaba sin descanso la ocasión para detener «fanáticos». 
El hecho de ser prácticamente desconocido para la policía le dio por algunos meses cierta libertad de movimientos. Se le encargó la asistencia de las religiosas del Buen Pastor —dispersas y escondidas en casas particulares—, y de los niños que recogían. También se le encargó la asistencia a la residencia de 
sacerdotes del templo de la «Sagrada Familia», en la que se atendía también a seglares. 

Desde los primeros días de la persecución, el padre Miguel desplegó una sorprendente actividad, inexplicable para un hombre convaleciente y con la pésima salud que tenía. Cerrado el culto público, la atención privada a los fieles exigía esfuerzos sobrehumanos a los pocos sacerdotes que permanecían en sus puestos. Lo« bautizos, comuniones, extremaunciones y aun matrimonios, eran solicitados continuamente y debían ser impartidos en medio de estrictas medidas de seguridad; siempre con el temor de alguna delación o aparición súbita de la policía. 

Al conocerse el celo apostólico del padre Pro entre los católicos, recibió invitaciones para sumarse a los grupos levantados en armas, pero él siempre las rechazó; tanto porque existían órdenes precisas y claras del provincial como por su conciencia, por su carácter y misión sacerdotal. 

Mantuvo siempre su actividad en el campo apostólico sin inmiscuirse en asuntos políticos. Nunca se le escucharon injurias ni ataques a los gobernantes, buscando por la vía sobrenatural la conversión de los perseguidores. 

«Desear el martirio era en él como una obsesión. Con frecuencia le oí pedir oraciones para obtener esta gracia» refiere un testigo en su proceso de canonización. Cuando caen los primeros mártires de Cristo Rey, escribe a un amigo: «la terrible prueba que pasamos, no solo hace crecer el número de resueltos católicos, sino que nos ha dado ya mártires, pues no de otra manera se ve a los veinte jóvenes valientes de la asociación católica de la juventud mexicana que fueron asesinados vilmente y muchos otros cuyos nombres ignoramos porque la prensa está amordazada... de todos lados se reciben noticias de atropellos y represalias; las víctimas son muchas; los mártires aumentan cada día... ¡Oh, si me tocara la lotería!» —refiriéndose a su 
martirio—. 

Con la autorización de sus superiores, el padre Miguel Agustín fue nombrado jefe de conferenciantes de la «Liga» en la ciudad de México, coordinando a un grupo de unos ciento cincuenta propagandistas, con quienes cumplía sus funciones de enseñanza y difusión en estas circunstancias. 

Preocupado por llevar la Sagrada Eucaristía al mayor número posible de personas, organizó las llamadas «Estaciones Eucarísticas» que consistían en visitar casas seleccionadas para distribuir la comunión a los fieles, repartiendo de trescientas a cuatrocientas comuniones diarias, que llegaban a mil quinientas los primeros viernes. Instituyó también confesionarios ambulantes, y disfrazado ya de mecánico, ya de limpiabotas, confesaba a numerosos fieles en la vía pública ante los ojos de la policía. Su audacia y celo apostólico le llevaban a hacer incursiones en las cárceles y oficinas públicas para confortar a los presos y a los empleados públicos, tareas de las que siempre salió con bien. 

El 25 de mayo de 1927 escribía: «tan palpablemente veo la ayuda de Dios, que casi temo que no me maten en estas andanzas, lo cual sería para mí un fracaso, que tanto suspiro por ir al cielo a echar unos arpegios con guitarra con el ángel de mi guarda».

Además de todos estos afanes, continuó con sus estudios del cuarto curso de Teología, presentando satisfactoriamente su examen final en julio de 1927. La cerrazón del gobierno, su encono y odio contra la fe se 
manifestaba con nitidez. Durante 1927 cincuenta y cinco sacerdotes fueron asesinados, numerosísimos templos saqueados y convertidos en establos, las imágenes sacras profanadas, la eucaristía ultrajada y el ejército lanzado a la aniquilación de los combatientes católicos. La literatura anticristiana era copiosa, con una 
virulencia como no se vería basta la guerra de España. Nuevamente Pío XI se había dirigido a todo el mundo cristiano en la encíclica Iniquis afflictisque sobre las terribles condiciones de los, católicos en México. Numerosos episcopados del mundo publicaron documentos dando a conocer la situación; entre ellos 
los de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, España, Uruguay y Venezuela. También de los Estados Unidos, Alemania, Francia, Hungría, Yugoslavia y muchos más. Pero no obstante la censura moral del mundo civilizado, la persecución no menguó. 

Los hermanos de Miguel eran militantes destacados de la «Liga». Humberto era jefe regional de propaganda para la ciudad de México, en la que colaboraba con entusiasmo; al igual que su hermano Roberto que era responsable de uno de los sectores de la ciudad. Pronto, sus actividades hicieron que la policía ordenara su captura, y buscándoles a ellos, el padre Miguel fue detenido casualmente el 4 de diciembre de 1926.

Conducido a la policía no fue descubierta su identidad sacerdotal y fue puesto en libertad bajo fianza, aunque desde ese momento la policía ya no le perdió de vista. Al enterarse el padre Miguel, con su habitual gracia escribía: «Les he ofrecido a los santos más tristes del cielo bailarles un jarabe tapatío si la orden de 
aprehensión que hay en mi contra se llega a cumplir». 

El inminente peligro que tras estos sucesos corría, hizo que se le ordenara esconderse y cesar toda actividad durante febrero y marzo de 1927, orden que acató por su. obediencia heroica, aunque sus deseos eran muy distintos. 

En estos meses de retiro su piedad iba en constante aumento. Hay testimonios de religiosos y seglares de la unción con la que celebraba el Santo Sacrificio de la Misa; dice un fiel que: «al celebrar la Santa Misa su transformación era entonces radical, se olvidaba de su carácter jovial. No se veía sino al ministro de Jesucristo mismo. Me decía a mí misma: así han de orar los santos». 

Convencido, al igual que otros mártires, del enorme valor propiciatorio de la sangre ofrecida a Dios, «con frecuencia expresaba sus deseos de martirio; se consideraba indigno de tal gracia y nos suplicaba que se la alcanzáramos de Dios... nadie deseaba el martirio tanto como él, pero nadie tampoco le aventajaba en 
desear permanecer en la lucha hasta la hora señalada por Dios». 

Al retornar a sus trabajos apostólicos en abril de 1927, el padre Pro se entregó a dar ejercicios espirituales, sobre todo a los obreros y jóvenes, a dar catecismo y auxilio a los enfermos. Para que se cumpliera en él la máxima evangélica de obtener el ciento por uno en esta vida, el padre Pro se había ido haciendo cargo, poco a poco, de familias desamparadas en esa difícil circunstancia en la que tantas personas eran detenidas o 
tenían que huir de sus hogares. Para ese año tenía bajo su responsabilidad el sustento de más de 100 familias, para las que tampoco dejó de realizarse el milagro de la multiplicación de los panes. 

Un 21 de septiembre, al disponerse a iniciar la Santa Misa para unas religiosas en el pueblo de Tlalpan, les rogó que pidieran a Dios se dignara aceptarlo como víctima par la salvación de la patria. Después de la Misa dijo a una religiosa: «tal vez sea una simple imaginación, pero me parece que Nuestro Señor ha aceptado plenamente mi ofrecimiento». Con esta revelación privada, su celo apostólico alcanzó su clímax. Pero guardaba en lo profundo de su corazón estos hondos sentimientos sin revelarlos sino a sus directores espirituales y superiores. 

Rumbo al martirio 
 
Tras intensos debates, la liga nacional defensora de la libertad religiosa había decidido crear un comité especial o de guerra para apoyar la resistencia armada. Aunque no todos los obispos simpatizaron con la decisión, muchos la aceptaron. Así empezaba la liga a tratar de enlazar con otros grupos católicos que se encontraban luchando, y a tratar de coordinar esfuerzos para una victoria más rápida, pues la lucha se prolongaba con el 
apoyo ostensible al régimen de Calles por parte del gobierno norteamericano. 

Por esas fechas el expresidente —general Álvaro Obregón—, verdadero poder tras Calles, decidió reelegirse como presidente de la República aunque la Constitución lo prohibía. El había dado ya numerosísimas pruebas de su anticatolicismo, y muchos temían un recrudecimiento de la persecución, considerándolo más peligroso que el mismos Calles. 

Entre algunos católicos empezó a considerarse el tiranicidio como medio menos cruento y eficaz para terminar con la guerra. El ingeniero Luis Segura Vilchis, jefe del comité especial de la liga decidió intentar el tiranicidio en la persona del general Obregón. Para este propósito reclutó un comando de cuatro hombres, y él mismo fabricó las bombas con las que se realizaría el atentado. Para su ejecución, el comité de guerra solicitó a la liga un automóvil. Se le entregó uno de marca Essex que había estado asignado a Humberto Pro para las actividades del comité de propaganda de la liga. El automóvil, propiedad de la liga, había sido adquirido por el propio Humberto y registrado por su hermano Roberto usando un nombre falso. Este auto fue entregado 
a la liga una semana antes del atentado y sustituido por otro. Los hermanos Pro nunca supieron el uso al que se le destinaría. 

La fecha elegida para el atentado fue el 13 de noviembre de 1927, cuando el general Obregón daba un paseo en automóvil por el bosque de Chapultepec. Ese día, el automóvil conducido por José González y tripulado por Nahúm Ruiz, Juan Tirado y el ingeniero Luis Segura, dio alcance al automóvil del general Obregón arrojándole dos bombas que fallaron: Obregón salió prácticamente ileso del atentado en tanto un automóvil de 
escolta se daba a la persecución de los autores, a quienes finalmente dieron alcance hiriendo gravemente y capturando a Nahúm Ruiz y a Juan Tirado, dándose a la fuga los restantes. 

Esa noche la familia Pro se encontraba reunida en su domicilio cuando a través de los diarios se enteraron del atentado. Preocupados por la noticia del automóvil con el que se había cometido, recibieron un aviso de la liga para cambiar de residencia a un lugar más seguro, pues la policía había empezado a torturar a los detenidos y a buscar pistas. Los hermanos Pro decidieron ocultarse en una casa que les fue ofrecida por una familia católica, y el padre Miguel decidió acompañar a sus hermanos en ese difícil trance. 

Ocultos, celebró la que sería su última Misa; la dueña de la casa declaró que: «a la hora de la elevación, yo le vi elevarse de la tierra, parecía una silueta blanca. Me sentí muy feliz. Mis criadas me dijeron en seguida y espontáneamente que ellas habían observado el mismo fenómeno, recibiendo con dio gran 
consuelo». 

En tanto, la policía torturó a Juan Tirado que guardó absoluto silencio, pero con la colaboración de la esposa de Nahúm Ruiz, amenazada y chantajeada, empezaron a obtener algunas pistas del agonizante. Identificada la casa donde se reunían los miembros del comando, los Pro se vieron vinculados al atentado a través del automóvil, y por una delación de un joven amigo de la familia la policía conoció el lugar en el que se ocultaban. 
En la madrugada del 18 de noviembre, en medio de un gran despliegue policial, se logró la detención de le« tres hermanos. Al salir de la casa una mujer le dice al padre Miguel: «en seguida iré a verles; no hija, contestó él, hasta el cielo». 

Aunque el padre Miguel había sido capturado accidentalmente, pues no era a él a quien buscaban sino a sus hermanos, una vez atrapado se convertía en una pieza valiosísima para satisfacer la sed de venganza y odio de Calles y Obregón, y para la hoja de méritos de sus captores. 

El ingeniero Segura Vilchis fue detenido también pero no pudo probársele nada, pero al saber que acusaban a los Pro y que corrían un riesgo gravísimo, con toda la entereza y hombría de caballero cristiano que era, se presentó voluntariamente dando una declaración completa y haciéndose responsable intelectual y material del atentado, exculpando a los Pro de cualquier participación en el mismo. 

Esta declaración no satisfizo los deseos de venganza de Calles y sus secuaces, y si podía exhibir a un cura recibiendo un escarmiento, no estaban dispuestos a perder la oportunidad. 

Con pleno cinismo, días después lo explicaría en público el propio general Obregón de esta manera: «cuando nos pica un alacrán, cogemos una linterna para buscarlo, y si encontramos otro alacrán, no lo dejamos vivo porque no nos haya picado, porgue también puede emponzoñarnos con su veneno».
 
El tránsito 

Los detenidos fueron trasladados a los sótanos de la inspección de la policía y recluidos en los inmundos calabozos que allí existían. El padre Miguel y su hermanó Roberto fueron recluidos en la misma celda. 
Al parecer, en un primer momento, se pensó fusilarlos el día 19, pero por instrucciones del presidente Calles se iniciaron interrogatorios para explorar la posibilidad de poner el caso en manos de las autoridades judiciales. De ello resultó que no podía establecerse una relación directa entre el atentado y los Pro.
 
Por testimonio posterior del jefe de la policía, se sabe que un abogado enviado por el presidente revisó las declaraciones, y tras verlas exclamó: «esto no vale nada, si se consigna la investigación a un juez, todos estarán libres antes de seis meses». Contrariados, continuaron los interrogatorios, y en el gobierno había dudas acerca de la forma de proceder. Algunos partidarios de Obregón aconsejaban benignidad, quizá para tratar de congraciarse con las fuerzas católicas en el próximo período de gobierno y presentando la persecución como obra exclusiva del general Galles; los partidarios de éste último pedían un escarmiento ejemplar. 

Conforme transcurrían los días, la noticia de la injusta detención corría por todo el país y la indignación popular empezaba a manifestarse. El embajador de Chile se entrevistó con el presidente Calles para solicitar garantías para los detenidos y éstas le fueron otorgadas. 

Finalmente, Calléis tomó la decisión de no intentar el proceso judicial y ordenó personalmente al general Cruz, jefe de la policía, el fusilamiento dé los cinco detenidos. 

Es notable la precipitación con la que actuó el presidente, pues meses más tarde, cuando José León Toral consumó el magnicidio de Obregón, se le siguió un proceso judicial en forma, y, finalmente, fue condenado y fusilado. Pero en este caso no quiso soltar la presa. ¿Cuáles fueron sus motivos? 

Calles no conocía al padre Miguel Pro, no tenía ninguna razón para una venganza personal. Estaba tan seguro de su inocencia que no quiso seguir el curso legal. Por otra parte, no existían razones políticas para fusilarlo: no pertenecía a ningún movimiento político, no había alterado de orden público, no se había rebelado contra la autoridad. Al Contrarío, había colaborado siempre al bien y a la paz de la sociedad. Solo queda una explicación posible, y es que la orden de fusilamiento provino del odio a. la fe de Plutarco Elías Calles. En el sacerdote católico—del cual conocían su ejemplar ministerio— veía la encarnación de todos los males que la religión significaba para él. 

Su decisión de acabar con la Iglesia en México privó sobre cualquier consideración. Ya no interesaba saber si era o no culpable del delito que se le imputaba; la realidad es que tenía un sacerdote en sus manos y debía acabar con él. 

En los calabozos de la inspección de policía, el padre Miguel confortaba a los detenidos, presidía las oraciones y se mostraba tranquilo. En esos momentos, y seguros de su inocencia, confiaban en que obtendrían su libertad. 

De los últimos días del padre Miguel tenemos entre otros testimonios el de su hermano Roberto, compañero de celda: «el 22 de noviembre mi hermano Miguel hace su última declaración hacia las 7 u 8 de la noche, y recuerdo que me dijo más o menos estas palabras: «ahora creo que hemos terminado las declaraciones, supongo que nombrarán un tribunal competente y que seremos consignados a él; el Señor dirá. De lo anterior se ve cuáles eran sus impresiones al término de las declaraciones, impresión que cambió cuando notamos el insólito movimiento de tropas y de los guardias encargados de la vigilancia; los cuales eran cambiados cada media hora a partir de las nueve de la noche. 

La primera cosa que hicimos sin comunicarnos el temor que teníamos fue el rezo de todo el rosario; terminado esto permanecimos en silencio, porque ninguno de los dos osaba comunicar al otro aquello que pensaba». 
Más tarde, durante el día, los detenidos son revisados y fotografiados y publicadas sus fotos en los diarios como autores del atentado. La visita e interrogatorios de los detenidos por altos jefes policiacos les hizo temer por su suerte. Después de una de las inspecciones de los esbirros encargados de la represión a los católicos, Roberto Pro declara: «Miguel me dijo ahora sí que las cosas se han puesto serias, no sé qué vengan a hacer estos señores, mas me temo que nada bueno; pidamos a Dios resignación y fuerza para aquello que pueda ser y resignémonos a lo que sucederá. Recuerdo que regresamos a rezar y me dio la absolución después de que me había confesado con él. Sé con certeza que al fin del último rosario que recitó, pidió por la conversión y por la salvación de Plutarco Elías Calles». 

Continúa: «la noche fue bastante inquieta para nosotros: el rumor de las armas, las voces de mando y principalmente nuestro estado de ánimo eran las causas de la inquietud de aquella noche. La mañana siguiente, hacia las seis más o menos, Miguel, que se había levantado con un fuerte dolor de cabeza, se tomó una pastilla de cafiaspirina o de adafina, y recuerdo que me dice más o menos estas palabras: «no puede explicarme por qué más presiento que hoy puede pasar cualquier cosa; mas no me asusta porque Dios nos ayudará en cualquier cosa; pidámosle su gracia». «Recuerdo exactamente que hacia las nueve y media de la mañana sentimos el toque de clarines, movimientos de tropa y agitación general en toda la inspección. Pocos minutos después se llamó a mi hermano Miguel, el .cual estaba conmigo en los sótanos, como he dicho, y salía sin chaqueta. El jefe de los agentes de la policía secreta le dice que se ponga la chaqueta y que lo siguiese; yo le ayudé a ponérsela y en el momento de colocársela me estrecha la mano y partió. Me acerqué a una pequeña ventana que estaba cerrada con tablas y daba al patio de la inspección; vi pasar a Miguel acompañado dé una pareja de soldados; después no pude ver nada más». 

Cuando el padre salía del subterráneo para ser fusilado, se le acercó uno de los agentes de la policía que le había arrestado y le pidió perdón, y el padre le respondió: «no solo se lo perdono sino que se lo agradezco». 
Sin ningún juicio, en contra de las mismas leyes del país y de la civilización, se encontró de repente delante de un considerable número de fuerzas militares y autoridades civiles; de esta forma fue cómo recibió la noticia de su fusilamiento, pues nunca le fue comunicada. 


Para presenciar la ejecución estaban los fotógrafos de los diarios Excélsior, Universal y la Prensa por expresa orden del general Calles. Así, «por primera vez en la historia de la Iglesia perseguida, ha dado al mundo completo testimonio visual de la muerte de un mártir, ordenando que los fotógrafos registraran los últimos momentos de su vida, su muerte y los instantes que seguían a la muerte; estas fotografías fueron publicadas en los diarios los días 22 y 23 de noviembre de 1927». 


