David Carracedo
Cronista Municipal de Comonfort
Las tortillas ceremoniales se conocían como “tortillas pintadas”, o tortillas con dibujos, no se deben confundir con las tortillas a cuya masa se añade un colorante vegetal y salen en bellos tonos de verdes y rojos o cualquiera otro.
El término de Tortillas Ceremoniales es acertado, no obstante que sólo se utilice en el contexto de las ferias artesanales, eventos oficiales o promoción turística.
A grandes rasgos se puede decir que son Tortillas Ceremoniales son una hermosa y antigua tradición que practican algunas comunidades de la cuenca del Río Laja, concretamente de los municipios de Allende y Comonfort, en Comonfort nos referimos a las comunidades de Orduña, Morales, La Palma, por citar algunas, en estos lugares a las tortillas, en su confección, se les añade un hermoso y simbólico dibujo producto de sabias y depuradas técnicas que trataremos de describir.
Son ceremoniales porque se les utiliza en las festividades, principalmente religiosas de estas comunidades y, en menos ocasiones, en festejos particulares; es decir, no son de uso cotidiano.
El proceso de elaboración parte de una tortilla común, bueno ni tan común, tortilla hecha a mano y de maíz, como a todos nos gusta.
De paso espero que nunca lleguen a existir máquinas de estampar tortillas, pero quizá cabe mencionar que en alguna ocasión que ponderábamos la exquisitez de las tortillas hechas a mano, don Guillermo Velázquez recordó una cuarteta al respecto:
Eres tortilla corrientede esas de tortilleríatardas pa’ que te calientey luego, luego te enfrías.
Ya cada lector sabrá si extrapola estos versos para referírselos a su pareja haciendo una metáfora no implícita. Regresando a dónde estábamos antes de que me perdiera en mis remembranzas, si la tortilla se fabrica de manera tradicional, dándole forma con una prensa, el dibujo se impregna con la utilización de un tinte natural obtenido de una planta llamada muicle (justicia spiciglera), que se hierve o se coloca en el comal según el método preferido de la especialista.
El dibujo se plasma en la tortilla mediante el uso de un molde de madera de mezquite en sobrerrelive, que recibe el congruente nombre de Pintadera. Estas pintaderas tendrán un espesor de tres o cuatro centímetros y el diámetro del dibujo (aunque el molde puede ser cuadrado y con mango), de unos quince centímetros. El proceso de fabricación es sumamente arduo, como es de imaginarse se trata de quitar a la superficie de la pintadera, unos tres milímetros de todo lo que no se desea transferir a la tortilla, para crear el relieve con el dibujo.
La buena noticia es que una vez terminada la pintadera, ésta durará varias generaciones, como está comprobado, llenando las tortillas ceremoniales con símbolos religiosos, flores, animales o lo que sea congruente con el motivo de las celebraciones, del gusto del artesano o de quién encargo el artefacto. No es raro que, para aprovechar el mezquite, la Pintadera tenga dibujo en ambas caras.
Últimamente se fabrican pintaderas en madera de pino, lo cual es comprensible y, créame, yo sé de eso, tallar madera de pino es cuatro o cinco veces más fácil que tallar madera de mezquite, sobre todo para hacer un sobrerrelieve.
Pero necesariamente no será tan duradera como la fabricada en mezquite, y no es de dudar que el tatarabuelo de alguien por eso decidió utilizar mezquite, para garantizar, como ya dijimos, que su esfuerzo y su pericia serían patentes durante siglos.
Como se intuirá, el molde tiene que ser tallado en sentido inverso a lo que se quiere transferir a la tortilla, como se hace con un sello de goma, esto amerita un poco más de cuidado, sobre todo si lleva algún texto, o si, por ejemplo se va a plasmar la Santísima Trinidad, será engorroso que el Hijo aparezca a la izquierda del Padre.
Pero todavía no le digo como es el proceso, a reserva de que mi explicación parezca una receta le diré que la masa, luego de que sale de la prensa, se coloca en el comal, pero no hasta su cocción total, digamos que a la mitad nada más. Entonces, utilizando un olote como brocha, se aplica el muicle sobre la pintadera y, a continuación, se coloca la tortilla a medio cocer sobre esta y se presiona un poco. La tortilla se impregnará con el tinte y transferirá el motivo. Regresa al comal y se coloca con la cara que recibió el dibujo hacia abajo.
