Por Carlos Martínez Inda

Las benditas manos de mi Becos recibieron el apoyo de las manos generosas y por qué no, también benditas de mi nieta Paulina, quién con su alegría y vigor se dedicó a tener los materiales a la mano, emprendió las acciones y así, juntos las manos y los corazones, le dieron vida a nuestro sentir navideño… el amor a la mano… BENDITAS MANOS … con mi mamacita, mi tía y mi abuelita.

Becos, mi esposa, también tiene manos benditas. Mágicamente hace surgir cada diciembre una ciudad en la sala de la casa, bajo la escalera. Belén renace en nuestro hogar desde hace 60 años, año con año, con Su Niño en brazos de la Virgen y San José, como sorprendido, en plena adoración.

Me nace desde el fondo de mi corazón recordar aquel otro Belén erigido por manos benditas, que surgía entre sueños y ensueños, ocupando la recámara del fondo de la casa de mi Tía Mela, en la calle de Zaragoza. Mis tíos, primos y nosotros, una sola familia.

La casa de mi Tía Mela –tiene que ser siempre las dos palabras- olía a pan de huevo horneándose, a molienda que nosotros hacíamos de granos tostados de cacao que después ella convertía en tablillones para el chocolate, a vainilla de los dulces de mi abuelita, a elote cocido para los uchepos, a cocimiento de duraznos y peras que el almíbar esperaba, a alta repostería especialidad de mi Tía Mela. ¡Cómo olvidar tales aromas transformados en corazón de anfitriona!

Pero… volvamos… ¿Por qué era la recámara del fondo? Nunca lo preguntamos. Lo cierto es que cuando comenzábamos a sentir el frío de diciembre, comenzábamos también a ver salir de rincones escondidos, palos viejos, cajas de todos tamaños, cartones y papeles de envoltura traídos del negocio El Cerrojo, figuras bien resguardadas que nos daban pie para adivinar el objeto protegido. Las manos de mi abuelita acariciaban con ternura tales bultos, inquietas por iniciar el trabajo a ellas encomendado.
Nieves, el cargador que vivía con mis tíos, armaba con tablones, clavos y muchos golpes, un tapanco chaparrito propio para niños y abuelitos que constituían los cimientos de la nueva Belén. Mis queridos primos y nosotros, todos chiquillos, coro de ánimo para Nieves que cuando no estaba de humor nos echaba palabras que no entendíamos. “Es el diablillo del nacimiento” lo justificaba mi abuelita por tales maldiciones.

Las manos mágicas de mi abuelita y las de sus dos hijas, mi Tía Mela y mi mamacita, hacían, de los papeles gruesos, cerros de suave relieve y de las cajas de galletas, casas de todos tamaños. Nosotros pintábamos los cartones a como salieran, tierra ocre, arbustos verdes, ríos azules. La nueva Belén iba cobrando vida.

Los cambios eran diarios: un día nos sorprendía ver una laguna de espejo delimitada por la arena que nos habían pedido un día antes para hacer un gran desierto, otro día una cascada de estaño que bajaba desde el cerro más alto, a la laguna. Las manos benditas no cejaban en su creación.

Era menester que consiguiéramos papel crepé color tabaco para los troncos y verde para las hojas de las palmeras que iban a cuidar el sueño de José. Las tijeras respondían a las manos mágicas de mi abuelita quien desde su mecedora, entre macetas con geranios, azucenas, cuna de moisés, mientras calentaba sus pies al sol en patio, nos vigilaba y creaba constelaciones de estrellas para el cartón azul cielo, brillantes cometas con sus enormes caudas, luna redondita, nubes para los ángeles y sus instrumentos musicales.
Un día más para que los primeros patos comenzaran a llegar a la laguna de cristal. Llegaban también los animales bíblicos a poblar las extensas llanuras. Ya para entonces el elefante, el caballo y el camello estaban en espera de sus jinetes, Melchor, Gaspar y Baltazar, que se mostraban listos para emprender su viaje después de haberlos sacado, sanos y salvos, del ropero de mi abuelita, ropero con olor a chocolates escondidos, alfajores, perfumes añejos, monedas para gratificarnos, cedro de las maderas…

Con diez centavos de musgo poníamos verde todo el paisaje y con otros diez centavos de heno poníamos barbas a los árboles, a los cerros, a todo lo que nos atravesaba y al techo mismo del pesebre.
En el pesebre, la cuna vacía al cuidado de María y José, esperaba EL DIA. El corazón nos latía más fuerte cuando veíamos las huellas del caminar de los animales acercándose al lugar, huellas motivadas por otras manos benditas que tenían el cuidado de medir distancias y días e ilusionar nuestras fantasías. ¿Por qué los animales caminaban sólo de noche? Los años me lo dijeron.

“¡Ya mero llegan!” nos decían mi mamacita, mi Tía Mela y mi abuelita, entre aplausos y brinquitos. Así pasaba el frío diciembre, lleno de calor de amor del hogar de mi Tío Luis y de mi Tía Mela.
El día 25, el día esperado, veíamos amanecer con alegría y sorpresa, un niño en pañales ocupando la cuna. Este niño, el Niño Dios, nos decían aquellas mujeres, viene a darnos paz y amor. Tanta era nuestra fantasía, que descubríamos en las figuras de María y José una sonrisa que antes no veíamos. Los Reyes Magos, pie a tierra, adoraban al Niño que tanto habían buscado y le entregaban en cofres obsequios como señal de sumisión.

El nacimiento se hacía lugar de oración.

El cenzontle, el jilguero, los gorriones y los canarios, desde sus jaulas colgadas unas y adosadas otras a la pared, en el portal de la casa, elevaban al cielo trinos que nos parecían distintos a los de los otros días. Unían sus cantos a los taraleos de mi abuelita mientras ésta hacía la labor de cuidar su estancia. Estaban alegres y ellos sabían el porqué.

Estimado interlocutor: estemos atentos porque mañana la cuna de nuestro pesebre estará ocupada. Es tiempo de regocijo, de reflexión, de dar amor y de ofrecer perdón.
Aquellas manos, gorditas, tiernas, hacendosas y benditas, ya se fueron. Pero si cierras los ojos, las sentirás como caricias vivas en tu corazón.
Amigos…¡¡feliz navidad!!