Fueron numerosos los testigos del fusilamiento, y en la causa de beatificación están puntualmente recogidos, tanto de funcionarios públicos y de los policías que participaron en él, como de otras personas. Al darse cuenta de la situación, el padre Miguel permaneció sereno, con una gran tranquilidad; se le acercó el jefe del pelotón de fusilamiento y le preguntó si le pedía alguna cosa; respondió el padre que solicitaba permiso de rezar, se arrodilló y sacó de su bolsillo un rosario y un crucifijo que besó; permaneció en oración un momento, alzando los ojos al cielo. Se levantó y se volvió hacia el pelotón de ejecución, besó el crucifijo que tenía en la mano derecha; en la mano izquierda tenía el rosario, levantó los brazos en forma de cruz gritando al mismo tiempo: 
¡Viva...! Y cayó fulminado por la descarga. El jefe del pelotón le dio el tiro de gracia. Eran las diez y 36 minutos del 23 de noviembre de 1927. Su alma voló al Padre, cumpliéndose con exactitud la forma en que había deseado morir, según lo que había confiado a un amigo. 


Los testigos señalaron el carácter viril, modesto, y resignado, Lleno de vitalidad con el que sufrió el martirio. No demostró irritación alguna ni cuando se dio cuenta que le quitarían la vida, su actitud devota quedó para siempre reflejada en las fotografías de su martirio. Uno de los soldados declaró: «se levantó para ser fusilado con un brío que hizo conmover a todos». 

El provincial de la Compañía de Jesús dijo que «aceptó la muerte con un sentido absolutamente sobrenatural, considerándola como el martirio que él había pedido a Dios». Afuera de la inspección, una manifestación de estudiantes de Derecho protestaba por el atropello jurídico que se cometía. Minutos después fueron fusilados también sin juicio, su hermano Humberto, Juan Tirado y el ingeniero Vilchis. Roberto Pro salvó la vida 
gracias al recurso legal que interpuso un valiente abogado que por casualidad se enteró de los acontecimientos; poco después aquél sería expulsado del país, pues su presencia, aun prisionero, era molesta para muchas conciencias. 

En el proceso ordinario de beatificación se recoge el siguiente testimonio que condensa el sentir de los católicos mexicanos, y ahora, de la Iglesia universal: «creo que el padre Pro fue un mártir, basándome en lo siguiente: me consta que expresó con frecuencia su deseo de morir por Cristo, y recuerdo que una vez el padre me dijo que cuando se ordenó sacerdote había suplicado a Dios que le concediese salvar muchas almas y morir como Cristo en cruz; me consta que el padre murió calumniado porque era inocente, como resulta de lo que he declarado: como he dicho el gobierno lo fusiló porque era sacerdote; en las fotografías se ve cómo murió, como lo había suplicado a Dios, y revelando su generosidad en el sacrificio, su íntima unión con 
Dios y la plena sumisión a la voluntad divina». Desde entonces hasta nuestros días, toda la gente está persuadida que el padre Pro fue un verdadero mártir. 

La fama de santidad 

La apoteosis del padre Miguel se inició mismo día de su muerte. Su cadáver y el de su hermano fueron llevados para la autopsia al hospital militar y de ahí a casa de su padre, donde cerca de las cuatro de la tarde una multitud de personas de todas las clases esperaba la llegada de los cuerpos. Cuando llegaron se acercaban con rosarios y otros objetos piadosos para tocarlos a los ataúdes, rezando e implorando por la sangre de 
los mártires la salvación de México. 

Con enorme dificultad se cerraron a las diez de la noche las puertas de la casa, en la que permanecieron cerca de cincuenta personas; se recitó el rosario y se realizaron otros actos piadosos, celebrándose misas hasta las seis de la mañana en que volvieron a abrirse las puertas y una multitud se desbordó dentro. 

Entre los primeros que llegaron a presentar sus condolencias estuvieron varios policías de la inspección; la afluencia de gente continuó, llegándose a tener que desviar el tráfico hacia medio día. Muchas madres llevaban a sus hijos a ver el cadáver del padre y todos deseaban tocarlo para obtener una reliquia. 

A las cuatro de la tarde partió el cortejo llevando varios sacerdotes el ataúd del padre Miguel a hombros, pero la multitud les impedía avanzar, hasta que un sacerdote gritó desde el balcón: «señores, dejen pasar a los mártires de Cristo», y la multitud les dio paso. 

«Al aparecer el féretro sucedió la cosa menos frecuente en un funeral: aplausos fragorosos, copiosísima lluvia de flores, gritos entusiastas de ¡Viva Cristo Rey!, ¡Viva la Virgen de Guadalupe!, ¡Vivan los mártires! Tras un poco de confusión en la marcha, producto del deseo de tocar los féretros, en la amplia 
avenida del Paseo de la Reforma, que es la calle más suntuosa 
de la dudad de México y donde se encuentra el monumento de 
la independencia, se organizó un ordenadísimo cortejo fúnebre. 
Espontáneamente todos los asistentes empezaron a recitar el 
rosario, la acera estaba llena de gente, se notaba una plena 
tranquilidad; más que un funeral parecía una marcha triunfal, 
mas sin gritos estridentes, ni cosa alguna que turbase la alegría 
profunda y serena que se sentía». 
«Al llegar al cementerio de Dolores, cerca de veinte mil 
personas formaban el cortejo, y al encontrarse con las que ató 
esperaban a los mártires se dificultó mucho el entierro; finalmente, él padre Miguel fue sepultado en la cripta de la Compañía de Jesús. Numerosos sacerdotes vestían sus ropas talares prohibidas por la ley» y celebraron las exequias. Fue digno de 
notarse que el entierro no fue utilizado como manifestación de 
protesta ante el gobierno persecutor y tiránico, sino como un 
acto netamente religioso y un plebiscito a favor de los- mártires» (26). 
La fama de martirio y santidad del padre Pro se extendió 
por todo el mundo en pocos años. Son ininterrumpidos los reconocimientos de gracias por su intercesión que se publican en 
el boletín de Favores del padre Pro que provienen de más de 
cuarenta países y en once lenguas. Los hay de Alemania, Francia, Canadá, Bélgica, Italia, Islas Mauricio, Egipto, Yugoslavia, Holanda, Portugal, Brasil, Inglaterra, Irlanda, India, Filipinas, Rodhesia, Estados Unidos de América, Polonia, Islas Marianas, Chile, Argentina, Perú, Colombia, Venezuela, Checoslovaquia, España, Carolinas, Jamaica, Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Cuba, Islas Reunión, Barbados, Malta, China, Australia, y naturalmente, de México. Solo de Alemania se habían reportado más de 500 favores.
 
La tumba del padre Pro no ha dejado de ser visitada por los fieles desde entonces; tras los terremotos que sacudieron a la ciudad de México en 1985, nuevos exvotos y agradecimientos aparecieron en su tumba. 

En 1935 se inició el proceso de beatificación del padre Pro en México; en 1952 se introdujo su causa en Roma y en noviembre de 1986 el Papa Juan Pablo II suscribió el decreto de promulgación del martirio del padre Pro, proclamado beato el domingo 25 de septiembre de 1988. Quizá como en ninguna otra ocasión el título de beato —beatus feliz— describa mejor lo que fue la vida terrena y lo que es la vida perdurable de un hombre santo.
 
La beatificación del padre Miguel Pro ha sido acogida con un gran entusiasmo por el pueblo fiel, no solo por el relativamente corto tiempo que separa su vida de la nuestra, sino por 
reflejar plenamente el carácter, genio y gusto de los mexicanos.
 
Su alegría, jovialidad, su enorme fe que le ayuda a soportar las más duras pruebas; su desbordante actividad, su permanente optimismo, su resignación. En sus numerosas cartas utiliza los términos, expresiones y refranes populares, que le dan un encanto humano adicional a su enorme talla espiritual.
 
El padre Pro es ejemplo del sacerdote fiel, del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas; un signo de la vitalidad de la fe y de la acción de la gracia. Su sacrificio, junto con el de otros muchos, hizo posible la permanencia de la Iglesia en su patria, y así su muerte se convirtió en vida para muchos. Una vez más la sangre de los mártires fue semilla de nuevos cristianos. 

Beatificación

La Iglesia católica consideró que la muerte de Miguel Agustín Pro fue un martirio por causa de la fe, y el proceso de su beatificación fue promovido. Fue beatificado el 25 de septiembre de 1988 durante el pontificado de Juan Pablo II.

El Padre F. Azuela afirmó durante su homilía en la ceremonia de beatificación: «Para los que pertenecen a la Compañía de Jesús, Miguel Agustín resulta ser un verdadero jesuita de nuestro tiempo. Su interés por escuchar “los clamores del pueblo” nos hizo actualizar el sentido de nuestra vocación. Es ahora una lucha continua para promover la fe y promover la justicia que ella implica, nacida de una opción preferencial por los pobres» (AHCJM/Fernando Azuela, homilía, 1988, p. 8).​

Su fiesta corresponde con el día del aniversario de su muerte, el 23 de noviembre. En el contexto de las beatificaciones y canonizaciones de laicos, religiosos y sacerdotes víctimas de la represión durante el conflicto Iglesia-Estado de 1926-1929, fue el primer mexicano declarado mártir y beato.​

Instituciones y organizaciones

Varios colegios llevan su nombre —uno en Tacna, en Perú, fundado por el SJ Fred Green Fernández y otro, el Instituto Zacatecas Miguel Agustín, en Guadalupe— ciudad donde se conserva la casa natal del mártir.

El Centro de Derechos Humanos 'Miguel Agustín Pro Juárez' (conocido como Centro Prodh), fundado por la Compañía de Jesús en 1988.​ Esta organización no gubernamental lucha por «defender, promover e incidir en la vigencia y el respeto de los derechos humanos en México»,​ principalmente en los sectores más pobres y vulnerables: comunidades indígenas, migrantes, trabajadores y víctimas de la represión social. 

El Prodh desarrolla diferentes formas de participación (activismo, litigio, etc.) ante instancias internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, los Comités y los mecanismos especiales de la Organización de las Naciones Unidas, etc. Asimismo, el Centro Prodh colabora con organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional, la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos, Human Rights Watch, la Organización Mundial contra la Tortura, la Comisión Internacional de Juristas, el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), etc.

En 2007, se estrenó la película Padre Pro, dirigida Miguel Rico Tavera, sobre la vida del beato. 

Tomado de:
Miguel Agustín Pro, Mártir de la Fe
por Enrique Mendoza Delgado​
Colección "Diálogo y autocrítica"; 58.
México, D. F. 
Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana
Asociación Mexicana de Promoción y Cultura Social, A.C., 2009
2a. edición

Marisol López Menéndez (2019). 
«El gesto, el cuerpo y la memoria: los ecos históricos de la ejecución de Miguel Pro». Historia y Grafía (Universidad Iberoamericana) 26 (52)
187-224. ISSN 1405-0927



Edición: Eugenio Amézquita Velasco

La familia de los Cecilios era de las más nobles y antiguas de Roma, y se hallaba emparentada con casi toda la aristocracia de la capital del mundo. Varios de sus miembros hablan añadido á su glorioso renombre un 
nuevo y mejor timbre abrazando el cristianismo. Por entonces, en los primeros años del imperio de Marco Aurelio, nació Cecilia, y desde su niñez se vio alistada en las banderas de Jesucristo.
 
Parece que la Santa nació o, por lo menos , vivió en una quinta que Cecilio Mételo Numidico había construido en la vía Tiburtina, a cinco millas de la ciudad.
 
Pasan por alto las Actas la niñez de Cecilia, contentándose con narrarnos a la larga lo referente a su matrimonio y a su martirio; pero bien se desprende de ellas que su vida debió de ser inculpable y adornada de 
todas las virtudes propias de su edad y sexo. 

No había entonces, como ahora, templos magníficos, construidos en los sitios más públicos, en que sin temor podían reunirse los fieles para asistir á la celebración de los divinos Misterios. Tampoco era el cristianismo la única religión del Estado, o por lo menos una de las admitidas o toleradas por las autoridades romanas. 

Muy al contrario, como culto proscrito y perseguido, debía buscar el silencio y retiro hasta que pasase 
el tiempo de las persecuciones. Los fieles, para tener sus reuniones religiosas, se valían de la estratagema siguiente: era costumbre entre los nobles romanos construir panteones de familia en sus quintas y vastas posesiones, sitios que, por respeto a los muertos, estaban libres de las pesquisas y visitas de la policía urbana, que respetaba los sepulcros.

Siendo el suelo de Roma arcilloso y ligero, se presta admirablemente á la construcción de galerías subterráneas. Cuando las personas nobles abrazaban el cristianismo, sus panteones antiguos, ó los que de nuevo construían, servían de asilo á los cadáveres de otros fieles, los cuales, sin ser quemados como solía practicarse con los de los idólatras, y sin mezcla de superstición pagana, eran enterrados en nichos abiertos en las paredes de las galerías.
 
Estas se iban multiplicando y alargando a medida que las anteriores se hallaban ocupadas, sin que las autoridades pudiesen estar enteradas de lo que pasaba, ya por el ningún acceso que tenían a aquellos sitios, 
como sagrados, ya por las muchas precauciones tomadas por los fieles. Algunos salones de mayores dimensiones servían al mismo tiempo a los cristianos de santuarios, donde asistían a misa, oían la palabra de Dios, y recibían los Santos Sacramentos.
 
Alejados del bullicio, reunidos en aquellas misteriosas regiones, aprendían los discípulos de Jesús crucificado á despreciar los bienes del mundo y buscar los celestiales. Allí tenían a los mártires, héroes de la fe, que 
por defenderla habían dado su vida entre afrentosos y crueles tormentos, pero que, terminados éstos, descansaban en paz y gozaban de la presencia de Dios. 

Ya nos podemos formar ahora alguna idea de los sitios y reuniones que frecuentaba Cecilia. El palacio de sus padres y las catacumbas serian su ordinaria habitación. En sus maneras distinguidas, ricos trajes y lujoso acompañamiento, se echaría de ver que era una joven romana de la primera nobleza, digno vástago de los Cecilios: su modestia y virginal candor declaraban que era una fervorosa joven cristiana.
 
No entraría en las catacumbas con el miedo y pavor que causa un sitio profundo, oscuro, rodeado de sepulcros. Antes por el contrario, en ellas hallaría su corazón, como le hallaban todos los cristianos, un sitio de 
refugio, asilo de la paz y tranquilidad del alma; un centro de luz sobrenatural, donde las criaturas trataban más íntimamente con Dios, y Dios se comunicaba con mayor efusión a sus criaturas.
 
Gracias a la luz que entraba por claraboyas abiertas de trecho en trecho, y á la claridad que despedían las lámparas colgadas ante las reliquias de los mártires, podía leer las sencillas pero elocuentes inscripciones 
grabadas en los sepulcros. Aquellos valerosos campeones de la fe descansaban en paz, dormían el sueño de los justos; sus huesos estaban aguardando la resurrección para gozar en compañía de sus almas bienaventuradas. En las bóvedas, y áun al rededor de los nichos, se hallaban representados por manos hábiles, en pinturas de muy buen gusto, los misterios de la religión, las parábolas evangélicas, y en general las enseñanzas cristianas, por medio de símbolos y figuras, cuya interpretación comprendemos fácilmente nosotros, y mejor la comprendían los contemporáneos.

La Virgen

Dejemos ya las conjeturas, por más que se apoyen en argumentos muy probables, y entremos de lleno en la narración de los hechos según los leemos en las Actas. 

Elevación de pensamientos, nobleza de carácter, desprendimiento de las cosas terrenas, generosidad para con Dios y para con los hombres, ánimo magnánimo, invicto; he aquí algunos de los rasgos con que nos describen á la noble patricia.
 
En aquel tiempo de persecución y de lucha no era dado encontrar cristianos tibios; de la prueba sallan apóstatas ó héroes. Y sin embargo, entre tantos cristianos eminentes, ¡cómo descuella por su virtud la joven Cecilia! 

Hay en el Evangelio sublimes enseñanzas, mucho que aprender, y difíciles ejemplos que imitar; como que el mismo Dios se pone por modelo de santidad, para que cada uno, según sus fuerzas, copie en su corazón, con la mayor perfección que le sea posible, su divina imagen. Dios nos impone los mandamientos y nos exhorta á los consejos. Sin la guarda de los mandamientos no le podemos agradar; con el cumplimiento de los consejos nos hacemos gratísimos á sus divinos ojos. Ser fiel á los mandamientos no se puede sin tener ánimo esforzado, robustecido por la gracia; llegar á la perfección de los consejos solamente lo consigue el que, teniendo temple de héroe, obedece á la inspiración del cielo. 

Para el noble y generoso corazón de Cecilia los consejos se convirtieron en preceptos, porque al que mucho ama le basta conocer el deseo y la voluntad del amado para que voluntariamente se imponga la obligación de cumplirlo. Santo es el matrimonio, instituido por Dios, y elevado por Jesucristo a la dignidad de Sacramento. La Iglesia, instruida por su divino fundador, bendice la unión de los esposos , y les confiere gracia para que cumplan fielmente las nuevas obligaciones que contraen al casarse.
 
Pero hay un estado mucho más santo y  perfecto, mucho más agradable á Dios y a sus santos ángeles: la virginidad. Virtud sublime, pues parece más propia de ángeles que de almas encerradas en cuerpos corruptibles. 
Esta hermosísima virtud robó el corazón de Cecilia. Llevaba la Santa oculto en el pecho un ejemplar de los Santos Evangelios, y en ellos aprendía la sabiduría divina que nos enseñó el Redentor. Su lectura la encendía cada vez más en el amor de Jesucristo, y contando con su divino auxilio, deseaba tenerle por único y verdadero esposo. Una voz interior la convidaba á ofrecer en cuerpo y alma, para merecer de este modo los extraordinarios privilegios prometidos a las vírgenes.
 
Grande era el sacrificio, pero otras jóvenes lo habían hecho antes que ella. Petronila, Domitila, Balbina, Serapia, Pudenciana y Práxedes, siguiendo el ejemplo de María Santísima, Reina de las vírgenes, habían 
consagrado á Dios su virginidad, y Cecilia se sentía vivamente inclinada á imitarlas. Peligros y dificultades no le habían de faltar; pero segura de que le daría fuerzas para vencerlos el que la llamaba a tan santo 
estado, hizo voto de virginidad, no en público, sino en el santuario de su corazón, sin más testigos que Dios y los ángeles. 

Desde aquel momento el divino Esposo de las almas, complacido con el suave aroma que despedía el sacrificio de Cecilia, la tomó por esposa, rodeándola de su especial protección, y colmándola de sus celestiales dones y carismas. La virgen, amante del retiro y de la soledad, hizo en su corazón un como templo, a donde se retiraba para conversar con su esposo Jesucristo, escuchaba sus divinas palabras, consultaba con él sus dudas, y compartía sus penas y alegrías. Nunca estaba mejor acompañada que cuando se retiraba del trato de los hombres.
 
¿Cómo no había de estar alegre viendo y tratando al que es la alegría del cielo? Jesucristo era para Cecilia Maestro que le enseñaba su celestial doctrina, médico que sanaba las heridas de su corazón, todo su bien, 
su mejor y aun único verdadero tesoro. Pronto tendrá que mostrar la fidelidad á sus promesas, y el valor á toda prueba que comunica la gracia de Dios, sobreponiéndose a la debilidad de la naturaleza.

