Anacleto González, el maestro que murió por perdonar

Guanajuato Desconocido
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Eugenio Amézquita Velasco

-El pacifista convencido: Anacleto González se decepcionó del recurso armado en 1915 tras una incursión fallida con las huestes de Francisco Villa.
-De Tepatitlán al martirio: Nació en 1888 de humilde cuna; su madre le enseñó la religión a escondidas, a pesar de la prohibición de su padre.
-El "Maestro" de la Ley: Se tituló de abogado en Guadalajara con doble mérito, pero dedicó su tiempo a obras apostólicas y a la causa social católica.
-Líder de la prensa: Fundó el semanario católico La Palabra en 1917 y culminó su obra periodística con Gladium, órgano que editaba 110 mil ejemplares.
-Clave en 1918: Fue el orador oficial de la protesta de 60 mil personas en Guadalajara que logró derogar los decretos anticlericales 1913 y 1927.
-Organizador de la resistencia civil: Su Unión Popular se extendió a Jalisco y otros cuatro estados, preparando a la sociedad para la defensa de la fe.
-Símbolos del sacrificio: El estandarte de la Unión Popular era blanco y rojo, significando según él mismo "del martirio al reinado de Cristo".
-La disciplina le costó la vida: A pesar de ser pacifista, Anacleto obedeció a la Liga Nacional en enero de 1927 para iniciar la acción armada.
-Acusación calumniosa: Fue capturado el 1 de abril de 1927, señalado falsamente como autor del plagio de Mr. Wilkins, un crimen de Guadalupe Zuno.
-La tortura para delatar: Fue suspendido de los pulgares hasta desarticularle ambos dedos, exigiéndole el domicilio del arzobispo Orozco y Jiménez.
-Demacrado e irreconocible: Debido a su barba crecida y agotamiento físico, los esbirros no lo identificaron de inmediato al momento de su captura.
-La bendición materna: La madre de sus compañeros, los hermanos Vargas González, se acercó a ellos antes de la ejecución y les dijo: «Hijos míos, hasta el cielo».
-Murió al último: Pidió morir tras sus compañeros; Anacleto los exhortó frente al paredón y los hizo repetir en coro el acto de contrición.
-Perdón en el patíbulo: Su último acto fue perdonar a su ejecutor. Un capitán lo apuñaló en el costado antes de la descarga final de los soldados.
-Diez mil despiden al justo: Su funeral fue acompañado por diez mil personas que gritaban "¡Viva Cristo Rey!" Un soldado afirmó: «Matamos a un justo».

Al iniciar las celebraciones preparatorias para la fiesta patronal em la Parroquia "Mártires Mexicanos", en Naranjos, Veracruz; el primer día, que será este 7 de noviembrela 

In Memoriam: Cuna e infancia

Nació en Tepatitlán, Jalisco, el 13 de julio de 1888. Su padre fue un humilde tejedor de rebozos de nombre Valentín González y su madre, la señora María Flores, fue también de humilde cuna. Valentín, poco afecto a las cosas de Iglesia, muchas veces prohibió a su cónyuge asistir al templo con sus hijos; pero la buena mujer, valiéndose de las continuas salidas que hacía a Tepatitlán el jefe de aquella casa, enseñó a sus hijos la religión, inclinándolos a las buenas costumbres. De esa tierra empapada con tan humildes lágrimas brotó un héroe.

Juventud del Apóstol jalisciense

Pasaron años de incuria y pobreza, arañada de miseria. Ya bien entrada la adolescencia, Anacleto, auspiciado por algunos bienhechores, pudo cursar estudios de humanidades en el seminario auxiliar de San Juan de los Lagos, donde se ganó el mote de Maestro o Maistro, en labios del pueblo, por la notable destreza para asimilar las lecciones y repetirlas con gran perfección a sus condiscípulos.

Concluido el aprendizaje de las lenguas clásicas, de la historia universal y de las bellas letras, descubrió que su vocación le apartaba del ministerio sacerdotal, pasó a la capital de Jalisco, matriculándose en la Escuela Libre de Jurisprudencia, regenteada por el licenciado don Luis Robles Martínez. Para obtener su titulo profesional, debió revalidar exámenes en las escuelas oficiales, con doble mérito, pues los jurados tenían la consigna de reprobarlo. 

Obtenido el título de abogado, se privó de ejercer para su provecho esa carrera, limitándose a cubrir sus necesidades elementales, para dedicar lo mejor de su tiempo a las obras apostólicas, con un marcado acento social. La pobreza no doblegó su carácter, prefería los vestidos raídos y los zapatos rotos con tal de no apartarse de la línea de conducta que se había trazado en el campo de acción católico-social. No aceptó jamás un empleo del gobierno por ser éste anticlerical, ni los ofrecimientos a trabajar para la prensa por no cambiar el criterio de sus artículos.

Una ligera incursión en las huestes soliviantadas por Doroteo Arango o Francisco Villa, que era el mismo, y que casi le costó la vida al Maistro Cleto, lo decepcionó del recurso armado, siendo a partir de entonces, 1915, un pacifista convencido. Devoto, asistía a los oficios religiosos, participando de ellos con gran unción. 

Quienes lo vieron, lo recuerdan con la vista fija en el sagrado Depósito o, humillada la cabeza, lleno de inspiraciones ante el altar, recogido su espíritu en una quietud de místico después de comulgar, conversando larga, muy largamente, en lo más hondo de su pecho con Jesús, amigo del obrero y de los niños, el predicador de las turbas e imán del pueblo hambriento de felicidad.

Periodista católico por excelencia

Armado del lenguaje, estilo y dialéctica de Augusto Nicolás, cuyos Estudios Filosóficos sobre el Cristianismo le eran muy familiares, cultivó el periodismo. Para esta labor se auxilió también en Jaime Balmes, al que leía con verdadero entusiasmo, y del no menos brillante apologeta y orador mexicano don Trinidad Sánchez Santos. 

En 1917 fundó el semanario católico La Palabra, del que fue director responsable y editaba con mil trabajos, llegando a darse el caso de que él personalmente imprimiera el periódico. Colaboró más tarde para la fundación de La Época en cuyas columnas aparecieron muchas veces sus sustanciosos artículos. Diariamente escribía en Restauración, periódico de filiación católica. El Tiempo y El Heraldo también recibieron numerosos artículos del licenciado González Flores y en la ciudad de México, El País. 

Excélsior solicitó su colaboración, pero nuestro biografiado puso por condición que respetaran sus ideas católicas e imprimieran sus artículos defendiendo la religión, lo cual no fue aceptado. Culminó su obra periodística con la publicación de Gladium, órgano de la Unión Popular, de la cual pronto hablaremos, llegando a editar un tiro de ciento diez mil ejemplares.

En el año de 1918: leyes contra la religión

El gobierno del estado de Jalisco, dominado por la facción carrancista, se dio a la tarea de cumplimentar los artículos constitucionales. El gobernador provisional, don Manuel Bouquet, presentó al congreso del Estado un proyecto de ley, el Decreto número 1913, sancionado el 31 de mayo de 1918, el cual comenzaba así: Art. 1º: «Habrá en el Estado de Jalisco un ministro por cada templo abierto al servicio de cualquier culto; pero sólo podrá oficiar uno por cada cinco mil habitantes». 

El Reglamento respectivo, que dio a la publicidad y rubricó el propio gobernador Bouquet, señalaba las condiciones en que se deberían inscribir los ministros de los cultos para que pudieran ejercer su ministerio: para nombrar a los ministros encargados de los templos, la autoridad eclesiástica tenía que presentar candidatos que fueran admitidos y avalados por el gobierno del estado, el cual llevaría un registro de inscripción para ministros de culto autorizados para ejercerlo. 

El Decreto fue modificado un mes después, el 25 de julio siguiente, por el que llevó el número 1927, quedando la redacción definitiva del Artículo 1º, así: Art. 1º: «Habrá en el Estado de Jalisco un ministro por cada templo abierto al servicio de cualquier culto, pero sólo podrá oficiar uno por cada cinco mil habitantes o fracción. El número máximo de los ministros de los cultos que podrán oficiar en el Estado, se determinará tomando en cuenta el censo oficial más reciente».

Para obligar al cumplimiento de esta ley, se sucedieron la clausura de los templos en la ciudad episcopal y la aprehensión del arzobispo Orozco y Jiménez en Lagos de Moreno. Como era de esperarse, la agitación en la sociedad tapatía adquirió caracteres de tormenta y de oleaje encrespado. 

La directiva de la asociación de Damas Católicas se entrevistó con el gobernador del Estado y los diputados firmantes del Decreto. También hablaron con el general Diéguez, quien era el que detentaba el poder real del Estado, pidiéndole influyera para derogar el decreto y para alcanzar la libertad del señor arzobispo. No hubo respuesta positiva a estas gestiones.

Fue entonces cuando una tumultuosa manifestación pacífica y de protesta, congregada en la antigua plazuela de la estación del ferrocarril, en la calle de 16 de Septiembre, a la que asistieron unas sesenta mil personas, prácticamente la mitad de los habitantes de Guadalajara en aquella época, inició una marcha que tomó la plaza de armas y desde esa tribuna, increparon al general Diéguez en persona, el cual desde el balcón del Palacio de Gobierno, espetó a la multitud y al orador oficial, Anacleto González Flores, estas palabras: «Se les ha engañado. Yo nunca he ofrecido hacer derogar el Decreto gubernamental sobre cultos. Los que quieran seguir en el Estado de Jalisco, disfrutando de sus instituciones, que lo cumplan, pero los que no, que salgan de este territorio como parias». 

Esta clara alusión al desterrado Orozco y Jiménez, enardeció a la turba. Valga como disculpa que estas palabras no eran de Diéguez, pésimo orador, sino del abogado Paulino Machorro, masón de elevados quilates, quien estaba al lado del militar, en calidad de apuntador.

La respuesta del pueblo fue un ¡No! estentóreo y rotundo, que fue también toque de rebato para el nutrido contingente de guardias a caballo, que sable en mano se echaron sobre los indefensos manifestantes. 

Este incidente provocó que en los meses siguientes las organizaciones católicas se desperezaran, organizándose como nunca lo habían hecho. El 4 de febrero de 1919, Manuel M. Diéguez, ya reinstalado como gobernador constitucional de Jalisco, publicó el siguiente Decreto de la Cámara local: «Artículo Único: Se derogan los decretos 1913 y 1927 sobre ministros de cultos».

Orador: incendios de ira santa

Además de periodista, Anacleto González Flores fue orador de palabra fácil, lenguaje castizo, imágenes llenas de luz, recuerdos y citas de historia felizmente aplicadas, figuras de oratoria, ademanes, voz, emisión, cadencias, suavidades, ironías, apóstrofes, oleadas de amor e incendios de ira santa, todo le era tan natural y feliz que bastaba el anuncio de que él hablaría en alguna velada para que el salón o teatro estuviese henchido de gente ávida de aquella prodigiosa palabra. 

Tenía en gran necesidad el saber expresarse para obtener el triunfo en discusiones sensatas y bien conducidas. Por esto no se limitó a ser orador, sino que formó oradores. Fundó en Guadalajara otros círculos de oratoria, así como clases de apologética, sociología, filosofía, literatura. Ejemplos de esto fueron los círculos «Agustín de la Rosa» y «Aguilar y Marocho». 

Ya por este espíritu de enseñanza y organización, ya por los amplios conocimientos que sin egoísmo impartía a todos, ya porque en el Seminario en repetidas ocasiones se le hizo suplir a los profesores, el caso es que una gran parte de la juventud católica tapatía le ratificó el título de Maestro. En estos círculos conoció e intimó con Luis Padilla, su compañero de trabajos y de martirio.

En 1916 fundó la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM) de Guadalajara, campo propicio para desarrollar las dotes de organizador que Anacleto tenía. La obra de catequesis fue especialmente amada por él. Desde que llegó a Guadalajara, siendo un pobre estudiante, se dio mañas para atraer a los muchachos al catecismo. Cuentan que en esa época de suma penuria, siendo él vecino del tradicional barrio del Santuario, por la calle de Santa Mónica, compró un pésimo fonógrafo, pagadero en pequeños abonos que, para cubrirlos, pasaba grandes apuros. A él nada importaba esto, ponía a funcionar su aparato en la ventana de su casa y, como era natural, eran los muchachos de la más humilde categoría los que se congregaban a oír esos chirridos del destemplado fonógrafo. 

Luego que había público de harapientos y descalzos frente a su casa, los hacía entrar y empezaba la enseñanza del catecismo. Más tarde, miembro de las conferencias de San Vicente, su enseñanza no se limitó a los niños, iba a visitar a los pobres, a los enfermos, a las cárceles y en donde quiera dejaba una luz para el entendimiento, un consuelo para el corazón, una esperanza, una manifestación de su caridad; pero, sobre todo, una palabra al menos de doctrina y moral.

La ACJM fue, por decirlo así, una incubadora de luchadores que él cuidó y calentó con el fuego de su alma, por eso llaman en Guadalajara a los muchachos de esta asociación «hijos espirituales de Anacleto», y con ellos pudo preparar su última creación:

La Unión Popular: soñando con el martirio

La mirada previsora de Anacleto, su talento práctico, su continua preocupación por los problemas de la Iglesia, habían abarcado todos los factores que podían determinar el triunfo. Su obra se había ido extendiendo en círculos concéntricos de radio en radio a todos los estados sociales, a todas las edades y sexos, siendo en los últimos días conocido no sólo en el estado de Jalisco, sino también en la capital de la República. 

Para mayor conocimiento y más firme estudio de las condiciones sociales de aquella arquidiócesis, el arzobispo don Francisco Orozco y Jiménez, que puso en Anacleto sus mejores esperanzas y no sólo lo estimaba en cuanto valía, sino que trataba de hacerlo valer más, solía llevarlo a sus visitas pastorales y de esta manera lo ponía en contacto con los campesinos, los obreros, los dueños de haciendas, las familias más connotadas en el estado y las reconocidas como más adictas a la Iglesia. De suerte que el prestigio de Anacleto aseguraba el éxito de una empresa tan ardua y tan necesaria como la Unión Popular.

Al crear esta Liga, lo hizo soñando ya con el martirio. Sus escritos de esa época, sus profundas emociones al escuchar cualquier palabra que le hablara de sacrificar la vida por Dios, sus preparativos, el dibujo de la bandera y los colores que para ella ordenó, blanco y rojo, que significan, según él mismo «del martirio al reinado de Cristo», las leyendas sobre esa propia bandera, en el anverso: ¡Viva Cristo Rey! y en el reverso: Reina de los mártires al pie de la imagen Guadalupana, la oración que diariamente repiten todos los afiliados a la Unión: «Que te dignes humillar y confundir a los enemigos de la Iglesia, te rogamos, óyenos», y esta otra que repiten las mismas cien mil bocas todos los días: «Reina de los mártires, ruega por nosotros y por la Unión Popular», todo presagiaba el fin del Maestro, como se le conocía.

Anacleto González Flores se dio cuenta cabal del alcance revolucionario; previó las funestas consecuencias de esa propaganda inmoral, que oficialmente se hacía y cubrió con sus obras sociales todos los lados para un futuro combate. Sus largos años de trabajo fueron fecundos y en buena medida apoyaron la obra que luego se tradujo en importantes sindicatos, agrupaciones de campesinos y de fieles laicos que pudieron pasar a pie las procelosas aguas de la tempestad en el enérgico movimiento armado que sobrevino una vez que se agotaron todos los medios pacíficos en defensa de la libertad de conciencia. 

Al convertirse el peligro de ayer en amarga realidad, los jaliscienses estaban preparados, organizados, disciplinados y ejercitados en la acción social, lo cual no pasó en la ciudad de México, ni en las demás capitales de los estados, excepción hecha de dos o tres más. Jalisco se ha distinguido por su inflexible amor a la justicia, su tenacidad, orden y buen juicio con que procedió en esta lucha.

Cuando sonó la hora de los tristes acontecimientos en México y la espada de los paladines capitalinos estaba muy guardada y enmohecida, cuando se convocó a la resistencia y el pueblo respondió con asombrosa rapidez, Anacleto se mantuvo indeciso. La recién constituida Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, con asiento en la ciudad de México, exigía al caudillo de Guadalajara adherirse a su proyecto de resistencia activa, pero siendo la Unión Popular una organización independiente, anterior y mejor organizada que la Liga y él enemigo de la acción armada, se resistió hasta donde pudo a romper con el pacifismo.

A principios de enero de 1927 la Liga contaba con los siguientes elementos: un caudillo joven y entusiasta, pero no aceptado por todo el compuesto de directores y prohombres católicos, que se dividieron en varios grupos, unos que sostenían al carismático René Capistrán Garza, y otros a Félix Díaz. 

Los directores de la Liga apoyaron a René y éste suscribió un plan liberal que se repartió en toda la República, firmado también por un señor Gándara como jefe del control militar. Éste era un elemento totalmente desconocido en los círculos católicos y más aún como director técnico de tan importante movimiento. 

La mayor parte de los que encabezaban los grupos de insurgentes eran jóvenes de ACJM que llevaban un ideal nobilísimo, pero en la práctica, contrario al objeto de todo movimiento armado. Se les preguntaba: ¿A qué váis? A morir por Dios, respondían todos, en vez de contestar -A matar y a vencer.

Con respecto al fondo necesario para abastecer de armas y parque a nuestros abnegados muchachos podemos asegurar que era irrisorio lo que había y se había dispuesto para ésta, que ha sido la necesidad más urgente y menos socorrida. Los directores del movimiento, residentes en Estados Unidos, contaban por seguro obtener el dinero suficiente para pasar la frontera bien armados y pertrechados del 1 al 5 de enero del presente año y a esto se debió que se extendieran las órdenes de moverse simultáneamente en distintos puntos de la República. 

Anacleto no era partidario de este paso, por más que su gente estaba dispuesta a todo, sin embargo, él preveía que era anticiparse y tal vez fracasar, pero una vez más dio notable ejemplo de disciplina y obedeció las órdenes recibidas del centro, aunque esto le costara el reproche de los suyos, entre los cuales podemos nombrar al mismo Luis Padilla, pero éste, convencido después de la conducta intachable de su maestro se unificó con él y le siguió hasta la muerte. Las fuerzas de Jalisco no eran las que inspiraban temores a Anacleto, conocía a sus hombres, los había preparado y estaban listos lo mismo los intelectuales que los humildes. 

El resultado de esa organización se está palpando hasta los actuales días en que ese estado y los de Michoacán, Aguascalientes, Guanajuato y Zacatecas que recibieron la influencia directiva de Anacleto, guardan todavía la llama de la defensa armada. Lo que temía Anacleto era que el resto de la República, sobre todo el alto mando, no tuviera los necesarios elementos para el triunfo y se prolongara una lucha que de haberse preparado con más unificación, calma y dinero habría ya terminado.

En los últimos días de la vida de Anacleto, éste ya estaba resuelto a dejar el mando de la acción armada en manos militares, pidió y se le concedió extender el radio de su acción a los estados que ya hemos nombrado e incansablemente trabajaba día y noche mandando correos; cuando Dios permitió que su mejor paladín, su mejor cruzado cayera en manos de los enemigos, acusado calumniosamente de ser el autor intelectual del plagio de Mr. Edgar Wilkins.

Todo fue providencial y así hay que tomar la muerte de nuestro nunca bien llorado mártir. Coincidió con el referido plagio la captura que hicieron de un muchacho que, fuerza es decirlo, trabajó siempre y muy bien por la causa. Se le sujetó a tormentos diarios y terribles, a interrogatorios cada vez más precisos que lo orillaron a decir quién era el jefe del movimiento en Jalisco y a esto se debió la captura de Anacleto. 

Se sabe positivamente, por lo que se refiere al plagio de Wilkins, que fue gente de Guadalupe Zuno la que cometió ese crimen, como lo comprueba la misma protesta que ante el gobierno de los Estados Unidos hizo la viuda de la víctima. La Sra. de Wilkins estuvo personalmente a dar sus condolencias y explicaciones a la viuda del licenciado González Flores después de la muerte de éste.

Hacía pocos días que Anacleto vivía en casa de la familia Vargas González. La noche del 31 de marzo de 1927 se la había pasado en vela, junto con los muchachos de la casa, durmiéndose hasta la madrugada del 1 de abril. No hacía mucho tiempo que estaba en cama cuando llamaron fuertemente en la puerta de la botica que quedaba al exterior y conectada con la casa del Dr. Antonio Vargas González. Pronto se dieron a conocer los que llamaban y entraron violentamente a posesionarse de todas las puertas unos, mientras otros entraron en las habitaciones. Anacleto era hombre de gran valor. 

Ya había sido preso en varias ocasiones. Sus últimos escritos predecían su muerte en el patíbulo por causa de su religión: él mismo había profetizado su martirio. Al notificarle la presencia de la policía se puso densamente pálido. Tenía pensado escapar en un caso como el que se presentaba, saltando por la azotea a las casas vecinas, pero al salir al patio se encontró con las alturas ya tomadas por los soldados. 

Se cree que, dado el disfraz del licenciado González Flores, la barba largamente crecida, su demacración, su agotamiento físico, los esbirros no le conocieron y no sabían a quién llevaban preso. Buscaban a aquel joven vigoroso, perfectamente afeitado, pulcro, que conocían en las veladas y allí sólo estaba un hombre consumido por largos desvelos, tristes acontecimientos, preocupaciones, cálculos, trabajo intelectual e intensa vigilancia.

El primer saludo que le hizo el jefe de la policía fue un terrible golpe en el rostro que le hizo caer sobre una silla. Los hombres armados entraron violentamente por todas las habitaciones, se apoderaron de todos los papeles y mapas. Hicieron presos hasta a los criados, hasta a los niños y señoras, subiéndolos inmediatamente al camión de la policía, menos a los varones, el licenciado González Flores y los tres hermanos González Vargas, que fueron conducidos a pie. La madre de éstos pudo en un momento acercarse a sus hijos y segura del martirio de ellos, los bendijo y se despidió con esta frase: «Hijos míos, hasta el cielo».

En presencia de los tres hermanos Vargas González y de Luis Padilla, tomaron de los pulgares y suspendieron al licenciado González Flores, hasta desarticularle ambos dedos. Esto lo hacían para que delatara a los que estuviesen implicados en el movimiento católico y, muy especialmente, le exigían que diese el domicilio de monseñor Orozco y Jiménez. Valientemente se negó a decir el nombre y las direcciones que le pedían. 

Con el objeto de amedrentar a sus compañeros delante de éstos hacían esas escenas de crueldad. Anacleto, estando suspendido de los dedos, les dijo: «No jueguen ustedes con los niños, pónganse con los hombres; aquí estoy yo». Descolgado en estos momentos, recibió tan fuerte golpe en la boca que sangró abundantemente. Siendo testigo de la debilidad de sus compañeros, pidió como única gracia morir al último y el uso de la palabra antes de morir.

La sentencia no se hizo esperar. Estaban condenados a muerte todos, excepto el menor de los Vargas por no tener veintiún años todavía. El militar que fue encargado de separar del grupo al que había conseguido el indulto, se equivocó y en lugar de retirar a Ramón, hizo salir a Florentino, quedando los otros dos al lado de Anacleto y Luis Padilla. 

Anacleto vio a sus amigos, a sus compañeros de lucha, a sus hermanos en Cristo frente a las carabinas; los miró con la luz de una fe heroica y abrió sus labios que chorreaban sangre, dibujando una sonrisa de beatitud y empezó a hablarles de la inmortalidad del alma y por último, los hizo repetir en coro el acto de contrición.

Después que fueron ejecutados los Vargas y Padilla, Anacleto se dirigió al jefe de las armas y le dijo: «General, perdono a usted de todo corazón; muy pronto nos veremos ante el tribunal divino, el mismo Juez que me va a juzgar será su Juez; entonces tendrá usted un intercesor en mí con Dios». Sus últimas palabras se dirigieron a los soldados que iban a ejecutarlo, los cuales se negaban a disparar sobre ese hombre de elocuencia divina. 

Entonces el jefe de las armas hizo una seña a un capitán que estaba al lado de Anacleto, el cual hundió un marrazo en el costado izquierdo de la víctima, la cual cayó bajo una lluvia de balas que entonces dispararon los soldados.

Uno de éstos habló pocos días después con la viuda de la víctima y le dijo: «Señora, matamos a un justo. Nos avergonzamos de haber matado a un hombre tan santo. Si las piedras lloraran lo habrían hecho a la hora de su muerte».

El cadáver de Anacleto fue recibido por la esposa y aquella casa se convirtió en un jardín de flores que toda la sociedad tapatía en profusión hizo llegar. Se calcula en diez mil las personas que acompañaron a Anacleto hasta el sepulcro. A la hora del entierro, cuando salía el cadáver, se oyó una voz que repetía la frase que había consagrado el héroe muerto: «Que te dignes humillar y confundir a los enemigos de tu Iglesia», y aquella multitud respondió: «Te rogamos, óyenos». Constantemente se oían en el trayecto al panteón y en este recinto, gritos de la multitud: «¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!».

Después de ese tiempo de justo recato y quietud, las actividades se reanudaron y los nobles muchachos tapatíos escribieron estas palabras: «...se equivocaron los verdugos si creen que el temor a sus puñales y a sus balas ahogó en nuestra garganta el grito de indignación... cristianos como ayer, con fe y sin miedo, volvemos a gritar: ¡Viva Cristo Rey! ¡A la lucha... Millares de manos se extienden sobre estas tumbas, jurando dar su vida porque Él reine».

*Nota sobre la edición: El opúsculo In Memoriam fue publicado en 1928 y se divulgó en la ciudad de México. Su autor es probablemente don Luis Beltrán y Mendoza. El documento ofrece una interpretación cercana y equilibrada de los acontecimientos.
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