Eso es todo, se dice muy fácil pero, como es fácil entender, se requiere de mucha habilidad y práctica para que el resultado sea tan bello como lo llegamos a ver. Ahora bien, es evidente que esta es una forma de expresión artística con un significado y un simbolismo muy profundos, pero lo que motivó a los primeros pobladores de estas comunidades a desarrollar esta tecnología, encontrar un tinte y fabricar pintaderas es algo que queda, necesariamente, perdido en los años transcurridos desde entonces, y sabemos, como siempre en estos casos, de testimonios de gente muy mayor que nos dice que su abuela le contó que cuando ella, la abuela, era niña ya se pintaban las tortillas con esta técnica, pero no podemos precisar en que momento surge esta práctica que acabó por volverse una hermosa tradición, pero permítaseme otra digresión, parafraseo a Canek en la obra de Abreu Gómez:
“—Aunque no se conozca, existe el número de las estrellas y el número de los granos de arena. Pero lo que existe y no se puede contar y se siente aquí dentro, existe una palabra para decirlo. Esta palabra, en este caso, sería inmensidad. Es como una palabra húmeda de misterio. Con ella no se necesita contar ni las estrellas ni los granos de arena. Hemos cambiado el conocimiento por la emoción: que es también una manera de penetrar en la verdad de las cosas.”
Después de algo tan bello me siento fuera de lugar tecleando mis ideas, pero muy al margen de las verdaderas motivaciones que tuvieron quienes decidieron pintar tortillas, hace muchos años, hoy en día podemos imaginarlo y, más aún, algo de esta motivación se habrá transmitido, más sutil que explícitamente, de madres a hijas y hoy día, cada una de las sabias mujeres que hacen estas tortillas tendrá o intuirá que le significa personalmente realizarlas al mismo tiempo que sabe o intuye que tanto de lo que le viene de herencia se patentiza en cada una de sus pequeñas, y comestibles, obras de arte.
Ahora permítame otra digresión, hoy ando muy digresor: Chamacuero ha estado poblado por pueblos civilizados desde hace más de dos mil años. Desde que recibió su nombre hace 670 años su poblamiento ha sido constante, cuando los españoles llegaron, casi doscientos años después, había un núcleo de población indígena donde una buena parte, una mayoría, eran de origen otomí, aunque en esta región convivieron pacíficamente, grupos de diferentes orígenes.
Si uno ve, en los archivos parroquiales, la cantidad de libros dedicados al registro de nacimientos, matrimonios o defunciones dedicados a “Indios y castas” y el número de libros dedicados a “españoles”, comprende en una ojeada, que la población de los primeros era 10 veces superior a la de los segundos, luego entonces, no es un despropósito decir que todos los chamacuerenses descendemos de los otomíes, unos no nos consideramos merecedores de tal honor, otros no se preocupan de asumirse como tales, aun cuando incluso conocen la lengua Ñah Ñuh, lo cual no implica que no se sientan orgullosos de sus abuelos y sus ancestros a los que escucharon muchas veces hablar en esta lengua.
¿Y por qué mi digresión? Hace unos doce años, esta tradición comenzó, merecidamente, a llamar la atención de las instituciones relacionadas con la cultura, a nivel municipal y estatal. Qué bien, pero no sé en qué momento se perdió la percepción de que esta tradición se ejerce actualmente en varias comunidades del municipio, sin que a las personas que la ejercen les haya interesado asumirse como otomíes, sin que por ello renieguen de su origen, pero pretender que ésta o cualquiera otra tradición es más valiosa por ser propia de un grupo indígena, o pero aún que es exclusiva de éste, me parece un despropósito y una sobrevaloración que, por ese motivo, brinda una visión demasiado estereotipada de la realidad de los habitantes de nuestro municipio y en este caso particular de las sabias mujeres que con el gusto heredado por esta tradición elaboran sus tortillas, por motivaciones que en realidad sólo ellas conocen pero, me consta, no son nunca una pose para los promotores culturales o turísticos ni para los medios de comunicación que, a veces, y con sobrado merecimiento, reparan en tan bella práctica.
Ojalá que tan ajenos preceptos no consigan permear hasta el espíritu de la práctica de esta tradición y las personas que a ella se avocan no se crean obligados a decir: “Vamos a hacer Tortillas Ceremoniales Otomíes”, sino que cada uno de ellos se asuma como tal, como otomí, en la medida que por sus convicciones o motivaciones propias así lo considere. No por nada, durante siglos, los chamacuerenses, todos, han ejercido su cultura y sus tradiciones, sin importarles la forma en que los bienintencionados investigadores, incluido este cronista, quieran encasillarlos, aun cuando sea para otorgarles un mérito que nunca han necesitado.