La Esposa

La clase elevada a que pertenecía Cecilia la ponía en contacto y en roce continuo con la nobleza romana. Joven, agraciada, sujeta a las conveniencias de su rango y á las exigencias de la familia, llevaba un magnífico 
vestido de seda bordado de oro, y los adornos y alhajas correspondientes á las personas de su sexo y condición. 

Sus padres veían en Cecilia una hija digna de ellos y de sus antepasados, y esperaban que resultaría nueva gloria para su familia casándola con algún joven romano, ilustre por la gloria heredada de sus mayores. Como la ley romana daba á los padres un poder absoluto sobre los hijos, tratándose de hacerles contraer matrimonio, ¿Cuáles serian las ansiedades y temores de la pudorosa virgen al ver que su familia trataba seriamente de colocarla, y que ya se hablaba de contraer los desposorios?
 
Para colmo de desgracia, el joven que pretendía su mano era gentil, es decir, no era cristiano. En tal estado de cosas, ¿Podía Cecilia en conciencia, sin ofender gravemente a Dios, seguir encerrada en su silencio, y ocultar el voto que tenia hecho de virginidad? ¿Le era lícito continuar callando siendo causa de que sus padres la obligasen inconscientemente a hacer una cosa mala? ¿No cometía con su futuro esposo una grave injusticia ofreciéndole lo que no podía cumplir?
 
Aunque no se viese ligada voluntariamente con el voto, el peligro para su alma era inminente al unirse con un pagano, adorador de los ídolos, y enemigo del único Dios verdadero. Y sin embargo, el joven Valeriano, obtenido de los padres de Cecilia el sí tan deseado, veía acercarse con indecible consuelo el momento en que podía dar a la joven el nombre de esposa. Muy noble era él, pero no lo era menos Cecilia; grandes los tesoros de ambos, y pingües las posesiones que les iban á caber en suerte; pero con sólo el amor de Cecilia se creía Valeriano el hombre más feliz del mundo.
 
¿Habló el Señor clara y distintamente a nuestra heroína, diciéndole que contrajese el proyectado enlace, y revelándole lo que con el tiempo sucedió, ó se contentó con esa habla interior, menos perceptible pero no 
menos persuasiva, y tranquilizadora de las conciencias? Las Actas no nos lo dicen: pero la resolución de la virgen romana de continuar en su silencio y unirse con Valerio, sin pedir dispensa del voto, no parece tener 
otra calificación que la inspiración divina. 

Fiada en ella, y sobre todo no habiéndole sido posible deshacer el proyectado enlace, por más que lo procuró, dejó que el Señor le fuese dando á entender los medios que debía poner en práctica para que su amada 
virtud quedase ilesa en el próximo combate. Llegó el invierno del año 177 al año 178. En las dos casas de los Cecilios y de los Valerios se comenzaron á tomar disposiciones para la boda, siendo todo fiestas, diversiones, músicas y saraos, mientras aquéllas se concluían.
 
Sólo el corazón de Cecilia estaba cubierto de tristeza y de dolor. Temía entrar de lleno en la vida ociosa y regalada de la nobleza romana, y frecuentar las reuniones mundanas de las que estaban desterradas las virtudes del Evangelio. Pero lo que más sobresaltaba su corazón era la idea de que le quitasen de su alma a 
Jesucristo, no poder llamarle su único y verdadero esposo. No había sacrificio que la arredrase, ni martirio que no estuviese dispuesta a padecer con tal de perseverar fiel a su voto.
 
Para merecer más seguramente la protección del cielo, empezó por poner de su parte todos los medios que estaban en su mano. Enseñada la joven patricia en la escuela de las catacumbas, junto a los sepulcros de los mártires, no oía con horror el nombre de penitencia, ni se escandalizaba de la cruz de Jesucristo; antes por el contrario, sabiendo muy bien que si el reino de los cielos lo ha criado Dios para ricos y pobres, ricos y pobres deben abrazar la mortificación cristiana; a semejanza del Redentor, se hacía a si misma esa violencia que pide Jesucristo a los que quieren conquistar la bienaventuranza eterna a pesar de los esfuerzos de los 
enemigos de su salvación. 

Pero realzando la mortificación con el  mérito de la humildad, satisfecha de que viese Dios sus buenas obras, las practicaba en secreto, librándose de este modo más fácilmente del peligro de la vanagloria. Bajo el suntuoso vestido llevaba, a raíz de sus delicadas carnes, un áspero cilicio, y no se le pasaba día alguno, ni noche, en que no hiciese fervorosa oración para alcanzar del Señor que desvaneciese el proyectado enlace, o en caso de efectuarse, la amparase con extraordinaria protección para conservar intacta su virginal integridad. 

A ejemplo de los primeros cristianos, para alcanzar del cielo esta gracia tan singular, ayunaba dos ó tres días seguidos, con el rigor de los ayunos de los primitivos fieles, no tomando alimento sino a la tarde, y entonces 
en la cantidad necesaria para sostener la vida. ¡Con qué instancias encomendaba al Señor la hora de su enlace con Valeriano, que tanto le hacía temblar! Para dar más eficacia á su oración, y doblegar más fácilmente 
al Señor, que muchas veces no nos concede al instante, para nuestro mayor bien, lo que le pedimos, se ponía en retirada oración, y teniendo extendidos los brazos en forma de cruz, dirigía sus plegarias, llena de confianza, á aquel bondadoso Señor que por nuestro amor extendió los suyos y se los dejó clavar en el santo madero. 

Llegó por fin el día de las grandes alegrías y de los grandes temores: alegrías, para Valeriano y su familia y para los parientes de Cecilia; temores, para la virgen cristiana, á quien contra su voluntad obligaban a contraer matrimonio. Sencilla al par que significativa era la ceremonia de las bodas entre los romanos, resto de la antigua sencillez de costumbres de los primeros habitantes de Roma.
 
Querían los fundadores del Imperio infundir en el ánimo de la que iba a casarse el espíritu de laboriosidad y sencillez, como adornos muy propios de la que debía pensar, más que en galas y gastos superfluos, en ser madre de familia consagrada exclusivamente al cuidado de los de su casa. 

Salió, pues, Cecilia de su habitación en traje de boda. Vestía túnica de lana blanca, ceñida con cinturón de la misma tela y color, en recuerdo de los vestidos que con sus propias manos tejía la real matrona Gaya Cecilia, su ilustre ascendiente. El color blanco era símbolo del candor que debía adornar y en efecto adornaba su alma. 

Llevaba su hermosa cabellera suelta, dividida en seis trenzas, á la manera de las vestales. Un velo de color de fuego ocultaba su encendido rostro a las miradas profanas. Practicadas las ceremonias que eran como preparación, Valeriano toma con su mano, la mano temblorosa de Cecilia, le pone el anillo nupcial, y queda de este modo terminado el desposorio.
 
Todo esto pasaba en casa de la esposa.  A la caída de la tarde, según costumbre antigua, la nueva esposa fue conducida al palacio de su esposo. Vivía Valeriano al otro lado del Tíber, en la XI V región de Roma, cerca de la vía llamada Salutaris, a corta distancia del puente Sublicio. Precedían al cortejo nupcial algunas personas con antorchas encendidas. El palacio de los Valerios estaba ricamente engalanado y adornado con flores. Según la costumbre de sus antepasados, al entrar la esposa en casa de su esposo le presentaban agua, para recordarle la pureza que debía adornar su alma; le entregaban una llave, símbolo de la administración interior de la familia, que desde entonces le era confiada, y por fin, se sentaba un instante en un vellocino de lana, que le significaba los trabajos domésticos, con que debía familiarizarse.
 
Los esposos pasaron en seguida al comedor, donde se sirvió el banquete de boda. Mientras los instrumentos músicos y los cantos de enhorabuena resonaban en aquel alegre recinto, Cecilia, elevando su espíritu 
á su celestial esposo, le decía interiormente: «Una gracia os pido, dulcísimo Jesús mío, y es que ni mi corazón ni mi cuerpo pierdan jamás ni una mínima parte de su entereza; no sea yo frustrada de este favor que 
espero de vuestro poder.»

Temores y esperanzas
 
Se acercaba el momento en que la gracia iba a empezar a hacer por medio de Cecilia una no interrumpida serie de prodigios, obtenidos por sus fervorosas oraciones. Acabado el festín, algunas matronas acompañaron a la esposa hasta la puerta de la cámara nupcial, decorada con el lujo y magnificencia que acostumbraban a hacerlo en semejantes ocasiones los romanos distinguidos. Valeriano iba detrás de la virgen.

Así que estuvieron solos, revestida Cecilia de dignidad y fuerza sobrenatural, y hablando por su boca la gracia de Dios, dijo al joven estas sencillas palabras:

—Valeriano, un secreto tengo que confiarte ; pero no lo haré mientras no me empeñes tu palabra de que no ha de salir de tu pecho. 
¿Cómo no lo había de prometer Valeriano? 
—Pues has de saber, añadió Cecilia, que la guarda de mi cuerpo está a cargo de uno de aquellos espíritus celestiales que sirven á mi Dueño y a mi Rey en la corte del empíreo, centinela invisible de mi virginidad, que la defiende contra todos los que se atrevan a atacarla. Si pretendieres tú violar este sagrado, desde el mismo punto se declararía enemigo tuyo; pero, al contrario, si le respetas y me dejas intacta, experimentarás tú el mismo amor que me profesa á mí, y gozarás, como yo, de su hermosísima presencia.
 
Dio el Señor á estas palabras toda la eficacia que la virgen deseaba; tanto, que, desde aquel mismo punto comenzó Valeriano a mirar a su esposa con veneración y respeto. 
Sin embargo, como las palabras de ésta contrariaban todos sus designios y aspiraciones, quiso asegurarse de que no le engañaba. 
—Cecilia —le dijo— si quieres que crea tus palabras, hazme ver ese Ángel. Cuando le vea y le reconozca por el Ángel de Dios, haré lo que me dices; pero si amas a otro hombre, sepas que a ti y á él os atravesaré con mi espada.» 

Sin turbarse la virgen, le dice: 
—Valeriano, si quieres seguir mi consejo, y consientes en ser purificado en las aguas de la fuente que saltan hasta la vida eterna; si crees en el único y verdadero Dios, que reina en los cielos, podrás ver el Ángel que 
vela en mi defensa. 

—¿Y quién me purificará para que vea tu Ángel? 
—Hay un anciano—le respondió Cecilia— que purifica á los hombres, después de lo cual pueden ver al Ángel de Dios. 
—¿Y dónde hallaré á ese anciano?— replicó vivamente su esposo, impaciente por conseguir tan grande dicha. 
Satisfecha Cecilia de la primera entrevista tenida con su esposo, y en la seguridad de que el Señor acabarla la obra comenzada, le dio las instrucciones convenientes para que lograse la gracia de la regeneración. 
Á fin de que la narración se haga más inteligible, conviene explicar quién era el anciano que tanto bien hacía á las almas, y dónde vivía. Herodes Ático, retórico ateniense, preceptor de Marco Aurelio y de Lucio Vero, había construido a su esposa Ania Atilia Regila un sepulcro de varios edificios cerca de la vía Apia, que llegaron a convertirse en un arrabal, a quien puso por nombre Triopio. 

Éste confinaba con las catacumbas de Pretéxtate, no lejos del inmenso cementerio cristiano de Domitila y del de Lucina, enriquecidos con los sagrados despojos de muchos confesores de la fe y de innumerables mártires. A derecha ó izquierda de la vía habían construido las familias cristianas no pocos sepulcros de familia, en sus granjas ó sitios de recreo, que protegían los trabajos subterráneos de las catacumbas, poniendo a los fieles a cubierto de la policía urbana.

Conocedores los cristianos del santo y seña que los distinguía de los paganos, podían fácilmente penetrar en los venerables subterráneos para participar con seguridad de los divinos misterios, sin intervención de los 
profanos. 

Por muerte de San Sotero, ocupaba la silla de San Pedro San Eleuterio. No pudiendo el nuevo Pontifico visitar frecuentemente el barrio de la vía Apia, por estar tan apartado, y atender por sí al cuidado y vigilancia de aquella parte de su rebaño, había puesto por Vicario suyo y superior de aquella región al obispo San Urbano. 
Este santo prelado estaba en íntima relación con Cecilia, porque ella, con ocasión de ir á una propiedad que tenían los Cecilios junto al cementerio de Pretéxtate, de de llevar abundantes limosnas con que la 
joven romana socorría á los fieles necesitados, visitaba frecuentemente aquel centro tan importante de la Roma cristiana. 

Los pobres veían en Cecilia la providencia visible, y como la mano dadivosa de Dios, que no se olvidaba de socorrerlos con largueza. Era, pues, el nombre de Cecilia muy grato al santo Obispo y a los pobres, que con 
mucho disimulo, al propio tiempo que pedían limosna a los transeúntes, servían de guías á los fieles, y guardaban las entradas de las catacumbas, para que los gentiles no profanasen aquellos venerandos asilos. 

Parece desprenderse de las Actas que, previendo la virgen romana con luz sobrenatural lo que iba á suceder, había dado las instrucciones convenientes á los pobres cristianos del Triopio. Así que, oída la pregunta de Valeriano que ¿Dónde encontraría al anciano por quien tanto suspiraba? le dijo su esposa: «Sal de la ciudad por la vía Apia, y al llegar a la tercera milla, hallarás a unos hombres que te pedirán limosna. Aquellos pobres son objeto de mi constante solicitud, y conocedores de mi secreto.» 

Al acercarte á ellos, los saludarás en mi nombre, diciéndoles: «Cecilia me dirige a vosotros para que me encaminéis al santo anciano Urbano, a quien tengo que dar un »recado en secreto.» En viendo al anciano, le dices las palabras que has oído de mi boca, y después de purificarte, te vestirá de vestidos nuevos y 
blancos. Así que vuelvas a este sitio donde te estoy hablando, verás al santo Ángel, que será ya amigo tuyo, y de él obtendrás cuanto le pidas.»

Bautismo de Valeriano

¡Poder irresistible de la gracia! Empezaba á rayar el alba. El joven romano, como ciervo sediento que corre á la fuente de las aguas, dejó á Cecilia, se encaminó al sitio indicado, y guiándole los pobres a la presencia de San Urbano, refirió a éste lo que le acababa de pasar con su esposa.
 
El santo Obispo, inundada el alma de gozo, cae de rodillas, y levantando los brazos al cielo, exclama, derramando lágrimas de consuelo: <<¡Oh Señor Jesucristo, autor de las castas resoluciones, recibid el fruto de la divina semilla que en el corazón de Cecilia habéis sembrado! ¡Oh Pastor de las almas! vuestra sierva Cecilia, como elocuente oveja, ha cumplido el cargo que le habéis encomendado. »Halló a este su esposo como a león bravo y le ha trocado en manso cordero. Si Valeriano no hubiera creído ya, no habría venido hasta aquí. Abridle, Señor, los oídos de su corazón, para que conozca que vos sois su Criador, y renuncie al demonio, a sus 
pompas y á sus ídolos.» 

Mientras que el Santo oraba y estaba; Valeriano enteramente conmovido, se les apareció a entrambos un anciano venerable, vestido con vestiduras blancas como la nieve, el cual tenía en la mano un libro escrito con 
letras de oro. Era San Pablo, apóstol de los gentiles. A su vista cae al suelo el joven aterrado. El augusto anciano le levanta con bondad y le dice: «Lee las palabras escritas en este libro, y cree, y merecerás ser purificado, y contemplar al Ángel cuya vista te ha prometido la fidelísima virgen Cecilia.»
 
Levanta los ojos Valeriano, y sin pronunciar una palabra, lee esta sentencia: «Un solo Dios, una sola fe y un solo bautismo. Un solo Dios, padre de todos, que es sobre todos, y por todas las cosas y en todos nosotros.>>

Cuando hubo acabado de leer, le dijo el anciano: ¿Crees que es así? — Nada hay más verdadero en el cielo— le respondió Valeriano con energía;
—nada que deba ser creído con más firmeza.»
 
Desapareció San Pablo; el santo Obispo  instruyó al neófito en las principales verdades de la fe, le regeneró en el agua bautismal, le hizo participar de los divinos misterios, y le envió a verse con su esposa. 

¿Qué había hecho Cecilia en aquellas pocas horas? Con sus fervientes ruegos acompañaba a su esposo, y le obtenía del cielo abundancia de gracias para que se obrase en su corazón aquella admirable trasformación. 
Animado Valeriano del ardiente deseo de ver al Ángel, corrió presuroso, vestido de la túnica blanca de los neófitos, y encontró a Cecilia donde la había dejado, haciendo oración. A su lado estaba un Ángel hermosísimo, 
cuyo rostro resplandecía como el sol, y sus dos alas brillaban como si fuesen de purísimo fuego. Tenía dos coronas, una en cada mano, formadas de rosas y de azucenas, de una frescura incomparable, cuya hermosura era embeleso de los ojos, y recreo del olfato su inexplicable fragancia. 

Puso a cada uno de los dos jóvenes su corona en la cabeza, diciéndoles que el esposo de las vírgenes les presentaba aquel regalo, cuyas flores jamás se marchitan, ni pierden su suavísimo olor; pero que no podrían ser vistas sino de las almas puras y castas.
 
«Ahora, ¡oh Valeriano!— añadió el Ángel— puesto que te has conformado con el casto deseo de Cecilia, Jesucristo, hijo de Dios, me envía para acoger cualquiera petición que le hagas.» El amor de Dios es activo, y no puede apoderarse de un corazón sin que en seguida tienda á comunicarse a los demás. Acaba Valeriano de convertirse á la fe, y ya le vamos a ver hecho un apóstol. Tenía un hermano, llamado Tiburcio, a quien amaba entrañablemente; pero éste era gentil. 

Oyendo, pues, Valeriano el ofrecimiento del Ángel, se postra á sus pies, y lleno de gratitud le dice : «Nada hay en el mundo a quien estime tanto como a mi hermano. ¡Y será para mí cosa muy dura, ahora que me veo 
libre de la idolatría, dejarle á él en peligro de perderse para siempre! Una cosa pido á Jesucristo, y es que libre á mi querido Tiburcio, como me ha librado a mí, y nos haga á ambos perfectos en la confesión de 
su nombre.» 

Brilló en el rostro del Ángel un reflejo de la alegría que tienen en la conversión de los pecadores, y le dijo: «Puesto que has pedido una gracia que Jesucristo está aún más dispuesto a conceder que tú deseoso de conseguirla, te hago saber, que así como ha ganado tu corazón por medio de su sierva Cecilia, del mismo modo ganarás tú el de tu hermano, y ambos recibiréis la palma del martirio.» Dicho esto, el Ángel desapareció.

Difícil sería querer explicar los transportes de gozo a que se entregaron el nuevo cristiano, tan favorecido de Dios, y la esclarecida virgen Cecilia. ¿De qué iban a hablar, y en qué se habían de ocupar sus entendimientos y corazones, sino de la infinita dignación y bondad de Dios para con ellos?
 
