El origen de un mártir entre la paz de Coroneo: Fray José Pérez OFM

Guanajuato Desconocido
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Eugenio Amézquita Velasco

-Coroneo, Guanajuato, se describe como un pueblo agrícola y profundamente religioso bajo la guía de los frailes franciscanos.
-La vida en el siglo XIX estaba marcada por el trabajo rudo con bueyes, las tiendas de raya y la economía de las haciendas.
-La espiritualidad del pueblo se manifestaba en el canto del Alabado y la asistencia diaria a la misa de madrugada del fraile.
-Las representaciones de la Semana Santa en Coroneo servían como método pedagógico visual para la fe del pueblo sencillo.
-David Pérez nació el 29 de diciembre de 1890 en un hogar con moral limpia y piedad sincera, formado por Jesús y Sotera.
-El pequeño David fue el hijo más conspicuo, destinado por la voluntad de Dios a ser un testigo de la fe católica mexicana.
-La familia Pérez se trasladó a Jerécuaro para administrar el rancho El Clarín, donde David inició su instrucción escolar.
-La educación porfiriana que recibió David era rudimentaria, centrada en leer, escribir, cuentas y nociones de catecismo.
-En su niñez, David fue descrito como un chico espigado y flacucho que alternaba sus tareas escolares con la vida del templo.
-Nada extraordinario se notaba en el niño David, salvo su inocencia y el ambiente de nobleza que rodeaba su crecimiento.

La historia de David Pérez, conocido después como Fray José Pérez OFM, comienza en un escenario que parece detenido en el tiempo: el sur de Guanajuato. En el corazón de la época porfiriana, el pueblo de Coroneo servía como el crisol de una fe profunda y sencilla, donde la vida se regía por el sonido de las campanas y el ritmo de las cosechas. Bajo el amparo de los frailes franciscanos, el pequeño David creció en un ambiente de piedad sincera y costumbres limpias, sin imaginar que esa misma devoción lo llevaría años más tarde a entregar su vida por la fe en Tarimoro.

El relato nos transporta a una economía de haciendas y tiendas de raya, donde el trabajo rudo del campo con bueyes y arados se entrelazaba con la recitación del Rosario de la aurora. David, nacido en 1890 en un hogar de campesinos acomodados, fue un niño como cualquier otro: espigadillo y flacucho, que repartía su tiempo entre la escuela rudimentaria y los juegos con la chiquillería parlera. Sin embargo, su destino ya estaba marcado por una voluntad superior, preparándolo desde la infancia para ser un testigo sangrante de la Iglesia en los tiempos de persecución.

Como todos los demás niños

Al Sur del Estado de Guanajuato hay un pueblecillo cuyo nombre es Coroneo. Bonito nombre por cierto. Despierta la idea de corona, de lugar en que se conceden coronas o de rodeo. Está ubicado en una hondonada abrigadora, circundada por la altura de cerros, por planes elevados y laderas inclinadas. De esta suerte el caminante, que dirija sus pasos hacia Coroneo, tendrá que descender. No carece de grandes arroyos —llamados ríos por los habitantes— como el de Cebolletas y el Tigre que pasa a espaldas del Convento franciscano. Este río Tigre ordinariamente está seco; pero en tiempo de lluvias se vuelve bronco, pujante y abundoso con las aguas de varios pequeños arroyos que bajan de los cerros y a él confluyen.

El pueblo es completamente agrícola. No tiene otros medios de subsistencia que los frutos producidos por los campos: maíz, frijol, trigo y otras semillas; algunos árboles frutales. Cuenta con no muy extensas maguelleras, de las que se extrae el aguamiel que, puesto a fermentar, produce el pulque campechano, el pulque fuerte. Como el clima es frío, resulta favorable para que el pulque tome cuerpo. No escasean las legumbres cultivadas en huertos ni las ricas tunas de las verdes nopaleras, especialmente las del Cerrito.



Aunque no es ganadero el pueblo, no le falta el ganado necesario: humildes asnos, tardos bueyes, vacas lecheras, cabras brinconas, ovejas laneras y unos cuantos caballos. A esto se pueden añadir como concepto obligado de la economía familiar, las aves de corral y demás animales domésticos.

Hace muchísimos años que los Frailes Franciscanos atienden las necesidades espirituales de los habitantes, y es por esto que han logrado formar un pueblo sencillo de limpias costumbres, de piedad sincera, de profunda religiosidad. Casi nada notable puede decirse acerca de la vida diaria de este pueblo; pues se parece y es semejante a la de muchos pueblitos de nuestro país.

Este relato comienza en plena época porfiriana; de ahí es preciso fijar el punto de partida en el último tercio del siglo XIX, allá por los años de mil ochocientos y tantos, cuando la economía del agro mexicanos estaba fundamentada en las antiguas y grandes haciendas, en la enorme masa de labradores llamados peones o rancheros o peonada, y en las inicuas tiendas de raya.

Sin mayores complicaciones la vida transcurría más o menos de esta manera:

Los que habían de madrugar los bueyes, es decir, darles de almorzar (pienso) en las zacateras o pilas de rastrojo a fin de que estuviesen bien alimentados y listos para ser uncidos al yugo, tenían que levantarse a las tres de la madrugada. Después los mansos bueyes, levantando nubes de polvo, han de llevar a rastras el arado hacia los campos en donde abrirán los surcos con la dura reja.

Pocas horas después, como a las cuatro de la mañana, la voz melodiosa de la campana desde la torrecilla del templo campirano anuncia el Angelus y la llegada de la Aurora. En casi todos los hogares se deja oír el canto del Alabado, la recitación del Rosario de la aurora acompañado de sencillos cantos:

Alabemos el dulce nombre de Jesús —¡Dulce Jesús!
Alabemos el dulce nombre de María —¡Ave María!
Padre nuestro, que estás en los cielos...
Dios te salve, María, llena de gracia...

Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo. Prosiguen las cinco décadas y luego sigue la Letanía Lauretana:

Kyrie, eleison.
Christe, eleison.
Kyrie, eleison...
Santa María, ora pro nobis.

Las mujeres devotas, algunos ancianos y niños asisten a la Misa tempranera que celebra el Fraile madrugador, cuya figura es familiar a esta gente que lo ha visto siempre vestido con el hábito de penitencia, ceñido con el cordón nudoso y calzando simples sandalias. En los hogares domésticos las mujeres se entregan a los quehaceres de casa y diligentes preparan el almuerzo que el gordero o almuercero como a media mañana llevará a los hombres que andan en el campo.

Asisten al templo en días determinados para oír la instrucción religiosa que el Padre les imparte, a confesarse o a consultar los pequeños problemas personales o familiares. Para todo acuden al Padrecito de quien esperan una palabra luminosa o llena de consuelo para sus penas, y también para pedir o recibir algún favor material.

A la salida del templo se producen comentarios sobre lo que el Padre dijo acerca de los mínimos acontecimientos que en el pueblo han sucedido, añadiendo los comentadores, de su propia cosecha, lo que parece haber faltado o lo que el Padre probablemente se dejó en el tintero. Después de todo no viene mal un poco de chismorreo.

Sin más alumbrado que la luz del Sol durante el día y la de la Luna durante la noche; simples veredas zigzagueantes de acceso y de salida; sin otros medios de transporte que las carretas de bueyes, el caballo, el asno o a pie el pueblo permanecía enteramente cerrado en sí mismo.

No por eso dejaba de tener sus fiestecitas.

La celebración de la Semana Santa con los Oficios Divinos; ceremonias con representaciones plásticas a lo vivo, por ejemplo: el Prendimiento del Señor en el Huerto de los Olivos sin faltar la repugnante presencia del traidor Judas Iscariote y su comparsa; el Aposentillo o encarcelamiento del Nazareno en el palacio de Anás. Luego las concurridas Tres Caídas y los pasajes ocurridos durante el camino hacia el Calvario: el Cireneo, la Verónica, el Encuentro, las Piadosas Mujeres.

A cada una de las caídas que daba El Señor con la cruz a cuestas el auditorio prorrumpe en llanto sincero o exhala gemidos de compasión. Viene, por fin, el Descendimiento. Los Santos Varones bajan de la cruz el cuerpo muerto y sangrante del Salvador del mundo. ¡Con cuánto cuidado, devoción y ternura lo colocan en la urna!

Ceremonias llenas de policromía, emotivas, ingenuas en las que se mueven muchos individuos portando vestiduras anacrónicas, brillantes, fantásticas, esforzándose por representar o caracterizar a los actores que en otro tiempo intervinieron en la tragedia del Gólgota.

