San Francisco de Asís en Greccio: El pesebre que renovó la fe del mundo

Guanajuato Desconocido
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Eugenio Amézquita Velasco

-Tres años antes de morir, en 1223, Francisco de Asís decidió celebrar la Navidad en Greccio para exaltar la devoción fiel.
-Juan de Vellita, noble de espíritu y amigo de Francisco, fue el encargado de preparar el pesebre con heno, un buey y un asno.
-El Poverello deseaba contemplar con ojos corporales la invalidez del Niño en Belén y su humilde reclinación sobre el duro heno.
-La noche de Greccio se iluminó con cirios y teas, convirtiéndose en una nueva Belén donde la pobreza y sencillez fueron honradas.
-El bosque y las rocas resonaron con himnos de júbilo mientras los hermanos cantaban alabanzas en una noche de gozo inefable.
-Francisco, como diácono, cantó el Evangelio con voz potente y dulce, invitando a la multitud a buscar los premios supremos.
-Al predicar sobre el Rey pobre, Francisco balaba la palabra Bethleem con ternura, saboreando el nombre de Jesús en sus labios.
-Juan de Greccio vio en visión a un niño hermoso y exánime en el pesebre, que despertó al ser estrechado por los brazos del Santo.
-La visión simboliza cómo el Niño Jesús, olvidado en muchos corazones, resucitó por la gracia de Dios mediante el siervo Francisco.
-El rito solemne de la misa se celebró directamente sobre el pesebre, uniendo el misterio de la Encarnación con la Eucaristía.
-El heno del pesebre se conservó como reliquia milagrosa que sanó a animales enfermos de la región y alejó diversas pestes.
-Mujeres con partos largos y dolorosos lograban dar a luz felizmente al colocar sobre ellas un poco del heno bendito de Greccio.
-El sitio del pesebre fue consagrado después como templo y altar en honor a San Francisco, alimentando al hombre para su salud.
-San Buenaventura destaca que Francisco pidió permiso al Sumo Pontífice para evitar que la celebración fuera tachada de novedad.
-El P. Cuthbert describe el valle de Rieti como un refugio de hospitalidad generosa donde Francisco buscó paz tras su apostolado.
-En 1223, tras la aprobación de la Regla por Honorio III, Francisco se sumergió en la vida mística fronteriza con la eternidad.
-El Salmo Navideño de Francisco une la visión de la cuna y la cruz, invitando a seguir los preceptos divinos hasta el final.
-Benedicto XVI explica que en Greccio se devolvió a la cristiandad el calor del Dios-con-nosotros, el Emmanuel tierno e inerme.
-La Navidad en la Edad Media cobró un clima espiritual intenso gracias al amor de Francisco por la humanidad del Niño Jesús.
-Dios se hace niño para vencer la soberbia y violencia humana, enseñando un modo nuevo de vivir y amar con sencillez de corazón.

Una crónica de amor y franciscanismo: El eco eterno de Greccio

En el corazón del valle de Rieti, donde las montañas de Umbría parecen tocar el cielo con una altivez generosa, se gestó hace ocho siglos un acontecimiento que transformaría para siempre la sensibilidad de la cristiandad. No fue un decreto teológico frío ni una demostración de poder eclesiástico, sino el suspiro de un hombre enamorado: Francisco de Asís. Tres años antes de su tránsito a la gloria, el Poverello decidió que el mundo necesitaba volver a ver, con ojos de carne y alma, la fragilidad de un Dios que se hizo pequeño por amor.

Todo comenzó con una amistad cimentada en la nobleza del espíritu. Juan de Vellita, hombre de buena fama que había preferido la milicia de Cristo sobre la terrenal, recibió el encargo más dulce de su vida. Francisco, movido por un deseo incontenible de contemplar la invalidez del Infante divino, le pidió preparar en las cuevas de Greccio un escenario de absoluta sencillez: un pesebre, heno, un buey y un asno. No buscaba un espectáculo, sino una experiencia sacramental. Quería palpar la pobreza, sentir el frío del establo y entender, a través de los sentidos, el sacrificio de la Encarnación.



Llegada la noche de la Natividad de 1223, el bosque de Greccio se transfiguró. La gente del pueblo, portando cirios y teas, convirtió la oscuridad en una estrella centelleante. Allí, entre las rocas y la espesura, la simplicidad recibió el honor que el mundo le niega. Francisco, vistiendo sus ornamentos de diácono, cantó el Evangelio con una voz tan dulce y clara que parecía invitar a los presentes a los mismos premios del paraíso. Quienes lo escucharon narraron cómo, al pronunciar la palabra Bethleem, su boca se llenaba de una afección tierna, balando como una oveja que reconoce a su pastor, saboreando el nombre de Jesús con la delicia de quien gusta miel en el paladar.

El momento culminante fue la visión concedida al caballero Juan. En el pesebre, donde inicialmente parecía haber solo heno, vio a un niño hermoso, exánime, que despertaba ante el abrazo amoroso de Francisco. Esta no fue una alucinación, sino la manifestación de una realidad espiritual profunda: el Niño Jesús, que yacía sepultado en el olvido en tantos corazones, resucitó aquella noche a través de la fe de su siervo. La celebración de la Eucaristía sobre el mismo pesebre selló la unión indisoluble entre el misterio de la cuna y el misterio del altar, recordándonos que el Cordero que nace en el portal es el mismo que se entrega cada día como alimento de salud para el alma y el cuerpo.

El legado de Greccio no terminó con la alborada. El heno que sirvió de lecho al Niño se convirtió en medicina milagrosa, sanando jumentos enfermos y asistiendo a mujeres en partos difíciles, como si la misericordia divina se hubiera impregnado en la paja. Más tarde, aquel establo se consagró como templo, para que donde antes comieron los animales, los hombres pudieran nutrirse de la carne inmaculada de Cristo.

Como bien señaló Benedicto XVI siglos después, Francisco no solo inventó el belén; nos regaló una nueva dimensión de la fe. Nos enseñó que en ese Niño inerme, Dios viene sin armas, sin fuerza, buscando ser acogido libremente. La Navidad de Greccio nos educa a amar la humanidad de Cristo, a tratarle de "tú" y a comprender que la verdadera dignidad reside en la condición de hijos. Es un llamado a la conversión, a hacernos pequeños para entrar en el Reino, dejando que la sencillez de Francisco rompa las barreras de nuestra soberbia. Que el eco de los himnos de aquella selva resuene hoy en nuestro interior, colmándonos, como a los pastores de antaño, de una alegría que no conoce fin.

La Navidad de Greccio celebrada por San Francisco en 1223

Relato de Tomás de Celano (1 Cel 84-87)
Digno de recuerdo y de celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo Francisco tres años antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de nuestro Señor Jesucristo. Vivía en aquella comarca un hombre, de nombre Juan, de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado Francisco amaba con amor singular, pues, siendo de noble familia y muy honorable, despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu. Unos quince días antes de la navidad del Señor, el bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado.

Llegó el día, día de alegría, de exultación. Se citó a hermanos de muchos lugares; hombres y mujeres de la comarca, rebosando de gozo, prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche que, con su estrella centelleante, iluminó todos los días y años. Llegó, en fin, el santo de Dios y, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una nueva Belén. La noche resplandece como el día, noche placentera para los hombres y para los animales. Llega la gente, y, ante el nuevo misterio, saborean nuevos gozos. La selva resuena de voces y las rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los hermanos las alabanzas del Señor y toda la noche transcurre entre cantos de alegría. El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre y el sacerdote goza de singular consolación.

El santo de Dios viste los ornamentos de diácono, pues lo era, y con voz sonora canta el santo evangelio. Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice «el Niño de Bethleem», y, pronunciando «Bethleem» como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba «niño de Bethleem» o «Jesús», se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras.

Se multiplicaban allí los dones del Omnipotente; un varón virtuoso tiene una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño. No carece esta visión de sentido, puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría.

Se conserva el heno colocado sobre el pesebre, para que, como el Señor multiplicó su santa misericordia, por su medio se curen jumentos y otros animales. Y así sucedió en efecto: muchos animales de la región circunvecina que sufrían diversas enfermedades, comiendo de este heno, curaron de sus dolencias. Más aún, mujeres con partos largos y dolorosos, colocando encima de ellas un poco de heno, dan a luz felizmente. Y lo mismo acaece con personas de ambos sexos: con tal medio obtienen la curación de diversos males.

El lugar del pesebre fue luego consagrado en templo del Señor: en honor del beatísimo padre Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén. Aleluya. Aleluya.

El relato de San Buenaventura sobre este belén de Greccio (LM 10,7)
Tres años antes de su muerte se dispuso Francisco a celebrar en el castro de Greccio, con la mayor solemnidad posible, la memoria del nacimiento del niño Jesús, a fin de excitar la devoción de los fieles. Mas para que dicha celebración no pudiera ser tachada de extraña novedad, pidió antes licencia al sumo pontífice; y, habiéndola obtenido, hizo preparar un pesebre con el heno correspondiente y mandó traer al lugar un buey y un asno. Son convocados los hermanos, llega la gente, el bosque resuena de voces, y aquella noche bendita, esmaltada profusamente de claras luces y con sonoros conciertos de voces de alabanza, se convierte en esplendorosa y solemne. 

El varón de Dios estaba lleno de piedad ante el pesebre, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón inundado de gozo. Se celebra sobre el mismo pesebre la misa solemne, en la que Francisco, levita de Cristo, canta el santo evangelio. Predica después al pueblo allí presente sobre el nacimiento del Rey pobre, y cuando quiere nombrarlo -transido de ternura y amor-, lo llama «Niño de Bethlehem». Todo esto lo presenció un caballero virtuoso y amante de la verdad: el señor Juan de Greccio, quien por su amor a Cristo había abandonado la milicia terrena y profesaba al varón de Dios una entrañable amistad. Aseguró este caballero haber visto dormido en el pesebre a un niño extraordinariamente hermoso, al que, estrechando entre sus brazos el bienaventurado padre Francisco, parecía querer despertarlo del sueño. 

Dicha visión del devoto caballero es digna de crédito no sólo por la santidad del testigo, sino también porque ha sido comprobada y confirmada su veracidad por los milagros que siguieron. Porque el ejemplo de Francisco, contemplado por las gentes del mundo, es como un despertador de los corazones dormidos en la fe de Cristo, y el heno del pesebre, guardado por el pueblo, se convirtió en milagrosa medicina para los animales enfermos y en revulsivo eficaz para alejar otras clases de pestes. Así, el Señor glorificaba en todo a su siervo y con evidentes y admirables prodigios demostraba la eficacia de su santa oración.

A continuación, presento la nota editorial solicitada, elaborada bajo una reflexión profunda, analítica y rebosante de franciscanismo, siguiendo estrictamente tus directrices de estilo y formato.

La paradoja del Infante: Crónica de una luz que se deja abrazar

La Navidad, en su esencia más pura, no es un recuerdo histórico congelado en el tiempo, sino una irrupción estrepitosa de la bondad divina en la fragilidad humana. Como bien nos recuerda el magisterio de Benedicto XVI, la Iglesia primitiva fundamentó su existencia en la Pascua; sin embargo, fue el alma de Francisco de Asís la que, en la penumbra de la Edad Media, rescató para nosotros la "fiesta de las fiestas". Francisco no pretendió alterar la jerarquía teológica que pone a la Resurrección en la cúspide, pero sí logró que el año litúrgico tuviera un segundo corazón: uno que late con la ternura de un recién nacido.

El término apparuit —ha aparecido— resume el vuelco cósmico de esta noche. Dios ya no es una idea lejana, una deducción filosófica o un poder arbitrario que tememos desde la distancia. En Greccio, el Poverello nos enseñó que Dios se ha hecho "tocable". Al colocar el heno, el buey y el asno, Francisco no estaba creando una escenografía, sino provocando un encuentro. Quería que sus ojos vieran la incomodidad, que sus manos sintieran la pobreza y que su corazón se derritiera ante la "humilde grandeza" de un Rey que no tiene palacios.

Benedicto XVI nos invita a analizar, en el 2009, la Navidad como la derrota definitiva de la fuerza bruta. Dios llega inerme. No conquista desde fuera con legiones, sino que pide permiso para entrar desde dentro. En un mundo saturado de "botas estrepitosas" y túnicas ensangrentadas por la violencia, el Niño de Belén se levanta como el Príncipe de la Paz cuya única arma es la vulnerabilidad. Es una paradoja que desafía nuestra lógica: el Dios fuerte es un niño dependiente que necesita el calor de una madre y el cuidado de los hombres.

Francisco, al celebrar la Eucaristía sobre el pesebre, cerró el círculo místico: la carne del niño que nace en la paja es la misma carne del Cordero que se ofrece en el altar. Es la democratización de la santidad a través de la sencillez. Para entrar en este misterio, el hombre moderno debe realizar un acto de humildad intelectual: debe apearse del caballo de su razón ilustrada y sus falsas certezas. El portal de la Basílica de la Natividad en Belén, reducido en altura para obligar a los poderosos a entrar a pie y agachados, es el símbolo perfecto de lo que exige la fe.

Finalmente, esta reflexión nos lleva a entender que quien no acoge a Jesús con corazón de niño, permanece fuera del Reino. La Navidad de Greccio es un despertador para los corazones dormidos. Nos urge a rasgar las fachadas deslumbrantes del consumo y el ruido para encontrar, en la oscuridad del establo, la verdadera luz. Es allí, en la extrema sencillez, donde Dios nos trata de "tú" y donde nosotros, finalmente, recuperamos nuestra verdadera identidad como hijos amados. Que la alegría de Greccio no sea un evento de un día, sino una disposición permanente de un alma que se sabe abrazada por la bondad de Dios. #MetroNewsMx #GuanajuatoDesconocido

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