El Ángel había anunciado el martirio de Valeriano y Tiburcio; pero también Cecilia ceñía la celestial corona, donde, para entretejerla, a las azucenas, símbolo de pureza, se unían las rosas, emblema del martirio.

Conversión de Tiburcio

Breves se hacen las horas al que ama; pero largas y perezosas al que espera. Entretenidos seguían en su celestial conversación los dos esposos, mientras Tiburcio estaba fuera, impaciente por saludarlos. Siendo Cecilia esposa de su querido hermano, la debía considerar como a hermana.
 
Entró, pues, y saludó á la joven dándole un  ósculo fraternal. Pero ¿Cuál fue su sorpresa 
al sentir que de la cabeza de Cecilia salía un suavísimo perfume, como de frescas y delicadas flores de primavera?
 
— Cecilia —le dice— en esta estación, ¿de dónde viene este olor tan grato a rosas y azucenas? Aunque tuviese yo ahora en mis manos el más escocido ramillete de flores no gozaría del grato aroma que respiro. Y lo mejor del caso es que este olor me penetra hasta el alma, llenándola de inexplicable gozo.
 
—Tiburcio, yo soy —le dijo Valeriano— el que te ha conseguido el favor de sentir esa suave fragancia: si quieres creer, basta merecerás ver con tus propios ojos las flores de que emana. Entonces conocerás á Aquél cuya sangre es roja como las rosas, y su carne blanca como las azucenas. Cecilia y yo ceñimos coronas que tus ojos no pueden ver todavía: las flores de que están formadas tienen el color de la púrpura y la blancura de 
la nieve. 

—¿Estoy soñando —replicó Tiburcio— ó es verdad todo lo que dices? 
—Hasta ahora —añadió su hermano— nuestra vida sólo ha sido un sueño; pero ya estoy en la verdad, y no hay falsedad alguna en cuanto he dicho, ¡porque los dioses que adorábamos no son más que demonios! 
—¿Cómo lo sabes?— le interrumpió Tiburcio.

Y Valeriano le respondió:
—El ángel de Dios me ha instruido, y tú también podrás verle en todo su esplendor, si consientes en 
purificarte de la mancha de la idolatría. 
—¿Y cuánto tiempo tendrá que durar esa purificación que me ha de hacer digno de ver  al ángel de Dios? 
— Se acabará pronto —respondió el esposo de Cecilia: 
—júrame solamente que renuncias á los ídolos, y que sólo hay un Dios en los cielos. 
—Nada entiendo de cuanto me dices— le contestó Tiburcio.
—¿Qué pretendes al exigirme esa promesa? 
Con mucha razón había guardado silencio la virgen mientras duraba el diálogo de los dos hermanos, para dejar aquel justo desahogo al celo del nuevo neófito. Pero ella, instruida desde su niñez en la doctrina evangélica, sabía mejor que su esposo las razones que había de presentar a un pagano para apartarle del culto de los ídolos. 

Valiéndose, pues, de los argumentos de  los Profetas, de los empleados por los apologistas cristianos, y de lo que decían los mártires cuando se hallaban delante de los jueces, para demostrar la vanidad de los simulacros, 
ante los cuales se postraban pueblos y naciones enteras, dijo así Cecilia: 
—Me admiro, querido Tiburcio, de que no hayas comprendido todavía que estatuas de tierra, madera, piedra ó bronce, ó de cualquier otro metal, no pueden ser dioses. Esos vanos ídolos, sobre los cuales construyen las 
arañas sus telas, y los pájaros ponen sus nidos, y aun a los que manchan y afean impunemente; esas estatuas, cuya materia ha sido sacada de las entrañas de la tierra por mano de malhechores condenados a las minas, ¿Cómo pueden los hombres tenerlas por dioses, y colocar la confianza en tales objetos? Dime, Tiburcio, ¿hay alguna diferencia entre un cadáver y un ídolo? El cadáver conserva todos sus miembros; pero no tiene respiración, ni voz, ni sentimiento: de la misma manera el ídolo tiene también los miembros inhábiles para toda acción, aún más que los de un hombre muerto. Por lo menos, mientras que el hombre gozaba de vida, sus ojos, oídos, boca, olfato, pies y manos hacían su oficio; pero el ídolo ha empezado por la muerte, y sigue y permanece en la muerte, sin haber vivido ni poder vivir jamás. 

Convencido Tiburcio de la vanidad de los simulacros, a los que hasta entonces había ofrecido incienso, exclamó con energía — Sí, así es; y el que no lo entienda es un irracional, Cecilia, trasportada de júbilo al oir esta 
respuesta, y estrechándole entre sus brazos: 
—Ahora, le dijo, te reconozco por mi hermano. El amor del Señor ha hecho de tu hermano mi esposo, y el desprecio que muestras a los ídolos, hace de mí tu verdadera hermana. Llegado es el momento en que vas a 
creer. Vete, pues, con tu hermano a recibir la regeneración. Entonces verás los ángeles,  después de haber obtenido el perdón de tus culpas.
 
—¿Quién es ese hombre a quien me vas a llevar? —preguntó Tiburcio; y Valeriano le 
respondió:
—Un gran personaje, que se llama Urbano, anciano de cabello blanco, rostro angelical, de palabras llenas de verdad y sabiduría, 
— No sea —dijo Tiburcio— ese Urbano a quien los cristianos llaman su Papa(1). 
He oído decir que ha sido condenado dos veces, y que se ve obligado a vivir oculto. ¡Si lo descubren será entregado á las llamas; y nosotros, si nos hallan con él correremos la misma suerte, y por querer buscar una divinidad que se esconde en los cielos, hallaremos en la tierra un suplicio cruel!»
 
Viendo Cecilia que no estaba todavía Tiburcio en disposición de despreciar los tormentos del mundo, le dijo: 
—En efecto, si no hubiera más que esta vida presente, y no existiera otra, con razón temeríamos perderla; pero si hay otra vida, que no ha de terminar jamás, ¿será justo temer tanto perder ésta, que ha de pasar, cuando sacrificando- la aseguramos la que ha de durar para siempre?
 
Este lenguaje era muy nuevo para un joven educado en la sociedad romana del segundo siglo, en que reinaban las más vergonzosas supersticiones, la corrupción de costumbres más desenfrenada, y todas las  aberraciones de la filosofía escéptica. 

Por eso replicó: Jamás he oído cosa semejante. Pues qué, ¿hay otra vida después de ésta? 
—¿Y puede llamarse vida —le contestó la virgen— la que vivimos en este mundo? Después de ser juguete de los dolores del cuerpo y del alma, termina con la muerte, que da fin lo mismo a los placeres que a los dolores. Acabada esta vida, se pudiera decir que ni siquiera ha existido, porque lo que ya no existe es como nada. Por lo que mira a la otra vida que sucede á la primera, tiene goces sin fin para los justos, y suplicios 
eternos para los pecadores. 
—Pero —replicó Tiburcio— ¿Quién ha ido a esa vida, y quién ha vuelto de ella para instruirnos de lo que allí pasa? ¿En qué testimonio nos apoyaremos para creer?
 
Levantóse entonces Cecilia, y revistiéndose su voz y todo su semblante de la majestad de un apóstol, dijo estas imponentes palabras: 
— El Criador del cielo, de la tierra y de los mares, el Autor del linaje humano y de todos los seres que nos rodean, ha engendrado de su propia sustancia un Hijo, antes de toda creación, y ha producido eternamente de su 
misma naturaleza, y por su inefable amor, al Espíritu Santo: al Hijo, por el que debía crear todas las cosas; al Espíritu Santo, por el que las vivifica. Cuanto existe, el Hijo de Dios, engendrado por el Padre, lo ha 
creado; y todo lo que ha sido creado, lo ha animado el Espíritu Santo, que procede del Padre.
 
—¡Cómo! —exclamó Tiburcio— Hace poco decías que solamente se ha de creer en un solo Dios, que está en el cielo, ¿y ahora me hablas de tres? 
A que respondió Cecilia: 
—No hay más que un Dios en su majestad; y si quieres concebir cómo este Dios existe en la Trinidad santa, oye esta comparación. Un hombre posee la sabiduría; por sabiduría entendemos el ingenio, la memoria y la inteligencia : el ingenio, que descubre las verdades; la memoria, que las conserva; la inteligencia, que 
las busca. ¿Admitiremos por esto muchas sabidurías en el mismo hombre? Pues si un mortal posee tres facultades en sola la sabiduría, ¿hallaremos dificultad en admitir una Trinidad majestuosa en la esencia única de 
Dios todopoderoso? 

Ofuscado Tiburcio por la viva luz de este  incomprensible misterio, Cecilia le dijo: 
—No es capaz la lengua humana de elevarse a tan sublime explicación: el ángel de Dios es quien habla por tu boca. La divina luz que ilumina a todo hombre que viene á este mundo había penetrado en el entendimiento de Tiburcio. Este, volviéndose á su hermano, le dijo: 
—Valeriano, lo confieso; el misterio de un solo Dios nada tiene que me detenga: solamente deseo una cosa, y es oír la continuación de ese admirable discurso, que ha de satisfacer todas mis dudas. 
— Tiburcio, a mí es —le dijo Cecilia— a quien debes dirigirte. Tu hermano, revestido todavía de la estola blanca de los neófitos, no está en disposición de responder a todas tus preguntas; pero yo, como he sido instruida desde la cuna en la sabiduría de Cristo, dispuesta estoy a responderte a cualquiera dificultad que tengas. 

— Pues bien—dijo Tiburcio — deseo saber quién os ha hecho conocer esa otra vida que los dos me habéis anunciado. 
La virgen, volviendo á tomar su voz y su semblante un tono y aire de inspiración divina, continuó diciendo: 
— El Padre envió de los cielos a la tierra á su único Hijo, y una virgen lo concibió. El Hijo, estando en la montaña santa elevando la voz, pronunció estas palabras : « Pueblos, venid todos a mí. Entonces acudieron a 
oírle todas las edades, sexos y condiciones, y a todos les dijo : «Haced penitencia por la ignorancia en que habéis caído, porque llegado es el reino de Dios, que ha de poner fin al reino de los hombres. Dios quiere hacer participes de su reino á los que creyeren, y el que fuere más santo recibirá en él mayores honores.
 
»Los pecadores serán atormentados con suplicios eternos, y una hoguera inextinguible los devorará sin cesar. Por lo que toca á los justos, se verán rodeados de un esplendor eterno de gloria, y gozarán de deleites sin fin.» No busquéis, pues, hijos de los hombres, los goces fugitivos de esta vida, sino aseguraos la felicidad eterna de la vida que está por venir. La primera es corta; la segunda dura siempre.» 
Los pueblos, al principio, no quisieron creer al oráculo divino, y también ellos dijeron: «¿Quién es el que ha entrado en esa vida, y de ella ha vuelto para asegurarnos de la verdad de lo que dice?» 
El Hijo de Dios les respondió: «Si os hago ver que muertos enterrados por vosotros mismos vuelven a la vida, ¿seguiréis siendo incrédulos á la verdad? Si no creéis a mis palabras, creed, á lo menos, a mis prodigios.»
 
Para quitar todo pretexto de duda, iba con los pueblos a los sepulcros, y llamaba a la vida los muertos enterrados tres o cuatro días antes, y que exhalaban el olor de cadáveres en putrefacción. Caminaba a pie enjuto sobre las olas del mar, mandaba a los vientos, y calmaba las tempestades. A los ciegos daba vista; a los 
mudos la palabra; oído á los sordos; el uso de sus miembros a los cojos y paralíticos; libraba á los poseídos del espíritu malo, y ponía en fuga a los demonios.
 
Pero los impíos se irritaron al presenciar estos milagros, porque los pueblos los dejaban a ellos para seguir al Hijo de Dios, echaban por el suelo sus vestidos para que caminase éste sobre ellos, y clamaban: ¡Bendito sea 
el que viene en el nombre del Señor!» Unos hombres llamados Fariseos, llenos de envidia por estos triunfos, le entregaron al gobernador Pilatos, diciendo que era mago y criminal. Levantaron una sedición tumultuosa, en medio de la cual le crucificaron. Él, sabiendo que su muerte iba á ser causa de la salud del mundo, se dejó prender, insultar, azotar y llevar á la muerte. Sabia que sola su Pasión podía encadenar al demonio, y tener sujetos en las llamas atormentadoras a los espíritus inmundos.
 
Fue, pues, cargado de cadenas el que no cometió maldad, para que él linaje humano se viese libre de las ataduras del pecado. Fue maldecido el Autor de toda bendición, para que nos viésemos libres de la maldición 
eterna. 

Permitió ser hecho el juguete de los hombres perversos para que no siguiésemos siendo el juguete y escarnio de los demonios. Recibió en su sagrada cabeza una corona de espinas para librarnos de la pena eterna que las espinas de nuestros pecados habían merecido. Dejó que le aplicasen hiel a la boca para, restablecer en el hombre el sentido del gusto que nuestro primer padre había pervertido el día en que la muerte entró en el mundo. 

Recibió en su boca el vinagre para atraer a sí toda la acritud que circulaba por nuestras venas, queriendo beber él mismo el cáliz que nosotros habíamos merecido. Fue despojado para cubrir con su vestido de extraordinaria blancura la desnudez que en nuestros primeros padres produjo su docilidad a los pérfidos consejos de la serpiente. Fue clavado en el árbol de la cruz para destruir la prevaricación que nos vino por 
otro árbol. Dejó que la muerte se acercase a Él, para que fuese vencida en la lucha, y de 
este modo, la que había reinado por la serpiente, se viese cautiva de Cristo, como la  misma serpiente. 

Por fin, luego que los elementos contemplaron al Criador elevado sobre la cruz, temblaron de horror; la tierra se estremeció; se hundieron las rocas; el sol espantado se oscureció y un lúgubre velo cubrió el mundo. 
Una sangrienta nube interceptó los pálidos rayos de la lima, y desaparecieron las estrellas del cielo. La tierra, dando gemidos como de parto, devolvió los cuerpos de muchos santos, que salieron de sus sepulcros para atestiguar que el Salvador había bajado á los infiernos, había arrancado el cetro al demonio, y muriendo, había domado a la muerte, la cual, desde aquel punto, quedaba encadenada y sujeta bajo los pies de los que creyesen en él. Esta es la razón de alegrarnos cuando somos maltratados por su nombre, y de cifrar nuestra gloria en las persecuciones. Y no puede menos de ser así, pues nos consta que nuestra vida caduca y miserable será reemplazada por la eterna que el Hijo de Dios, resucitado de entre los muertos, prometió á los Apóstoles, que le vieron subir al cielo.
 
Basta el testimonio de tres solas personas para convencer a un sabio; pero Cristo  resucitado, no contento con dejarse ver de los doce Apóstoles que había escogido, se apareció á más de quinientas personas, no queriendo que tuviésemos el menor pretexto de duda respecto á un prodigio tan extraordinario. Sus discípulos, enviados por él a predicar en el mundo todas estas maravillas, confirmaron su predicación con evidentes milagros. En nombre de su Maestro curaron toda clase de enfermedades, ahuyentaron los demonios, y devolvieron la vida a los muertos. 

Creo, Tiburcio, que nada he dejado para satisfacer á tu pregunta. ¿No te parece ahora Justo despreciar de corazón la vida presente, y buscar con empeño y valor la venidera? El que cree en el Hijo de Dios y guarda 
sus mandamientos, ni siquiera se verá atacado por la muerte al dejar este cuerpo corruptible ; antes bien, será recibido por los ángeles, que le conducirán, a la región bienaventurada del paraíso.
 
Pero la muerte se une al demonio para encadenar a los hombres, enredándolos en mil distracciones, y haciendo que imprudentemente se preocupen con multitud de cosas que les hacen creer necesarias. Unas veces los intimida el temor de una desgracia; otras los cautiva la esperanza de alguna ganancia; ya los encanta la hermosura sensible; ya los arrastra la intemperancia. En fin, valiéndose la muerte de toda clase de engaños, procura, para mal de los hombres, que sólo piensen en la vida presente, a fin de que sus almas, al salir de los 
cuerpos, estén enteramente desnudas, sin tener sobre ellas sino el peso de los pecados.
 
Bien veo, Tiburcio, que no he hecho más que tocar algunos puntos de tan vasto argumento: si quieres continuar oyéndome, dispuesta estoy a proseguir.

(1) En la primitiva Iglesia se daba á los Obispos el título de Papa, y sólo muchos siglos después se aplicó exclusivamente á los romanos Pontífices.

Bautismo de Tiburcio

Tal fue el discurso de Cecilia. Nadie al leerlo creería que era obra de una joven de quince, ó, cuando más, de diez y siete años. Es que la luz divina se goza en reflejarse en las inteligencias puras, derramando abundantemente en ellas sus divinos dones. Bien se ve que la joven romana, aunque obligada a vivir guardando todas las conveniencias de su elevado rango, ponía más empeño en agradar á Dios que en complacer al mundo, 
y tenía más complacencia en ser hija de Dios y discípula del Crucificado, que en descender de ilustre linaje.
 
¡Con qué avidez leería los libros santos, y escucharía la palabra de Dios, y la meditarla en el retiro de su habitación, a solas con Dios y con sus santos ángeles, cuando con tanta sabiduría, oportunidad y convicción la explicaba á los dos jóvenes! ¿Qué efecto hicieron sus elocuentes palabras en el corazón del gentil? Como éste 
preguntaba con ánimo sincero, y verdadero deseo de instruirse, la virgen obtuvo el apetecido triunfo.
 
Echándose Tiburcio a los pies de Cecilia, dando rienda suelta á las lágrimas de dolor y de consuelo, no pudo menos de prorrumpir en esta vehemente exclamación: 
—Si alguna vez se apegan mi corazón ó mi pensamiento a la vida presente, consiento en no gozar de la venidera. Disfruten los insensatos de las ventajas que tanto les interesan, de la vida que pasa; por lo que á mí toca, que hasta ahora he vivido como al acaso, y como si para ningún fin hubiera sido criado, no será así en adelante. 
— Querido hermano —dijo, volviéndose a Valeriano— compadécete de mí. No más dilación. Cualquiera tardanza me espanta, sin poder soportar por más tiempo el peso que me abruma. Llévame en seguida al varón de Dios, para que me purifique y me haga partícipe de esa vida cuyo deseo me consume. 

El corazón de Cecilia respiraba ya con sosiego, libre de los sobresaltos y temores pasados. Dios había oido su oración: sus lágrimas y suspiros, la penitencia y limosnas no habían sido infructuosas en el acatamiento divino. Por muy bien empleadas daba las horas que habia quitado al sueño, y al cuidado y arreglo superfino de su cuerpo, para emplearlas en el adorno de su inteligencia, y la formación de su corazón. La gracia de Dios se complace en triunfar de la fortaleza humana, valiéndose de instrumentos ineptos e ineficaces de suyo. 

Si la debilidad de la mujer mundana es bastante poderosa para pervertir á su marido con sus malos ejemplos y conversaciones, no han de ser menos poderosos los buenos ejemplos, palabras y oraciones de la mujer cristiana para convertir y santificar a su marido y a las personas que la rodean.

