Eugenio Amézquita Velasco
El sábado 9 de diciembre de 1531, en la madrugada, ocurrió un hecho que transformaría para siempre la historia espiritual de México: la primera aparición de la Virgen María en el cerro del Tepeyac, bajo la advocación de Guadalupe, al indígena Juan Diego Cuauhtlatoatzin. Este momento, narrado con profundidad y belleza en el Nican Mopohua, constituye el inicio de una devoción que une fe, cultura e identidad nacional.
Juan Diego, originario de Cuautitlán, caminaba hacia Tlatelolco para recibir instrucción cristiana. Al llegar al Tepeyac, escuchó cantos celestiales como de “muchos pajarillos preciosos”. Al subir la cumbre, vio a una Señora resplandeciente que lo llamó con ternura: “Juanito, Juan Dieguito”. Así comienza el diálogo que marcaría el corazón de la evangelización en América.
La Virgen se presenta como “la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive”, y le pide que transmita al obispo Juan de Zumárraga su deseo de que se construya un templo en ese lugar. En sus palabras, expresa que allí mostrará “todo mi amor, compasión, auxilio y defensa”, y que escuchará “su llanto, su tristeza, para remediar y curar todas sus diferentes penas, miserias y dolores”.
Este pasaje, recogido en el Nican Mopohua, escrito en náhuatl hacia 1556 por Antonio Valeriano, es considerado por la Iglesia Católica como el testimonio más autorizado sobre las apariciones. Su estilo poético, profundamente indígena, revela una inculturación del Evangelio: la Virgen habla en náhuatl, se presenta con símbolos comprensibles para los pueblos originarios, y elige como mensajero a un hombre humilde, sin poder ni prestigio.
La cita textual del Nican Mopohua dice: “Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive, el Creador de las personas, el Dueño del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, porque yo soy vuestra piadosa Madre; a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen.”
Este mensaje no solo tiene valor devocional, sino también pastoral y cultural. La Virgen no pide un templo para sí, sino para consolar, escuchar y sanar. Su aparición en el Tepeyac, lugar de antiguos cultos prehispánicos, resignifica el espacio y lo convierte en punto de encuentro entre dos mundos: el indígena y el cristiano.
La historia fue transmitida oralmente durante décadas, cantada por los pueblos en lengua náhuatl, hasta que fue recogida por Valeriano en el Nican Mopohua. Más tarde, en 1649, fue compilada en el Huey Tlamahuizoltica por Luis Lasso de la Vega. El texto se conservó en manuscritos coloniales y fue difundido por misioneros, consolidando la devoción guadalupana.
La autenticidad del relato fue reforzada por el hallazgo del Códice Escalada en 1995, fechado en 1548, que menciona explícitamente a Juan Diego y las apariciones. Este documento, junto con el Nican Mopohua, fue clave en el proceso de canonización de Juan Diego, reconocido por el Papa Juan Pablo II como el primer santo indígena de América en 2002.
Para la Iglesia Católica en México, la primera aparición representa el inicio de una pastoral inculturada, donde la fe se expresa en símbolos locales, y donde la Virgen se convierte en Madre de todos los pueblos. Para la historia, es un testimonio de cómo la espiritualidad puede unir culturas, sanar heridas y dar sentido a una nueva identidad.
Hoy, el Tepeyac no es solo un cerro: es el corazón espiritual de México. Allí, donde Juan Diego escuchó a su Madre, millones de peregrinos siguen escuchando su voz, buscando consuelo, esperanza y fe. La primera aparición no fue solo un milagro: fue una palabra de ternura que sigue resonando en el alma de un pueblo. #MetroNewsMx #GuanajuatoDesconocido