Todas estas cosas o representación de los Misterios han sido siempre medios pedagógicos para causar impacto en la imaginación, la mente y el corazón del pueblo sencillo. Es el método que ahora se llama audio-visual.

La fiesta que anualmente se celebra en honor del Patrono de Coroneo es también motivo de alegría, de regocijo para el pueblo en el largo avatar de la vida cotidiana, en la cansada monotonía.

Los matrimonios permanecen ordinariamente bien avenidos, dadas la sencillez de costumbres, la ausencia de estímulos o alicientes a los graves descarríos, la urgente necesidad de buscar el pan de cada día.

No hay sin duda ambiente más favorable para la crianza, la educación de los hijos que el de un hogar formado por esposos bien avenidos, observantes de una moral limpia no sofisticada, inclinados a la piedad sincera, amantes de la virtud y del orden.

Todo individuo, por muy modesta que sea su personalidad, tiene ciertas notas características que expresan su situación en el tiempo, en el espacio, en la vida y que responden, al mismo tiempo, a estas interrogaciones generales:

¿Cómo te llamas?
¿Cuántos años tienes?
¿De quiénes eres hijo?
¿De dónde eres?
¿Qué haces aquí?

Además de esto, aparecen en la vida de los individuos otros indicios o factores que se conjugan por manera insospechada y señalan con más precisión el sitio que ha de ocupar en el orden social o escala de valores humanos, ya sea en el estrato llano o popular, ya sea en las altas esferas de la ciencia o del arte, del poder o de la fortuna, de la medianía moral o de la santidad eminente y aún del heroísmo. Los monstruos dejan entrever también algunos signos de profunda maldad latente.

Desde luego todos pugnan por alcanzar alguno de los peldaños e ir subiendo por la escala de los valores divinos o humanos; pero muchos no llegan a lograrlo con plenitud ni a la medida de los deseos, a causa precisamente de que esa conjugación o concurrencia de factores no coinciden en el mismo punto, cualquiera que sea la causa que los desvía.

Al P. Fr. José Pérez cupo en suerte el nacer en un hogar favorable a su buena crianza, como así lo fue el formado por el señor Jesús Pérez y la señora Sotera Rojas. Estos disfrutaban de modesta holgura económica y por eso, entre aquella pobretería, eran considerados como riquillos o campesinos acomodados.

El día 29 de diciembre del año de 1890 nació un niño en aquel hogar, el más conspicuo entre dos hermanas: Josefa e Irene. Decimos el más conspicuo, porque en él se conjuntaron los dictados de la voluntad de Dios, los imperativos de la propia conciencia y las determinaciones de otros hombres, que de este niño hicieron un testigo sangrante de la Fe Católica.

Su nombre de bautismo es David.

¿Presagio de acontecimientos que estaban por venir?... ¿Tendrá que habérselas con Goliat?... Sólo Dios lo sabía.

Hay noticias de que el matrimonio Pérez se avecinó en el pueblo de Jerécuaro, Gto. llevando consigo al niño David ya en edad escolar, con la finalidad de atender de manera eficiente la administración y explotación de un pequeño rancho de su propiedad llamado El Clarín. Ya en Jerécuaro, el niño David fue puesto por su padre en manos del Maestro Manuel Fuenlabrada para que diera al chico la instrucción elemental —por cierto muy rudimentaria— que solía impartirse en las míseras escuelas pueblerinas de la época porfiriana. Tal instrucción se concretaba a enseñar a leer, escribir, a hacer cuentas; a transmitir deficientes nociones de Geografía, escasas noticias históricas narradas a manera de cuento o de leyenda pragmática; poca geometría con dibujo lineal, catecismo además de otros conocimientos más o menos útiles y... pare usted de contar.

El chico David —espigadillo, un tanto cuanto flacucho— alterna las tareas escolares con asistencia al templo y trato con los Padres Franciscanos, con juegos y entretenimientos comunes a la chiquillería parlera.

Los días pasan rápidos en medio de aquella tranquilidad pueblerina. ¡Que sencilla nobleza de costumbres! ¡Que piedad tan sincera!

De ahí que David Pérez sea un niño como todos los niños.

Nada extraordinario aparece en él, sino la inocencia, ese ambiente en que va creciendo.

Tomado de:
P. Fr. José Pérez R., O.F.M.
Relato de la vida y muerte trágica del humilde sacerdote franciscano
Fr. Eliseo Ruiz González G., O.F.M.
México, 1973

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