Al contento que tenían los dos hermanos de ver y oír á Cecilia se sobrepuso el deseo de ir a la habitación del santo obispo Urbano. Indecible fue el nuevo consuelo que recibió el venerable Prelado al oír el último 
triunfo de Cecilia. Dadas al Señor las debidas gracias por su inefable bondad, el nuevo catecúmeno bajó a la piscina de la salud, de la que salió purificado, con derecho a gozar de la verdadera vida por la que ardientemente había suspirado. Valeriano volvió á la casa de su esposa, dejando al nuevo bautizado para que pasase en compañía del santo Obispo los siete días durante los cuales llevaban los neófitos la vestidura blanca. Las circunstancias excepcionales que concurrían en él habían sido causa de que por la mañana le hubiesen dejado salir sin cumplir aquel requisito.
 
En ellos recibió Tiburcio el sacramento de la Confirmación, comunicándole el Espíritu Santo la abundancia de sus dones para resistir como buen soldado á las acometidas de los enemigos; recibió el pan eucarístico, 
que diviniza al hombre, haciéndole participante, en cuanto le es dado, de la naturaleza divina.
 
Despidióse de San Urbano, volvió á juntarse con Cecilia y con su hermano, y el Señor le cumplió la palabra que ambos le habian dado de que, purificada su alma, lograría ver al ángel que había coronado a los dos esposos.

Preparación para el martirio

Valeriano y Cecilia Vivian como hermanos, recompensándoles el Señor con sobreabundancia de gozo espiritual, y verdadera paz y alegría del alma, los placeres terrenos de que voluntariamente se privaban por amor suyo.
 
Unos mismos eran sus deseos y esperanzas, unos sus gustos y consuelos. La compañía de su esposo, lejos de impedir a Cecilia la práctica de la oración y del ayuno, la lectura de los libros santos y la beneficencia 
para con los indigentes, le servía de mayor estímulo, autorizando y protegiendo sus buenas obras, participando del mérito y cooperación, y proporcionándole mayor facilidad y más copiosos recursos con que socorrer a los necesitados. 

De este modo, por inesperados caminos, había dispuesto la divina providencia que la compañía de Valeriano fuese para Cecilia un don suyo e inestimable beneficio, y que a su vez, con el trato y comunicación de la virgen, obtuviese su esposo mil y mil medios de confirmarse en la buena resolución tomada, disponiéndose ambos para cumplir los admirables designios que sobre ellos tenía el cielo.
 
Empezaba el año 178. Desde el anterior la persecución contra los cristianos se habla recrudecido, viéndose obligadas muchas veces las autoridades a castigar a los cristianos para aplacar el clamor popular, que 
se enfurecía contra ellos. Roma había presenciado últimamente el martirio de no pocos cristianos. El encargado de perseguirlos y atormentarlos, como delegado del prefecto de Roma, se llamaba Almaquio, y sobresalía por su crueldad y refinada malicia; pues no contento con atormentar en vida á los confesores de Cristo, procuraba que sus despedazados cuerpos careciesen del honor de la sepultura.
 
Por su parte los fieles trabajaban incesantemente en agrandar las galerías de las catacumbas, preparando nuevos nichos para recoger las reliquias de los mártires, rescatándolas con gruesas sumas, o sustrayéndolas a la vigilancia de los ejecutores. En el barrio Triopio, donde moraba San Urbano, á la izquierda de la via Apia, no lejos de las criptas de Pretéxtate y de Lucina, estaba construyendo a su costa la familia de los Cecilios un nuevo cementerio, probablemente por iniciativa de la esposa de Valeriano.
 
Como la persecución se dirigía principalmente contra los cristianos de condición inferior, los dos hermanos, animados por Cecilia, pudieron consagrarse a comprar y recoger los santos despojos de los soldados de Jesucristo, y tributarles los honores debidos a su valor y constancia en los tormentos.
 
Jóvenes llenos de vigor y entusiasmo, admiradores de la hermosura de los ángeles y del amor con que miran  los justos, deseosos de ver el cumplimiento de las magníficas promesas que para la otra vida les hablan hecho, poseedores de inmensas riquezas, y respetados por su noble linaje, podían más fácilmente que otros muchos dedicarse enteramente  aquella obra de misericordia y de piedad.
 
No contentos con arrebatar o comprar los cuerpos de los mártires, llegaba su solicitud á procurarse los instrumentos del martirio, para legar a la posteridad cristiana el testimonio completo de la victoria. 
Recogían cuidadosamente la sangre de las gloriosas victimas, con esponjas, y exprimiendo éstas, la depositaban en ampolletas, para colocarlas en los respectivos nichos juntamente con los cuerpos santos; pues aunque hubiesen sido de pobres y personas despreciables según el mundo, pertenecían a cristianos, templos vivos de Dios, y ya poseedores del reino celestial. Cuando los mártires perecían en las llamas, como sucedió a muchos aquellos días, la sepultura era más fácil, y se requería menos sitio para guardar las reliquias. 

Como Valeriano y Tiburcio no se arredraban por peligro alguno, con tal de ejercer su caridad con los vivos y con los muertos, pronto fueron denunciados á Almaquio, acusándolos de sus larguezas a personas viles, 
y de que infringían la prohibición de inhumar los cuerpos de los mártires. 

Los dos hermanos ante Almaquio
 
Acusados que fueron Valeriano y Tiburcio, los hizo comparecer Almaquio en su 
tribunal. A l llamar éste á su presencia a los 
dos jóvenes patricios, no tenia intención de 
darles la muerte, sino de intimidarlos, y 
obtener en su apostasía ó en su castigo alguna satisfacción por la violación pública de 
sus órdenes. 
—¡ Cómo! — les dijo—vosotros, que por vuestro nacimiento tenéis derecho á las principales dignidades y titules, ¿habéis renegado de vuestro linaje hasta asociaros la más supersticiosa de las sectas? Me dicen que disipáis vuestra fortuna, prodigándola a personas de la más baja condición, y que hasta os rebajáis á sepultar A los miserables que han sido castigados por sus crímenes. 
Cualquiera pudiera deducir que eran cómplices vuestros, y que eso es lo que os mueve á darles honrosa sepultura. 

No pudo contenerse el más joven de los dos hermanos sin responderle : 
—¡Ojalá se dignasen admitirnos en el número de sus siervos esos á quienes tú llamas cómplices nuestros! Ellos han sabido 
despreciar lo que parece ser algo, y sin embargo es nada. 
Muriendo han obtenido lo que no parece 
todavía, y que; no obstante, es la sola realidad. ¡ Quién pudiera imitar su santa vida, y 
seguir algún día sus pisadas! 
Desconcertado Almaquio por esta tan valiente respuesta, buscó un pretexto para interrumpirle , y así le preguntó : 
—Dime, Tiburcio, ¿Cuál de vosotros dos tiene más edad? 
— Ni mi hermano es de más edad que yo—respondió Tiburcio— ni yo soy más joven que él ; pues el Dios único, santo y eterno nos ha hecho á los dos iguales por la gracia. 
—¿Y qué es lo que parece ser algo y no es nada ? 
—Todo cuanto hay en el mundo, todo lo que arrastra las almas á la muerte eterna, 
en la que viene á parar la felicidad temporal. 
—Dime ahora—prosiguió Almaquio, — 
¿Qué es lo que no parece todavía, y con todo es la sola realidad? 
—Es—respondió Tiburcio—la vida futura para los justos , y el suplicio que está reservado para los malos. Aquélla y éste se acercan, y con culpable disimulación cerramos los ojos del corazón para no ver ese terrible 
porvenir. 
Fijamos los ojos del cuerpo en los objetos terrenos y perecederos, y mintiendo á nuestra propia conciencia , nos atrevemos á acriminar el bien aplicándole los términos que no convienen sino al mal, y á cohonestar el 
mal llamándole con las palabras. que sirven para designar el bien. 
 
Interrumpióle Almaquio diciendo: 
—Estoy cierto de que no hablas según 
piensas. 
—Dices verdad-—le contestó Tiburcio;—• 
yo no hablo según pensaba cuando era de este siglo, sino según me hace pensar el que 
he recibido en lo más íntimo de mi alma, mi Señor Jesucristo. 
Almaquio, contrariado por oír de los labios del joven patricio este nombre sagrado, 
que atestiguaba la profesión del cristianismo en el que con tanto fervor lo pronunciaba, le dijo: 

—¿ Pero sabes lo que dices ? 
— Y tú —respondió á su vez Tiburcio,— 
¿sabes lo que preguntas? 
—Joven—le dijo el juez,—estás exaltado. 
—Conozco, sé y creo—le respondió él,— 
que cuanto he dicho es verdad. 
—Pero yo no lo entiendo—añadió el magistrado,—y no puedo entrar en ese orden 
de ideas. 
Valiéndose entonces el joven de las palabras de San Pablo, le dijo:
— El hombre animal no apercibe las cosas que son del Espíritu de Dios, mas el espiritual juzga todas las cosas, y él no es juzgado de nadie.
Se sonrió Almaquio de despecho, disimulando la injuria que acababa de recibir; y no queriendo que el joven se comprometiese más y le comprometiese á él también, le hizo apartar, y ordenó á Valeriano que se le 
acercase. 

—Valeriano —le dijo— tu hermano no tiene la cabeza sana; tú sabrás darme una respuesta sensata. 
—Sólo hay un médico—le respondió Valeriano,—y él se ha dignado tener cuidado de la cabeza de mi hermano y de la mía, comunicándonos su propia sabiduría: éste es Jesucristo, Hijo de Dios vivo. 
—Vamos—le dijo Almaquio — háblame razonablemente. 
—Tus oidos están pervertidos—le respondió el valeroso jóven—y no podrás entender 
nuestro lenguaje. 
Eeprimióse el magistrado, y aunque am-
 
bos hermanos habían hecho clara profesión de 
ser cristianos, no quiso darse por entendido 
y proceder á su castigo, sino que se contentó 
con hacer la apología del sensualismo pagano. 
—Vosotros sois—le dijo—los que estáis 
en el error, puesto que dejais las cosas necesarias y útiles, para ir en pos de vanas 
locuras. Despreciáis los placeres, rechazáis 
la felicidad, aborrecéis todo lo que forma el 
encanto de la vida, y sólo halláis atractivo 
en lo que contraria al bienestar y se opone 
á los placeres. 
Valeriano le respondió con sosiego : 
—Yo v i en tiempo de invierno algunos 
hombres que se divertían en el campo entre 
juegos y risas, entregándose á toda clase de 
placeres. 
A l propio tiempo veía en los campos á 
los labradores que cultivaban la tierra con 
ardor, plantaban viñedos, ingertaban rosales y árboles frutales , y cortaban los arbustos que podían perjudicar á sus plantaciones : todos se ocupaban con tesón en las faenas agrícolas. 

Los hombres entregados á los placeres, 
viendo á los aldeanos, sereian de ellos, burlándose de sus penosos trabajos: «Miserables, 
les decian, dejad esas ocupaciones supérfluas; 
venid y alegraos con nosotros, tomando parte en nuestros juegos y placeres. 
))¿A qué viene fatigarse tanto en tan rudos 
trabajos ? ¿Por qué empleáis vuestra vida en 
tan tristes ocupaciones?» A l decir esto sereian 
á carcajadas, batían palmas, y los provocaban con insultos. 
A la temporada de las lluvias y de los hielos se siguieron los dias serenos : los campos cultivados con tanta fatiga estaban cubiertos de espeso follaje; los rosales ostentaban sus frescas rosas; los racimos colgaban de los • sarmientos como en festones , y 
pendian de los árboles toda clase de frutos, 
hermosos á' la vista y deliciosos al paladar. 
Para los aldeanos, cuyas fatigas parecían 
insensatas, todo era alegría; pero los frivolos habitantes de la ciudad, que se habían 
vanagloriado de ser más entendidos y sabios, 
se hallaron en la miseria, viéndose conde-
 
nados á maldecir con inútiles lamentos y 
tardío arrepentimiento, su ociosidad y molicie. «Y esos son, sin embargo — se decían 
unos á otros—los que nosotros perseguíamos con nuestras burlas. 
)> Nos avergonzábamos de las faenas á que 
se entregaban; horror nos causaba su género 
de vida, creyéndolo miserabilísimo. Ellos 
nos parecían viles y despreciables, y teníamos por deshonrosa su compañía. 
))Pero el resultado ha demostrado que ellos 
eran los prudentes, y que nosotros fuimo» 
desdichados , vanos é insensatos. 
))No nos quisimos tomar la pena de trabajar, y en vez. de ayudarles en sus ocupaciones, engolfados en nuestras delicias nos burlábamos de ellos; pero mira cómo están rodeados de flores , y qué resultado tan brillante han tenido sus trabajos.» 
¡ Qué hermoso espectáculo presentaba el 
noble jó ven romano habjando con tanto entusiasmo de la vanidad del mundo, con tanto amor á la mortificación y al trabajo, en 
medio de la Babilonia de Occidente, que po-

nía á todo el mundo á contribución para satisfacer su sed insaciable de deleites! 
—Has hablado con elocuencia—le dijo 
Almaquio—no puedo ménos de confesarlo; 
pero no veo que bayas respondido á mi pregunta. 
—Pues déjame acabar—le respondió Valeriano.—Nos bas tratado de locos é insensatos porque repartimos nuestras riquezas 
á los pobres, ofrecemos hospitalidad á los 
forasteros, socorremos á viudas y buérfanos? 
recogemos los cuerpos de los mártires, y les 
damos honrosa sepultura. 
Según t u modo de pensar, consiste nuestra locura en que no queremos entregarnos 
á los placeres sensuales, n i prevalemos de 
la nobleza dé nuestro origen para hacernos 
respetar del vulgo ignorante. 
¡Dia vendrá en que recogeremos el fruto de 
nuestras privaciones, y nos regocijaremos, 
miéntras que los que «andan ahora á caza de 
vanos placeres llorarán de rabia por el tardío 
y amargo desencanto! 
E l tiempo presente nos ha sido concedido 

para sembrar; y los que en esta vida siembran nadando en delicias, recogerán en la 
otra el dolor y gemidos, miéntras que los 
que siembran hoy derramando lágrimas pasajeras, recogerán después una alegría que 
no tendrá fin. 
—Según eso—replicó el juez—á nosotros 
y á nuestros invencibles príncipes nos tocará en suerte la eterna desdicha, y solos vosotros poseeréis eternamente la verdadera felicidad. 
—¿ Y quién sois vosotros y vuestros príncipes?—objetó Valeriano.—No sois más que 
hombres, que nacisteis el dia señalado, para 
morir cuando os llegue la hora, y entonces tendréis que dar á Dios estrecha cuenta 
del soberano poder que puso en vuestras 
manos.» 
En mala hora había empezado el desaconsejado magistrado el interrogatorio contra 
los dos fervorosos cristianos. Sólo pretendía 
intimidar á las personas de alto rango, haciéndoles dejar la religión perseguida por las 
autoridades, pues veían que ni los nobles se 

libraban de las pesquisas, n i áun de las denunciaciones del pueblo y de los empleados 
del pretorio. 
En vez de atajar el progreso del cristianismo, lo iba á fomentar publicando la victoria conseguida por los dos patricios adoradores de Jesucristo. 
Estos, lejos de renegar de la fe movidos por 
el temor del castigo, la hablan confesado á 
la faz de Roma, y liabian menospreciado á 
los venerandos emperadores. 
Creyó, sin embargo, el astuto juez hallar 
una salida que le sacase del apuro, pues 
Marco Aurelio no quería de modo alguno 
indisponerse con la nobleza romana, persiguiendo á dos patricios, por más que fuesen 
cristianos, 
«Si dejo en libertad á los interrogados — 
dijo para sí, el juez inicuo — cualquiera se 
creerá con derecho para despreciar las leyes 
y á los legisladores. Por otra parte, no hay 
que pensar en que Valeriano y Tiburcio sacrifiquen abiertamente á los ídolos. Les voy 
á proponer, pues, una cosa más fácil, y si me 
obedecen, salgo victorioso, ellos quedan li -
bres, y en pié las leyes del Imperio.» 
¡Vana astucia del hombre sin Dios y sin 
conciencia! 
Dijoles, pues, el juez : 
—'Basta de discursos inútiles; no más largas, que nos hacen perder inútilmente el 
tiempo. Ofreced libaciones á los dioses, y os 
podréis retirar sin recibir ningún castigo. 
Respondiéronle ellos con libertad cristiana : 
—Todos los días ofrecemos sacrificios á 
Dios, pero no á los dioses. 
— ¿ Y á qué Dios los ofrecéis? 
—¿ Pues qué—respondieron los dos jóvenes—hay acaso más que un Dios ? 
—¿ Cómo se llama ese Dios único?—preguntó Almaquio. 
Respondióle Valeriano : 
—Aunque tomaras alas y te remontases 
todo lo alto que te fuese posible, no podrías 
descubrir el nombre de Dios. 
—¿De modo—replicó el juez—que Júpiter no es el nombre de un Dios ? 

—Te equivocas, Almaquio—dijo Valeriano.—Júpiter es el nombre de un corruptor, 
de un libertino. Vuestros mismos escritores 
nos le pintan como á un homicida y afeado con toda clase de vicios, ¿j tú le llamas 
Dios? 
Me extraña tanto atrevimiento. E l nom 
bre santo de Dios sólo puede convenir alsé r 
que, no teniendo ningún pecado, posea todas 
las virtudes. 
—Quiere decirse—añadió Almaquio—que 
el mundo entero está en el error, y sólo t u 
hermano y tú conocéis al verdadero Dios. 
Oído esto, se llenó de noble entusiasmo 
el corazón de Valeriano; y proclamando los 
grandes progresos del cristianismo, le dijo : 
—No te hagas ilusión, Almaquio : los 
cristianos no pueden ya contarse en el Imperio. Vosotros sois los que formáis la minoría. Vosotros sois las tablas disgregadas 
que flotan en la mar después del naufragio, 
y á las que no aguarda otro paradero que el 
fuego. 
Tanta libertad en un cristiano no podia 
 
quedar sin castigo; pero aunque, según las 
leyes, se le debia aplicar la pena capital, se 
contentó Almaquio con ordenar que le aplicasen la de azotes. 
Lleno de gozo Valeriano al ver que se 
acercaban los lictores para desnudarle y 
atormentarle por el nombre de Jesucristo 
exclamó : 
—Por fin llegó la hora tan deseada de mi 
corazón; el dia de boy será para mí más 
grato que todas las fiestas del mundo. 
Miéntras le azotaban, gritaba el pregonero : • 
— Guardaos de blasfemar de los dioses y 
de las diosas. 
Pero Valeriano, sobreponiéndose al ruido 
de los golpes, y al clamor del pregonero, 
con voz enérgica decía á la multitud que le 
rodeaba : 
— Ciudadanos de Roma, al presenciar este 
tormento, no os arredréis de confesar la verdad. Perseverad firmes en la fe. Creed en el 
Señor, que él solo es santo. 
Destruid los dioses de madera y de pie-

dra, á los que Almaquio ofrece incienso ; reducidlos á ceniza, y sabed que sus adoradores 
serán castigados con tormentos eternos. 
Ansiosa estaba la muchedumbre por ver 
en qué pararla la causa de los acusados. 
También dudaba Almaquio qué determinación tomar ; pero se le acercó su asesor.Tarquinio, y tentándole por la codicia, le decidió diciéndole al oido : 
—Acaba con ellos ahora que tienes buena 
ocasión. Si tardas algo seguirán distribuyendo sus bienes á los pobres hasta gastarlos 
todos, y cuando les des la muerte, nada hallarás. 
Almaquio le entendió perfectamente. Por 
su mandato se presentaron los dos hermanos; Valeriano ensangrentado por los azotes, y Tiburcio, pesaroso de no haber tenido la honra de padecer por Jesucristo. 

El notario de Almaquio

La sentencia dada contra Valeriano j Tiburcio fué que serian conducidos al barrio 
Triopioj situado al fin de la via Apia , entre 
la tercera y cuarta milla. Llevados al templo de Júpiter, que se hallaba al terminar la 
via, y al principio del barrio, si no ofrecían 
incienso al ídolo, se les cortaría la cabeza. 
Máximo, notario de Almaquio, quedó encargado de acompañar á los dos hermanos, 
de traerlos libres si sacrificaban á los ídolos, 
ó de dar testimonio de su ejecución si persistían en la profesión del cristianismo. 
Un piquete de soldados armados iba á la 
disposición del notario, para hacer respetar 
la ley. 
Era el día 13 de abril. Caminaban los 
 
mártires con paso ligero, tranquilo el semblante, conversando mutuamente, dándose 
muestras de alegría y de fraternal amor. 
Siendo para Máximo tan nuevo aquel espectáculo en dos reos llevados al suplicio, 
sin poder contener las lágrimas, les dijo: 
— ; Olí noble y escogida flor de la juventud 
romana! ¡ Olí hermanos unidos por tan tierno 
amor! ¿Os obstinaréis en despreciar los dioses ? ¿Y cómo en el momento mismo de perder todas las cosas corréis á la muerte como 
á un festín? 
— Si no estuviéramos ciertos—le respondió Tiburcio — de que la vida que se ha de 
seguir á ésta durará para siempre, ¿crees que 
tendríamos ahora tanta alegría? 
— ¿Qué vida puede ser ésa?—preguntó 
Máximo. 
A que le respondió Tiburcio : 
— Como el cuerpo se cubre con el vestido, del mismo modo el alma se reviste del 
cuerpo ; y así como se despoja el cuerpo del 
vestido, así también sucederá al alma respecto al cuerpo. 
 
E l cuerpo, cuyo origen es la tierra, será 
devuelto á la tierra, y reducido á polvo, para 
resucitar, como el fénix, á la luz que ha de 
nacer. 
Por lo que mira al alma, si está limpia, 
será llevada á las delicias del paraíso, para 
aguardar en él, gozando de inefables deleites , la resurrección del cuerpo. 
No se esperaba Máximo esta explicación. 
Era la primera vez que oia hablar un lenguaje tan sublime, opuesto al materialismo en que la sociedad pagana vivia sumergida. 
Pero como su corazón, recto de suyo, buscaba la verdad, siguiendo aquella primera 
inspiración de la gracia, dijo á Tiburcio : 
—Si estuviera cierto de que existe esa vida 
futura de que me hablas, creo que también yo 
me sentiría inclinado á despreciar la presente. 
Valeriano, inspirado por el Espiritu Santo, habló asi á Máximo : 
— Puesto que sólo deseas la prueba de la 
verdad que te hemos anunciado, oye la promesa que te hago desde ahora : 

En el momento mismo en qne nos haga 
el Señor la gracia de que dejemos el vestido 
de nuestro cuerpo por la confesión de su 
nombre, se dignará abrirte los ojos para que 
veas la gloria en que entramos. 
Sólo una condición te exige para hacerte 
este favor; que te arrepientas de tus pasados 
errores. 
— Convenido—dijo Máximo,— y me 
ofrezco á los rayos del cielo, si entonces mismo no confieso al Dios único que hace suceder otra vida á 'la presente. Ahora, á vosotros toca cumplir vuestra promesa, haciéndome ver el efecto de ella. 
Ya tenemos al notario de Almaquio deseoso de ser cristiano. Para acabar su conversión, le dijeron los dos hermanos : 
— Haz que esta gente que viene á darnos la muerte nos conduzca á tu casa, donde nos custodiarán sin perdernos de vista. 
Haremos venir al que te ha de purificar, y 
esta misma noche verás lo que te hemos prometido. 
Asi lo hizo Máximo, empezando ya á te-

ner en nada todos sus cálculos sobre la presente vida, sus temores y esperanzas. 
Conducidos á su casa los dos mártires de 
Cristo con la escolta que los acompañaba, sin 
pérdida de tiempo empezaron Valeriano y 
Tiburcio á explicar la doctrina del Evangelio. 
Hasta la familia del notario y los mismos 
soldados asistieron á la predicación de los 
dos Apóstoles, y recibiendo dócilmente la 
divina luz en sus entendimientos y corazones , creyeron en Jesucristo. 
Enterada Cecilia, por un aviso de Valeriano, de lo que estaba pasando, con la prontitud 
y prudencia que le era tan natural, lo dispuso todo de suerte, que, llegada la noche, entró en casa de Máximo acompañada de varios sacerdotes. 
Dígannoslos ángeles, testigos de aquella 
escena, lo que pasó en la entrevista de los 
dos hermanos con Cecilia. 
Terminadas que fueron las mutuas salutaciones , en presencia de la virgen, de su 
esposo y de su hermano, fueron bautizados, 

por los sacerdotes, Máximo, su familia y todos los soldados, así que hicieron solemne 
profesión de fe cristiana. 
Nadie pensaba sino en bendecir al Señor, 
y darle incesantes acciones de gracias por su 
infinita bondad, que acababa de convertir 
en templo la casa de Máximo, uniendo y 
hermanando el corazón y el alma de cuantos 
se hallaban presentes. 
Ricos y pobres, nobles y plebeyos, militares y paisanos, no parecían tener más que 
un alma y un corazón desde que reconocían 
y amaban todos al único y verdadero Dios, 
profesando la misma fe, y participando de 
las mismas espezanzas. 
Con docilidad admirable oian los recien 
convertidos la explicación de los misterios 
dél a fe, animándose á confesarla, si era preciso, á la faz del mundo, sin arredrarse por 
amenazas n i tormentos algunos. 
Complacíase el Señor en derramar sus divinos dones en aquellas almas purificadas de 
toda mancha, inundándolas de celestial alegría , y de esa paz y contento que sólo es in -

ferior al que gozan los bienaventurados en el 
cielo. 
En estos trasportes de gozo pasaron toda 
aquella noche del 13 al 14 de abril. 
Viendo Cecilia que se acercaba el nacimiento del sol, dirigiéndose á su esposo y 
hermano, y á los demás fieles, y aplicando 
las palabras del Apóstol, les dió la señal de 
marcha, diciendo : 
—'¡Ea , soldados de Cristo, desechad las 
obras de las tinieblas, y vestios de las armas 
de la luz! (Rom., xm , 12.) Habéis peleado 
dignamente, habéis acabado vuestra carrera 
y guardado la fe; caminad á la corona de la 
vida, que el Señor, justo juez, os dará á vosotros y á todos los que se alegran de su venida (II , Tim., iv, 7, 8). 

Tres nuevos mártires
 
Púsose en marcha la piadosa comitiva, no para ver si los dos confesores de Cristo sacrificaban á los dioses, sino para ser testigos de su heroica victoria y de su martirio. Llegaron, por fin, a la entrada del barrio 
Triopio. A la puerta del templo de Júpiter estaban aguardando los sacerdotes de los ídolos. El incienso estaba preparado. 

Los dos hermanos fueron invitados a ofrecerlo al falso Dios, en la seguridad de que, si lo hacian, sin más dilación volverían libres a su casa; si se negaban a ello, la sentencia estaba dada y se ejecutaría sin tardanza. 

Oyendo Valeriano y Tiburcio la sacrílega invitación, y no queriendo retardar un momento su martirio, ellos mismos se arrodillaron voluntariamente, y ofrecieron gustosos el cuello para que se lo cortasen los verdugos. 
No pudiendo hacer este oficio los soldados convertidos ya al cristianismo, otros tuvieron que encargarse de reemplazarlos. 

Fueron, pues, las cabezas de los dos gloriosos confesores de Cristo separadas de sus cuerpos, recibiendo al propio tiempo la muerte y la corona de la vida. Cumplió entonces el Señor la promesa de sus fieles siervos, haciendo ver a Máximo la gloria en cuya posesión entraban los dos mártires. En el cielo le aguardaban sus almas gloriosas, compañeras de los ángeles, a donde no tardaría en ir para ser participante de la 
misma dicha. 

Antes urgia dar cristiana sepultura a sus sagrados cuerpos, pues el cargo que desempeñaba le daba facultad para disponer que fuesen llevados con el debido respeto y veneración. El trayecto no era largo. A poca distancia los estaba aguardando Cecilia en su quinta de la vía Apia. Viólos entrar, no por su propio pie, como 
poco antes, sino en hombros ajenos; no respirando vida y salud, sino exánimes, bañados en su propia sangre. 
Pero, en cambio, sus nobles corazones, robustecidos por la gracia, habían confesado ante el juez pagano la religión del Crucificado, y despreciando las amenazas del tirano y sus crueles tormentos, habían proclamado 
por único y verdadero Dios a Jesucristo Redentor del mundo. 

Valeriano y Tiburcio eran dos mártires, dos santos por quienes era inútil é injurioso hacer á Dios sufragios. Ya tenía dos abogados más en el cielo. La cripta de los Cecilios no estaba bastante adelantada para acoger con el debido honor las sagradas reliquias del esposo y de su hermano; por eso dispuso Cecilia que fuesen 
llevadas al cementerio de Pretextato, situado al otro lado de la vía Apia. Máximo, convencido, más que por las razones de Valeriano y Tiburcio, por lo que acababa de ver con sus propios ojos, no sólo creía en la existencia de otra vida, sino que además, perdido por completo el temor á los padecimientos momentáneos, y despreciando las esperanzas y goces pasajeros, ansiaba la posesión de la verdadera vida, y de los goces reservados a los justos en el paraíso. 

De camino para la ciudad, yendo a dar cuenta al juez de lo sucedido, no sólo no trató de ocultar su conversión a la fe, sino que ademas repetía a los que le rodeaban, asegurándolo con juramento: «Al mismo tiempo que la espada hería a los mártires, he visto á los ángeles de Dios resplandecientes como soles. He presenciado cómo las almas de Valeriano y Tiburcio salían de sus cuerpos semejantes a dos esposas engalanadas para la fiesta nupcial. Los ángeles las recibieron y las llevaron al cielo.»
 
Oyendo muchos paganos estas palabras de boca del empleado romano, y viendo la abundancia de lágrimas de gozo con que las pronunciaba, renunciaron á los ídolos y abrazaron la fe de Jesucristo. Irritado Almaquio, le hizo dar la muerte a fuerza de azotes armados con balas de plomo.
 
Cecilia se quiso reservar el honor de darle digna sepultura, con sus propias manos, en la misma cripta en que reposaban en paz Valeriano y Tiburcio, haciendo esculpir en su sepulcro el emblema del fénix, como recuerdo de la comparación que había hecho Tiburcio de esta ave celebérrima, para dar idea a Máximo de la resurrección de los muertos.
 
El Fénix, que entre los egipcios era emblema de un período máximo del sol, que vuelve á renovarse en todas sus posiciones al cabo de cierto número de años, había sido ya tomado como figura de la resurrección por los escritores cristianos de la edad apostólica.
 
¿Por qué no se apoderó en seguida el fisco de los bienes de Valeriano y Tiburcio, según lo autorizaba la ley? Acaso temió Almaquio llamar demasiado la atención de la nobleza romana, entre la que habia muchos discípulos de Jesucristo, y quiso aguardar a que renunciase Cecilia a la fe, oó confesándola, perdiese sus propios  bienes juntamente con los de su marido. Aprovecbó la virgen aquella tregua para enviar delante de ella su tesoro al cielo por mano de los pobres.

Los agentes de Almaquio
 
Llegó un dia en que Almaquio, seguro de 
ser ignominiosamente derrotado si citaba á 
su tribunal á la fervorosa joven cristiana, 
quiso tentar un medio que, sin comprometerle, podia tal vez darle muy buen resultado. 
Envió algunos agentes suyos al palacio 
de los Valerios, para ver si en presencia de 
ellos hacia Cecilia algo, por poco que fuese, 
que indicase acatamiento á la ley del Im -
perio. 
Llenos de respeto y deferencia, y con no 
poco encogimiento, demostrado en las palabras y áun en el semblante, le hicieron la 
proposición, de parte de Almaquio, de que 
reconociese á los dioses de Eoma. 
La joven, con mucha dignidad, y con toda 

la superioridad que le daba, más que su posición, la gracia de Dios que hablaba por su 
boca, les dijo : 
•—Ciudadanos y hermanos, oidme. Sois 
empleados de vuestro magistrado, y, sin embargo, vuestro corazón mira con horror su 
conducta impía. 
Por lo que á mí toca, tendré por grande 
gloría y honra padecer, como lo deseo, toda 
clase de tormentos por confesar el nombre 
de Jesucristo, 
Pero vosotros me inspiráis compasión al 
veros, tan jóvenes, puestos á las órdenes de 
un juez lleno de injusticia.» 
A l oír estas palabras, los satélites de Al -
maquio no pudieron contener las lágrimas, 
viendo que una joven tan noble, hermosa y 
rica corría con tanta alegría á una muerte 
cierta, y le suplicaban que no despreciase su 
inmensa fortuna , y los singulares dones de 
que la había dotado la naturaleza. 
Interrumpiólos Cecilia diciendo : 
—Morir por Cristo no es sacrificar la ju -
ventud, sino renovarla; es dar un poco de 

barro para adquirir oro; cambiar una casa 
reducida y despreciable por un magnífico 
palacio; ofrecer una cosa perecedera, recibiendo en retorno un bien inmortal. 
Si pusiese ahora alguno á vuestra disposición un montón de monedas de oro, con la 
única condición de que le dieseis vosotros 
por ellas otras tantas monedas de cobre, ¿no 
os apresuraríais á aceptar un cambio tan 
ventajoso? ¿No animaríais á vuestros padres, 
parientes y amigos á aprovecharse, como vosotros, de tan buena ocasión? A los que os 
disuadiesen de hacerlo, aunque os lo pidiesen 
con lágrimas en los ojos, los tendríais por 
malos consejeros. 
Y, sin embargo, toda vuestra solicitud no 
os daria otro resultado que procuraros un metal, más precioso, sí, pero terreno, en cambio de otro más vil , pero en peso igual. 
No lo hace así Jesucristo, nuestro Dios; 
no se contenta con darnos peso por peso, 
sino que nos devuelve centuplicado lo que le 
ofrecemos, y de más á más nos da la vida 
eterna.» 
 . 
Aprovecliando Cecilia el ascendiente que 
iban ganando sus palabras en los oyentes, 
subió sobre un trozo de mármol que cerca 
de si tenía, y con voz inspirada les preguntó : 
—¿Creéis cuanto os acabo de decir? 
La gracia triunfó en aquel momento de 
los corazones de todos. 
A una voz le respondieron : 
— Sí ; creemos que Jesucristo, Hijo de 
Dios, que tiene tal sierva, es el verdadero 
Dios. 
•—Id , pues — añadió Cecilia, — y decid á 
ese desventurado de Almaquio, que le pido 
alguna tregua, y que retarde algo mi martirio. En ese tiempo volveréis aquí, y ya habré hecbo venir á alguno que os haga partícipes de la vida eterna. 
Los ministros de justicia, cristianos ya de 
corazón, refirieron á Almaquio cómo se había negado Cecilia á hacer lo que le exigía, y que al propio tiempo le pedia alguna 
tregua ántes de comparecer ante su tribunal. 
 
No creyó prudente el juez negarse á la petición de la noble patricia. 
Pronto recibió San Urbano un recado de 
Cecilia, anunciándole su próximo martirio, y 
las nuevas conquistas que iba á hacer para 
la fe de Jesucristo. 
No sólo los oficiales de Almaquio, sino 
ademas gran número de personas de todas 
las edades, sexos y condiciones, casi todas 
de la región transtiberina, estaban deseosas 
de recibir el bautismo. 
E l mismo Urbano fué en persona á recoger tan abundante cosecha, y dar por última 
vez la bendición á la heroica joven. 
Fué celebrado el bautismo con pompa, recibiendo más de cuatrocientas personas la 
gracia de la regeneración. 
Habiendo determinado Cecilia dar á la 
Iglesia la propiedad del magnifico palacio 
que por muerte de su esposo habia heredado, 
para impedir que después de su muerte se 
apoderase de él el fisco, cedió provisionalmente la propiedad de él á uno de los nuevamente bautizados, que tenía el titulo -de 

Clarísimo y se llamaba Gordiano, diciéndole 
cómo su voluntad era que aquella su casa 
fuese convertida en iglesia. 
A pesar del peligro que corria su vida, 
permaneció Urbano oculto en casa de Cecilia.

Interrogatorio de Cecilia
 
El dia 12 de setiembre recibió la virgen orden formal de comparecer ante el juez. Gozosa por ver que se acercaba la hora por que tanto habia suspirado, se puso sus mejores galas, y vestida como correspondía 
a una noble patricia, se encaminó al Campo de Marte, donde tenía Almaquio su tribunal, a poca distancia del palacio de los Cecilios, y cerca del anfiteatro de Sextilio Tauro.
 
Alrededor del pretorio habia muchas estatuas de impuras divinidades, en cuya presencia iba a ser más gloriosa su profesión pública de que era cristiana. Notaremos, en las palabras que Cecilia va a dirigir al tirano, esa seguridad y confianza, esa libertad cristiana que da la buena conciencia; grande superioridad de carácter, y 
un como desprecio del que, abusando de la fuerza bruta, quería subyugar hasta las conciencias, y mandar en los corazones. 

El interrogatorio de la mártir, copiado textualmente, como de costumbre, por losnotarios públicos, es el que, trasladado fielmente por los cristianos, se halla en las actas de la Santa.
 
ALMAQUIO. ¿Cómo te llamas, niña? 
CECILIA. Cecilia. 
ALMAQUIO. ¿Cuál es tu condición? 
CECILIA. Libre, noble, condecorada con el título de Clarísima. 
ALMAQUIO. Te pregunto por tu religión. 
CECILIA. TU pregunta no era clara, puesto que daba lugar a doble respuesta. 
ALMAQUIO. ¿De dónde te viene ese atrevimiento? 
CECILIA, De la buena conciencia, y de la fe no fingida.
ALMAQUIO. ¿Acaso no sabes cuál es mi poder?
CECILIA. Tú sí que no sabes cuál es tu poder. Si no llevas a mal preguntarme sobre ésto, te demostraré la verdad basta la evidencia. 
ALMAQUIO. Pues bien; habla, que te oiré con gusto. 
CECILIA. Ed el poder del hombre semejante a un pellejo hinchado; que lo pinchen con sola una aguja, y al instante se deshincha, y desaparece toda la consistencia que parecía tener. 
ALMAQUIO. Has empezado por injuriarme, y continúas hablándome en el mismo tono. 
CECILIA. No hay injuria sino cuando se alegan cosas que no tienen fundamento de verdad. Demuéstrame que he mentido, y convendré en que te he injuriado; si no, tu reprensión es una calumnia.
 
Mudando de asunto, le dijo Almaquio: 
—¿Ignoras acaso que nuestros señores, los invencibles emperadores, han mandado que todos los que no quieran negar que son cristianos, sean castigados, y que queden libres los que consientan en negarlo?
CECILIA. Vuestros emperadores se engañan, y tu, Excelencia con ellos. Esa orden, que, según tú mismo aseguras, han dado ellos, sólo prueba que vosotros sois crueles, y nosotros inocentes. Si el nombre de cristiano fuera un crimen, a nosotros nos tocaba negarlo, y a vosotros obligarnos a confesarlo á fuerza de tormentos. 
ALMAQUIO. Pero, gracias a su clemencia, han tomado los emperadores esta resolución, queriendo por ella proporcionaros un medio de salvar la vida. 
CECILIA. ¿Y puede darse conducta más impía y más funesta a los inocentes que la vuestra? Vosotros empleáis los tormentos para que confiesen los malhechores su delito, el sitio, el tiempo, los cómplices; se trata 
de nosotros, y todo nuestro crimen está en nuestro nombre, porque bien sabéis que somos inocentes. Pero nosotros conocemos toda ia grandeza de este sagrado nombre, y no podemos de modo alguno negarlo. Mejor es, 
pues, morir para ser felices, que vivir para ser desdichados. Querríais arrancarnos una mentira; pero nosotros somos los que, al proclamar la verdad, os damos cruel tortura. 
ALMAQUIO. Escoge uno de dos partidos: o sacrifica a los dioses, o niega tan sólo que eres cristiana, y podrás de ese modo retirarte. 
CECILIA. ¡Qué situación tan humillante para un magistrado! ¡Quiere que reniegue de un nombre que da testimonio de mi inocencia, y que me haga culpable de una mentira! Consiente en dejarme libre, y está dispuesto a encruelecerse contra mí. Si tienes deseo de condenarme, ¿por qué me exhortas á negar el delito ? Si tienes intención de absolverme, ¿por qué te tomas el trabajo de interrogarme? 
ALMAQUIO. Aquí están los acusadores que atestiguan que eres cristiana. Basta que lo niegues, y se tendrá por nula toda la acusación; pero si perseveras en tener por Dios a Jesucristo, conocerás tu locura cuando tengas que sufrir la sentencia. 
CECILIA. Todo lo que yo deseaba era ser objeto de una acusación como ésa, y la pena con que me amenazas será mi victoria. No me tildes de locura; achácatela más bien a ti por haber creido que me harías renegar de Cristo. 
ALMAQUIO. ¡Mujer desdichada! ¿Qué? ¿no sabes que los invencibles príncipes me han dado poder de vida y muerte? Pues ¿cómo te atreves á hablarme con tanto orgullo?
CECILIA. Una cosa es orgullo y otra firmeza; yo he hablado con firmeza; con orgullo no, porque nosotros aborrecemos ese vicio. Si no tuvieras dificultad en oir todavía una verdad, yo te demostraría que lo que 
acabas de decir es falso. 
ALMAQUIO. Veamos. ¿ Qué falsedad he dicho yo? 
CECILIA. Has dicho una falsedad al asegurar que tus príncipes te han conferido el poder de vida y muerte. 
ALMAQUIO. ¿Y acaso he mentido al decirlo? 
CECILIA. Sí; y si me lo ordenas, te probaré que has mentido contra la misma evidencia.
ALMAQUIO. Bueno, explícate. 
CECILIA. ¿No has dicho que tus príncipes te han dado poder de vida y muerte? Y, sin embargo, sabes que no tienes poder sino de muerte. Puedes quitar la vida a los que de ella gozan, convenido; pero no sabes devolverla 
á los que están muertos. Di, pues, que tus Emperadores te han hecho ministro de muerte, y nada más; si añades otra cosa., mientes, y mientes en vano. 
ALMAQUIO. Basta de audacia: sacrifica a los dioses. {Al pronunciar el juez estas palabras, señalaba las estatuas que había en el Pretorio.) 
CECILIA. Verdaderamente, no sé qué pasa a tus ojos, y cuándo y cómo has perdido el uso de ellos. En los dioses de que me hablas, yo y todos los presentes que tienen la vista sana sólo vemos piedra, bronce ó plomo. 
ALMAQUIO. Como filósofo que soy, he despreciado tus injurias cuando sólo se dirigían contra mí; pero la injuria contra los dioses no la puedo sufrir.
CECILIA. Desde que has abierto la boca no has dicho una palabra cuya injusticia, sinrazón o nulidad no haya yo demostrado; ahora, para que nada falte, te he convencido de que has perdido la vista. Llamas dioses á esos objetos que, según vemos nosotros, no son más que piedras, y piedras inútiles. Pálpalas tú mismo y conocerás lo que son. ¿Por qué exponerte de ese modo á la irrisión del pueblo? Todo el mundo sabe que Dios está en el 
cielo. Por lo que mira á esas estatuas de piedra, mejor servicio harian si se las echase en un horno para convertirlas en cal. Se gastan en la inacción; son impotentes para defenderse de las llamas, lo mismo que 
para arrancarte a ti de tu perdición. Sólo Cristo salva de la muerte; sólo él puede librar del fuego al culpable.

La palma del martirio 

Así terminó Cecilia su gloriosa profesión de fe, en la capital del mundo, abominando el culto idolátrico, sin temor de los tormentos, sin vano respeto al juez y á sus asesores, teniendo por el mayor timbre de gloria llamarse y ser cristiana. Dispuesta estaba á padecer cuantos martirios intentase la ferocidad y rabia de los 
gentiles instigados por Satanás, confiando, no en sus propias fuerzas, sino en el poder de la gracia.
 
No le arredraban las fieras hambrientas, ni los azotes emplomados, ni las hogueras encendidas, ni el filo de la espada. Habia proclamado en el pretorio al único Dios verdadero, y no tenía dificultad en dar por él la vida, aunque fuese en el circo, ante miles de espectadores.
 
Pero Almaquio llevaba otras miras. Temiendo atraer sobre sí las iras de la nobleza, y hacer más públíca la victoria de la heroica virgen, determinó darle la muerte en su propio palacio, sin efusión de sangre. Pero ¿quién es el hombre para oponerse a los designios de Dios? Los planes mejor combinados caen por tierra cuando Dios no los autoriza o consiente. Tenían los romanos en sus palacios una sala de baño, que llamaban caldarium. 
Por orden de Almaquio fue encerrada la virgen en el de su propia casa, donde el aire abrasado que subía del gran fuego encendido debajo, y alimentado sin cesar, iría caldeando la habitación, y moriría abrasada Cecilia, sin necesidad de espada ni de verdugo.
 
Un dia y una noche pasó la mártir encerrada en la sala de baño, sin que en aquella atmósfera inflamada derramase una sola gota de sudor; antes bien, respirando un ambiente deliciosísimo. En vano sudaban los crueles ministros añadiendo cada vez más combustible al fuego. El Señor enviaba un rocío celestial semejante al que refrigeraba a los tres jóvenes del horno de Babilonia, y el caldarium era para Cecilia como fresco vergel en una mañana de primavera. Despechado Almaquio al saber que vivía todavía la joven, tan sana como dos días antes, envió un lictor con orden de cortarle la cabeza en la misma sala donde parece que ella desafiaba a la muerte. 

Entró el verdugo armado del instrumento del suplicio, y recibióle la Santa con el mismo agrado que si le trajese la corona nupcial. Tres fieros golpes descargó el lictor en el cuello de la virgen, sin que lograse cortarle enteramente la cabeza. Cayó en tierra, bañada en su propia sangre, aquella inocente corderilla, y el verdugo, aterrorizado, se retiró, porque la ley le prohibía dar a la víctima más de tres golpes. 

Es que el Señor quería conceder a la Santa tres días que le había pedido de vida para acabar de arreglar dos asuntos que le interesaban vivamente. Como quedaron abiertas las puertas del baño al salir el lictor, los cristianos que estaban fuera aguardando la consumación del  sacrificio entraron presurosos, poseídos de 
profundo respeto y veneración. ¡Qué escena aquélla! Cecilia, aunque moribunda, se sonrie al ver á los pobres á quienes tanto ama, y ordena que se repartan en limosnas los últimos bienes que le quedan,  y saluda afectuosamente a los neófitos convertidos por ella.
 
Los fieles dan a la heroica jóven las mayores muestras de amor y veneración, y con lienzos y velos recogen la sangre virginal que sale de sus mortales heridas, esperando verle exhalar por momentos el último suspiro. 
Viendo San Urbano que los agentes de la policía no se presentaban en la casa de Cecilia, creyó llegado el momento de poder ver a la mártir. Entró el venerable Obispo en aquel nuevo santuario, y vió á la santa virgen inundada en su propia sangre, como el cordero del sacrificio. 

Volviendo a él Cecilia sus moribundos  ojos, en que se pintaban todavía la dulzura y heroica grandeza de su alma: 
—Padre —le dijo con amor y respeto de hija— he pedido al Señor esta tregua de tres dias para entregar en vuestras manos estos pobres, a los que yo sustentaba, y esta casa, para que sea consagrada en iglesia para 
siempre. Dichas estas palabras, nada tenía ya que hacer en este mundo la virtuosa joven. Acababa de despojarse de las pocas riquezas que le habían quedado, teniendo quien se encargase de repartirlas á sus hermanos los 
pobres; estaba asegurada la propiedad legal de su palacio en Gordiano, quien se entendería con el santo Obispo para consagrar en él al verdadero Dios un nuevo templo, y el Señor la convidaba con la inmarcesible corona debida á sus heroicas virtudes. Estaba Cecilia recostada del lado derecho, juntas las rodillas con virginal modestia; las piernas con una pequeña inflexión; caidos los brazos, hacia adelante, el izquierdo sobre 
el derecho. 

Sintiendo que se le acababan las fuerzas, como si pretendiera guardar el secreto de su último suspiro, que enviaba a su divino Esposo, volvió la cabeza hacia el suelo. Voló al cielo su dichosa alma, quedando su virginal cuerpo como si gozara de dulce sueño. Los tres primeros dedos de la mano derecha estaban extendidos; los de la mano izquierda, cerrados, excepto el Índice. Así permanece hasta el dia de hoy, dejándonos 
en aquel gesto simbólico un testimonio de la fe, por la que había derramado su sangre: unidad de la sustancia divina y trinidad de personas.

La cripta de los Cecilios
 
Era el día 16 de septiembre. El santo Obispo, asistido de sus diáconos, presidió los funerales de aquella grande mártir. No se tocó al vestido de la virgen, mucho más precioso por la púrpura de su gloriosa sangre, en que estaba empapado, que por el oro de que se hallaba recamado. Colocaron el sagrado cuerpo en una caja de ciprés, respetando la postura que había tomado la Santa al espirar, y á sus pies depositaron arrollados los lienzos y velos con que los fieles habían recogido la sangre que corría de sus profundas heridas.
 
La sepultura de Cecilia iba á consagrar el nuevo cementerio de la via Apia ; pues la cripta de los Cecilios, que no estuvo en disposición de recibir los cuerpos de Valeriano y Tiburcio, podía ya admitir el de la Santa 
en la única sala funeraria concluida. En el fondo de ésta, frente a la entrada, habia a flor de tierra un nicho abovedado, y en él depositaron la caja de ciprés, cerrando el sarcófago con una lápida de mármol.
 
Los muchos mártires que la persecución de Marco Aurelio hacía cada dia eran depositados en nichos de las galerías que a toda prisa se iban construyendo junto a la sala principal, recibiendo desde entonces aquella 
región de Roma subterránea el nombre de Ad Sanctam Ceciliam, junto á Santa Cecilia. Muerto el papa San Eleuterio, en 185, le sucedió en la cátedra pontifical San Víctor, y a éste San Ceferino, el cual creó archidiácono á San Calixto, que después fué Sumo Pontífice. Hasta entonces los Papas habían sido enterrados en la cripta del Vaticano, abierta por los Cornelios cristianos en el primer siglo de la Iglesia.

Llega el siglo II, y ya los Vicarios de Jesucristo no van á reposar junto al Príncipe de los Apóstoles, al lado de sus antecesores en la silla Pontificia, sino en la cripta de Cecilia. Bien pudo ser ocasionada esta notable 
mudanza por alguna circunstancia propia de la cripta vaticana, que no permitiese seguir la costumbre general. Sea por esto, o porque el cementerio de los Cecilios era más a propósito, lo cierto es que éstos pusieron su 
cripta á la disposición de San Ceferino, el cual dió el cuidado de ella á San Calixto.
 
Este acabó de construir el cementerio, agrandándolo notablemente, decorándolo con munificencia, é introduciendo tales mejoras, que, con el tiempo, mudado el nombre, se le llamó cementerio de San Calixto. La sala principal, ancha, desahogada, muy próxima á la entrada, es la que estaba santificada por guardar las reliquias de la heroica joven. 

En adelante, dicha sala se hará famosísima, y uno de los templos más venerados de Roma subterránea. Será conocida con el nombre de la Cripta de los Papas, porque en ella van a ser enterrados los Pontífices romanos. En aquel imponente santuario celebrarán el augusto sacrificio de la Misa los Vicarios de Jesucristo,  se colocará una cátedra donde se sentarán los sucesores de San Pedro para dirigir a los fieles su infalible palabra. 

Para realizar estos planes había un grave inconveniente. La pared de enfrente de la sala, sitio de preeminencia, y el más a propósito para colocar el altar y la cátedra pontificia, estaba dignamente ocupado por Cecilia. Cubrir el sepulcro de la Santa, que se hallaba en la parte baja, poniendo delante el altar y la cátedra, era privar a los fieles del consuelo grandísimo que recibían al ver el sitio donde dormía la mártir, y leer la inscripción de su sepulcro; sacarla de la que podemos llamar con razón su propia casa, parecía medida poco respetuosa, abusando al propio tiempo de la generosidad de los Cecilios.

San Calixto halló a la dificultad una solución que lo arreglaba todo. En el lado de enfrente del salón, a la izquierda del espectador y a la derecha del sepulcro de la Santa, abrió una puerta, y detrás construyó otro 
salón espacioso, y á él, muy cerca del sepulcro donde actualmente estaba la mártir, y, por consiguiente, de los sepulcros de los sucesores de los Apóstoles, trasladó las sagradas reliquias de Cecilia, veinte años después 
de su martirio. Así sucedió que la fervorosa discípula de Jesucristo, que tanto había respetado a sus Vicarios en vida, aun después de muerta les cedía su sitio de honor.
 
Pero el concurso de los fieles a venerar la heroica joven romana era tan grande, que fue preciso, andando el tiempo, dar a la nueva cripta de la Santa mayores dimensiones, y construir en ella una claraboya por donde 
entrase la luz y se renovase el aire. Murió San Ceferino en 215, y fue el primer Papa á quien se dio sepultura en la cripta de Santa Cecilia.

Gracias á la inviolabilidad de que gozaban los sepulcros entre los romanos, seguían  reuniéndose los fieles en sus cementerios, gozando en ellos de paz, si bien tenían que tomar precauciones para no excitar sospechas 
en la autoridad urbana. Las galerías se iban multiplicando en todas direcciones hasta formar una red de calles y plazas, que, con razón, ha merecido el nombre de Roma subterránea.
 
Artistas entendidos empleaban el buril y el pincel en decorar aquella necrópolis de santos, verdadero dormitorio en que reposaban y descansaban en paz los justos, después de la fatiga del combate, mientras gozaban ya sus almas de los honores de la victoria.
 
Pero llegó la hora de la persecución de las catacumbas, como había llegado la hora de la persecución de los cristianos: que sólo en el cielo la paz es duradera y estable. A mediados del siglo, empuñó Valeriano las riendas del Imperio; y viendo que el centro de vida para los fieles de Roma eran los cementerios, fue el primer perseguidor de la Iglesia que, bajo pena de muerte, prohibió á los cristianos reunirse en las catacumbas. 
De la publicación de este edicto hasta la profanación de aquellos templos subterráneos no había más que un paso. En el momento menos pensado podían bajar los gentiles a las criptas, y, poseídos de fanatismo y atizados por Satanás, su caudillo, destrozarían aquellos venerados sepulcros, privando a la Iglesia de tantos tesoros acumulados durante más de dos siglos, mucho más preciosos que todo el oro del mundo, y que cuantas piedras preciosas excitan la codicia de los mortales.
 
Como el peligro era inminente, se trató de evitar y prevenir á toda prisa tamaña desgracia. Las escaleras y entradas principales viéronse en un momento cortadas, e interceptados los corredores, de modo que con grande dificultad hubieran podido los paganos penetrar sin guía en aquel intrincado laberinto. Los santuarios de Roma subterránea estuvieron por un momento casi desiertos. Reunianse los fieles, tomando muchas precauciones, en casas particulares convertidas en iglesias, aguardando tiempos más bonancibles. 

Vino el siglo IV, y convertido al catolicismo el emperador Constantino, dio, por el edicto de Milán, la libertad a la Iglesia. Reuniéronse ya desde entonces con toda publicidad los fieles; se construyeron grandiosas basílicas en la Ciudad Eterna, brillando la cruz en las cimas de los edificios públicos, sin que por eso dejasen de ser las catacumbas, durante muchos siglos, objeto de honor y veneración.
 
El español San Dámaso, Papa, que en el segundo tercio del siglo IV rigió los destinos de la Iglesia, empleó grandes sumas en el adorno de las catacumbas, consagrando además su bien poético y profunda piedad a la composición de epitafios, en versos hexámetros, para las criptas y sepulcros más principales.

En los aniversarios de los martirios veíanse multitud de cristianos que de Roma y de los pueblos vecinos acudían a venerar los cuerpos de los santos, cuyo aniversario se celebraba. En presencia de sus venerandas reliquias leíanse las actas de su martirio, o hacían los sacerdotes el panegírico del héroe cristiano, 
animando á los presentes a la imitación de sus virtudes, y a que acudiesen a su poderosa intercesión.

El sepulcro de Santa Cecilia
Dos fiestas dedicaban los romanos a Santa Cecilia: el 16 de setiembre, como aniversario de su martirio, o sea de su nacimiento a mejor vida, y el 22 de noviembre, aniversario del día en que parece fue dedicada su casa y consagrada en iglesia. En el año 536, siendo Pontífice Silverio, los godos, capitaneados por Vitiges, sitiaron á Roma, penetraron en las catacumbas, y las profanaron, ensañándose principalmente contra las lápidas y sepulcros de los mártires.



Como una de las sepulturas más preciadas había sido siempre la de Santa Cecilia, los fieles, para evitar su destrucción, la tapiaron con tal disimulo, que al bajar los bárbaros no dieron con ella, quedando de este 
modo intacta. Juan III, que de 660 á 572 gobernó la Iglesia, restauró de nuevo las catacumbas; pero éstas sufrieron nuevas devastaciones en la irrupción de los lombardos, mandados por su rey Astolfo. 

Y no fue esto lo peor, sino que viniendo tras la devastación y el pillaje el descuido de los fieles, parte de aquellas vías subterráneas, que pedían continua vigilancia é incesantes reparaciones, se vieron obstruidas por la tierra que caía, y por el desmoronamiento de algunas paredes. San Pablo, Vicario de Jesucristo, de 767 a 767, no sufriéndole el corazón ver abandonadas las criptas, y en continuo peligro de nuevos hundimientos y profanaciones, abrió muchos sepulcros, y distribuyó sus reliquias entre los títulos, diaconías, monasterios y 
otras iglesias de Roma. Imitóle San Pascual, y desde el año 818, segundo de su pontificado, construyó convenientes sepulturas en las iglesias, y empezó a trasladar a ellas las reliquias de los mártires, conduciendo los cuerpos santos, con acompañamiento de innumerables fieles, que iban en procesión. A sola la basílica de 
Santa Práxedes llevó 2.300 cuerpos de mártires. Tal había sido la habilidad con que tapiaron los fieles el sepulcro de Santa Cecilia, y el secreto con que lo hicieron para libertarlo de la profanación, que muertos los autores del piadoso fraude, se perdió con ellos la memoria exacta del sitio donde reposaba el cuerpo de la Santa Virgen; de suerte, que en vano se le buscó para hacer su traslación. 

Llegó el año 821. Un di a yendo el santo Pontífice Pascual a hacer oración en la basílica de Santa Cecilia, construida en la casa donde padeció el martirio, y que dejó a la Iglesia para convertirla en templo, se llenó 
de pena el Papa al ver lo deteriorado que estaba un monumento de tanta veneración. Sus muros, restaurados más de dos siglos antes por San Gregorio I, habían sufrido mucho, y si no se acudía á tiempo, amenazaban 
completa ruina. 
 
Resolvió, pues, construir un nuevo templo en el mismo sitio, levantándole desde los cimientos, con mayor magnificencia que el primero. Llevado el edificio á feliz término, sólo le faltaba enriquecerlo con el principal 
y más propio tesoro, colocando en él el cuerpo de la Santa. 

Vanos fueron los esfuerzos para hallarlo. Pero un día se le apareció la virgen romana, y le ordenó que no dejase de continuar las pesquisas, pues al fin daría con sus reliquias. Efectivamente, prosiguiendo el Papa las investigaciones, halló el sepulcro tal como le había dejado San Urbano. Allí estaba la caja de ciprés, y en ella reposaba la Santa en la misma actitud que había tomado al morir, vestida con el mismo vestido de seda y oro con que se había engalanado para presentarse en el tribunal del tirano á confesar la fe. 

A pesar de haber trascurrido cerca de seis siglos y medio, se veían en el cuello de la mártir las profundas heridas recibidas por Jesucristo, y en el vestido la sangre de la virgen, que era su más precioso adorno. A los pies de la Santa se hallaron intactos los lienzos que dijimos hablan depositado los fieles empapados en la sangre de la virgen.
 
El 8 de mayo de 822 celebró el Papa la dedicación de la nueva iglesia, y la Santa volvió de nuevo á su antigua casa. Adornó el Pontifico la caja de ciprés por la parte interior, revistiéndola con preciosa tela de seda; dejó al a Santa en la actitud en que la encontró, y cubrió el santo cuerpo con riquísimo tisú de oro.
 
La caja fue colocada en un sarcófago de mármol, debajo del altar, pero a bastante profundidad; y junto a ella, los cuerpos de los Pontífices San Lucio y San Urbano, y de los santos Valeriano, Tiburcio y Máximo.
 
Pero el que tal vez se esmeró más en venerar a la Santa y embellecer su santa casa fue el cardenal Pablo Emilio Sfondratio, que el 25 de enero de 1691 tomó posesión del titulo de Santa Cecilia. Sin perdonar en gastos, enriqueció la basílica notablemente. Colocó la caja de ciprés, en que reposaba la Santa, dentro de otra 
de plata esmaltada con adornos de oro, y restauró la sala del baño donde murió la virgen. 

Propagóse el culto de Santa Cecilia en toda la cristiandad; erigiéronsele magníficos templos; los más distinguidos pintores emplearon sus inspirados pinceles para representarnos muy al vivo las conmovedoras escenas de su vida, principalmente las de su matrimonio j su martirio.
 
La pintan ordinariamente con algún instrumento músico en las manos, y la tienen los fieles por patrona de la música. De sus actas sólo se saca que al oír la música profana con que celebraban su desposorio con Valeriano, remontándose su espíritu á una región superior, cantaba en su corazón un verso de David, pidiendo al Señor la pureza de cuerpo y alma.
 
Cierto que, acostumbrada al trato con los ángeles, oiría frecuentemente las melodías celestiales, que elevan el alma a Dios y la unen con el autor de toda armonía. Sea lo que quiera del origen de esta tradición, es respetable la unanimidad con que las naciones cristianas la saludan como a reina de la armonía, y patrona de la música. 

Las Catacumbas
 
La lectura de la vida interesantísima de 
la virgen romana produce naturalmente en 
el ánimo amor y veneración admirable á todo 
lo que con la Santa tiene alguna relación. 
Pero de una manera especial parece que 
se nos va el corazón, como movido por un 
misterioso resorte, á las catacumbas de 
Roma, perdido el miedo á aquellos subterráneos, oscuros de suyo, j que en sus intrincados laberintos guardan tantas víctimas y trofeos de la muerte. 
Esto ven los ojos del cuerpo; pero el corazón, iluminado con la luz sobrenatural, sólo contempla en la Roma subterránea objetos y recuerdos que le llenan de un misterioso respeto y veneración. 

Allí pasó Cecilia gran parte de su vida; 
allí acudió á venerar los cuerpos de los mártires, á oír su elogio, pronunciado por los 
Sumos Pontífices ó sus vicarios; allí recibió 
su noble alma aquel temple de héroe que la 
hizo superior á todos los temores y esperanzas humanas, á los goces y honores pasajeros y falaces con que la brindaba el 
mundo. Su permanencia en las catacumbas 
sólo le hacía suspirar por lo celestial, por lo 
eterno y divino. 
¿Quién, en compañía de la noble y esclarecida hija de los Cecilios, no bajará sin recelo y sin temor á aquellas regiones misteriosas? 
¡ Si cabalmente son las catacumbas la copia más perfecta que del cielo ha existido 
en la tierra! En ellas no hay más que fieles discípulos de Jesucristo, que descansan 
en paz, ó que, viviendo aún en carne mortal, 
se reúnen para orar, instruirse en las verdades de nuestra santa fe, y disponerse para el 
martirio. 
Cada sepultura es un altar donde reposa 

un cuerpo santo; cada galería es un museo 
sagrado donde entran hasta por los ojos las 
enseñanzas cristianas, que llenan de esfuerzo sobrehumano el corazón. 
Cada cripta principal es un santuario de 
grande devoción, donde se celebran los divinos misterios, los catecúmenos son regenerados, los soldados de Jesucristo reciben 
nuevo esfuerzo y valor, son purificadas sus 
almas, y alimentadas con el cuerpo y sangre 
de Dios Hombre; la unión dé los esposos 
recibe la bendición del cielo, y por la imposición de las manos del Vicario de Jesucristo 
son elevados á la dignidad sacerdotal aquellos á los que el Señor llama á tan sublime 
estado. 
Vamos, pues, á dar alguna breve, pero 
clara explicación, que nos haga conocer y 
amar más las catacumbas romanas. 
Éstas son subterráneos abiertos por los 
primeros cristianos para depositar en ellos á 
sus hermanos que han pasado á mejor vida, 
practicar el culto, y hallar un asilo en tiempo de persecución. 
10 

A l principio sólo se llamaba catacumbas 
la cripta donde algún tiempo estuvieron' 
ocultos los sagrados cuerpos de San Pedro y 
San Pablo; pero luego se aplicó esta denominación á todos los cementerios subterráneos de los cristianos. 
Hasta el presente se han descubierto en Roma unos sesenta cementerios subterráneos de nombre distinto. Este le toman de algún santo ó santos principales en él enterrados; ó del sitio en que fueron construidos, ó de 
los amos en cuyos terrenos fueron abiertos, ó bien de los que, en los ya existentes, hicieron mejoras considerables agrandándolos ó embelleciéndolos notablemente. A veces llegaron á perder, con el tiempo, el nombre primitivo, tomando otro que le hacían dar nuevas circunstancias, ó se quedaban con los dos. 

Todos están construidos debajo de tierra, pasada la capa movediza, y en el terreno compacto, para que no se hundiesen las bóvedas; pero su nivel es siempre superior al de las inundaciones del Tíber. 

Se baja á ellos por escaleras rápidas, cuya 
entrada se halla en algunas iglesias, construidas más tarde, ó en viñas algo apartadas 
de la población. 
Algunos tienen varios pisos; á veces hasta 
cinco, unos encima de otros, que también se 
comunican por escaleras. 
Para formarse idea aproximada de lo que 
eran las catacumbas, basta figurarse una 
ciudad cualquiera que sólo constase de calles 
y plazas, j en la que los huecos ocupados 
por las casas estuviesen llenos de tierra. 
Las paredes laterales se hallan revestidas 
de ladrillo, dejando, en el espesor de ellas, 
nichos sobrepuestos como los de nuestros 
cementerios, en número variable; en algunos puntos hay hasta doce. Los cuerpos santos eran depositados horizontalmente á lo 
largo de la pared, uno en cada nicho; otras 
veces dos, en dirección opuesta, y la abertura se cubría con una losa, generalmente de 
mármol ó de barro cocido, en la que se grababa el nombre del mártir ó confesor, ó emblemas religiosos. 

En los cuartos ó salones más anchos solía estar enterrado algún santo mártir, al rededor del cual se sepultaban los que por devoción suya lo habían deseado. 
Unas salas servían propiamente de iglesias, y á las demás solamente acudían los 
fieles para venerar los restos de los mártires, 
especialmente en sus aniversarios. 
Las paredes y bóvedas de las galerías y 
salas están revestidas de estuco y adornadas 
con pinturas. La escasa luz de que se gozaba 
en las catacumbas venía de claraboyas que 
solían dar al campo, por las cuales, en circunstancias excepcionales, bajaban los cadáveres de los fieles. Por lo demás, había lámparas de bronce colgadas de las bóvedas, ó 
colocadas delante de los cuerpos de algunos 
mártires, ó bien eran de barro cocido, y estaban en los ángulos puestas en palomillas 
ó en nidios, y eran alimentadas con aceite de 
olivas. 
E l bautismo se solía aplicar por inmersión, 
sumergiendo á los catecúmenos en cisternas 
ó baños construidos con este fin. 

Empezáronse á abrir las catacumbas ya 
en el primer siglo de la Iglesia, aun antes 
de la muerte de San Pedro. No son, como 
vulgarmente se cree, excavaciones hechas 
por los paganos para sacar arena ó piedra, y 
aprovechadas después por los cristianos; sino 
galerías abiertas por los mismos fieles en 
terrenos, ni tan ligeros que se desmoronasen las paredes, ni tan duros que costase 
mucho trabajo la perforación. Los romanos, 
por el contrario, buscaban los terrenos movedizos para sacar arena, ó los muy compactos, de donde arrancaban materiales para la 
construcción, y dejaban los intermedios, que 
para ninguno de ambos usos les servían. 
Además, en los arenales y canteras de los 
romanos jamás se bailan galerías rectas n i 
paredes verticales; como que los trabajadores 
trataban únicamente de sacar el mayor provecho que podían del trabajo, y para esto 
seguían la mejor veta, donde con menos fatiga adelantasen más. 
Por otra parte, estas galerías eran anchas, 
para que trabajasen con más libertad y desahogo los obreros; los cementerios, por el 
contrario, son tan estrechos, que, por término medio, no pasan de ochenta á ochenta y cinco centímetros de ancho, después de revestidos de ladrillo, y además, las calles son' 
rectas y de paredes verticales. Sin embargo, 
alguna que otra vez se aprovecharon los fieles de las excavaciones paganas, arreglándolas de modo que pudiesen servirles de enterramientos. 
Los cementerios cristianos se diferencian 
notablemente de los gentiles. Éstos solían 
ser pequeños, con el fin de dar sepultura á 
un solo individuo ó á una sola familia; 
aquéllos eran generales, y daban indistintamente cabida á los cristianos que iban muriendo de muerte natural, ó martirizados por 
los tiranos, de cualquiera clase y condición 
que fuesen. 
Los gentiles dejaban abiertos los nichos, 
como que sus cementerios no servían para 
los vivos, que no los frecuentaban, sino para 
enterrar los muertos. Los nichos de los cristianos estaban bien cerrados, para evitar el 
 
mal olor de los cuerpos, aunque muchas veces, además de tomar esta precaución, los 
embalsamaban, y algunas, los cubrían con cal. Los cementerios construidos por los cristianos ocupan un espacio tal, que si se pusiesen las galerías una tras otra, formarían 
una calle de ochocientos setenta y seis kilómetros ; obra que pidió cerca de cinco siglos 
de trabajo para llevarla á cabo. 
Durante los dos primeros siglos, como los 
cementerios eran respetados, el trabajo se 
hacía fácil, pudiendo los fieles entrar y salir 
libremente y llevar la tierra removida á donde querían. 
Á partir del tercer siglo aumentaban las 
dificultades, por ser necesarias más precauciones, tanto para la salida y entrada de los 
cristianos en las catacumbas, como para 
deshacerse de la tierra sacada de las galerías. 
Cuando de ningún otro modo podían 
echarla fuera, y urgía la construcción de 
nuevos nichos, ponían la tierra en galerías 
 
llenas ya de sepulturas, y donde los que allí 
reposaban no liaban sido muy notables por 
su santidad, ó aunque lo fuesen, urgía dar cabida á los nuevos mártires ó fieles difuntos. 
A cubrir todos los gastos de jornales, instrumentos y material de construcción acudían las familias nobles, que se desprendían gustosas de sus bienes en servicio de la Iglesia, y de sus hermanos en Jesucristo que 
habían pasado á mejor vida. 

Varias han sido las personas inteligentes 
que se han dedicado á estudiar y describir 
las catacumbas de Koma, aunque no todas 
con el mismo acierto y felicidad. 
E l primero de los contemporáneos que 
salió de la rutina seguida por sus predecesores fue el P. José Marchi, jesuita del Colegio Romano, emprendiendo sus investigaciones con mejor plan, logrando, por consiguiente, obtener mejores resultados. 
Pero la mayor gloria del célebre jesuíta 
fue haber tenido por discípulo en sus investigaciones de Roma subterránea, y haberle 
comunicado su espíritu emprendedor y su amor al arte cristiano al caballero J. B. De Rossi. 

Juntamente con éste trabajó algo más 
tarde su no menos inteligente y activo hermano D. Miguel De' Rossi. 
Gratamente sorprendido Pío I X por los 
felices descubrimientos que le comunicaban 
los infatigables investigadores de las catacumbas, creó, en 1851, la Comisión de Arqueología Sagrada, dándole por Presidente 
al Cardenal Vicario, y favoreciendo generosamente sus penosas y delicadas investigaciones. 
E l 26 de abril de 1856 se celebró de 
nuevo, después de tantos siglos, el santo 
sacrificio de la Misa delante del nicho donde 
habia estado por segunda vez el cuerpo de 
Santa Cecilia. Seis años más tarde, el 22 de 
noviembre, por orden de S. E. el Cardenal 
Patrizzi, Vicario de Su Santidad y Presidente de la Comisión de Arqueología Sagrada, se abrió al culto la cripta de Santa Cecilia, á la que acudieron muchos fieles. 
Merced á las curiosas y perseverantes in -
 
vestigaciones de los miembros de la Comisión, se va cada dia enriqueciendo con nuevos 
datos la historia de la Iglesia, al propio 
tiempo que se fomenta y se fortifica más la 
piedad de los fieles.

ORACION A SANTA CECILIA, VIRGEN Y MARTIR
 
¡Oh Cecilia digna de toda alabanza! Supiste conservar tu cuerpo sin mancha, y librar tu corazón de todo amor sensual. Te presentaste á tu Criador como esposa inmaculada, cuya felicidad fue ennoblecida por el martirio. E l te admitió á los honores de esposa como á Virgen sin mancilla. 

¡Oh Virgen sagrada! El Señor, en los consejos de su sabiduría, quiso coronar tu frente de perfumadas y suaves rosas. Tú fuiste el lazo de unión de los dos hermanos, para reunirlos en una misma felicidad, y tu oración los ayudó. Ellos, abandonando el culto impuro del error, se mostraron dignos de recibir la misericordia de aquel que nació de la Virgen, y quiso esparcirse entre nosotros como divino perfume. 

Despreciaste las riquezas de la tierra, deseando ardientemente poseer el tesoro del cielo; desdeñando los amores de acá abajo, escogiste tu asiento entre los coros de las Vírgenes, y tu sabiduría te condujo al celestial Esposo. ¡Oh honra de los atletas de Cristo! Combatiste con valor, y rechazaste por tu varonil denuedo las asaltos del perverso enemigo.
 
¡Oh gloriosa Cecilia, augusta mártir! Tú eres templo castísimo de Cristo, morada clestial, casa purísima. Dígnate infundir el esplendor de tu intercesión sobre nosotros, que celebramos tus alabanzas.
 
Enamorada de la hermosura de Jesucristo, fortificada con su amor, suspirando por sus delicias, pareciste muerta al mundo y á cuato en el mundo hay, y fuiste hallada digna de la eterna vida.
 
¡Oh mártir digna de toda recompensa! El amor inmaterial te hizo desdeñar el amor de los sentidos. Tus palabras vivificantes y llenas de sabiduría determinaron a tu esposo a quedar virgen contigo: ahora te ves asociada con él, al coro de los Angeles. Un Ángel refulgente, encargado de guardarte, te asistía de continuo, rodeándote de 
divino resplandor; su brazo alejaba al enemigo que te quería hacer daño; te conservó casta y pura, siempre agradable á Cristo por la fe y por la gracia.
 
¡Oh Cecilia! El deseo de poseer a Dios, el amor que nace de lo más íntimo del alma, el ardor divino, te inflamaron haciendo de ti un Ángel en cuerpo humano. ¡Oh Cecilia llena de Dios! Eres fuente sellada, jardín cerrado, hermosura reservada, esposa gloriosa, que brilla bajo la diadema; paraíso florido y divino del Rey de los ejércitos. (Estrofas de las MENEAS, o propio de los Santos, de la Iglesia de Constantinopla.) 

Tomado de:
Vida de Santa Cecilia. Virgen y Mártir
por el P. Cecilio Gómez Rodeles, de la Compañía de Jesús
Madrid.
José del Ojo y Gómez, editor.
Leganitos, 18, 2o.
1882

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