Nican Mopohua: raíz histórica de Santa María de Guadalupe

Guanajuato Desconocido
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Eugenio Amézquita Velasco

-Nican Mopohua: relato fundacional de la Virgen de Guadalupe en 1531. