Florencio Cabrera Coello
“Todos los ríos van al mar, pero el mar no se desborda.”
—Proverbio chino
En el año de 1954, nuestro profesor de Anatomía Patológica, el ilustre médico español republicano invitado por el Dr. Ignacio Chávez para hacerse cargo del departamento de patología del Instituto Nacional de Cardiología, con la bonhomía y simpatía que le caracterizaba, nos relató sobre su llegada a México. Lo llevaron a conocer la ciudad, del Zócalo a Chapultepec, de Xochimilco y Tlalpan a la Villa de Guadalupe. Sorprendido de la magnificencia de la urbe capitalina, que en 1943 rascaba los dos millones de habitantes, les dijo a sus guías: “Me han mostrado lugares hermosos, pero no he visto el alma de la ciudad de los palacios.”
—¿A qué se refiere, maestro?
—Al río —respondió—. Una ciudad como esta no puede vivir sin un río… y lo llevaron al río del Consulado, lo que festejamos con regocijo.
Una ciudad sin río o sin acceso a fuente de agua superficial es una ciudad condenada al estancamiento o a vivir con la angustia permanente por el suministro del vital líquido. Ríos que, a medida que avanzan, vivifican las ciudades, vitalizan las planicies que recorren, los bosques que atraviesan y las cañadas que los resguardan. Progresan recogiendo agua nueva y regando la fuerza del progreso. Un río siempre en movimiento, transfigurando sin detenerse en pos de lo inesperado, semejante al cambio impredecible de la existencia.
Torrente que se agita y sacude al tropiezo con las rocas; desafía la gravedad al precipitarse incólume en la cascada. Corriente al encuentro de un meandro para retomar nueva dirección, hacia nuevo rumbo hasta perderse en el mar. Río perturbador que invita a explorar lo desconocido, o conferir calma, paz y sosiego, invitando a la reflexión. Río, musa de poetas, símbolo de amor, de amistad y de conexión que, al igual que la vida, sorprende y de pronto salpica con arrebato.
Ríos que transcurren con serena paz, murmullo de agua convertido en “música, alimento del alma”, como la concibió William Shakespeare. Río, espejo de nubes, del azul celeste que vanidoso se mira y regodea, donde se dibujan mansiones y palacios al pasar por la gran ciudad como el que inspiró la obra “Música Acuática” del compositor Georg Friedrich Händel para recuperar el favor del rey Jorge I, con el que había tenido desencuentros antes de ocupar el trono británico.
La historia popular nos cuenta que el barón von Keilmansegge forjó un plan para sanar las heridas entre el compositor y Jorge I. En un banquete ofrecido por el monarca sobre una barcaza en el río Támesis, navegando río abajo desde Whitehall hasta Limehouse, el barón dispuso una segunda barca acompañando a la de Su Majestad, donde una orquesta amenizaría el trayecto, y en secreto arregló que fuera Händel quien compusiera la música. El monarca la encontró encantadora; al preguntar por la identidad del compositor, descubrió que era Händel. El rey lo felicitó, lo perdonó y le restauró sus favores.
Música Acuática fue estrenada en 1717. Es una colección de tres suites orquestales que utiliza instrumentos de la época barroca. La suite en Fa comienza con una obertura, una introducción lenta seguida por un allegro en fuga. La suite en Re contiene la música festiva. La suite en Sol, más íntima, incluye movimientos en modo menor.
Como Bach, Vivaldi y Monteverdi, Händel, el músico alemán establecido en Londres, perpetuó la música barroca. Vale recordar su monumental oratorio, *El Mesías*, presentado por primera vez el miércoles de la Semana Santa de 1742 en Dublín, Irlanda. flokay33@gmail.com #MetroNewsMx #GuanajuatoDesconocido
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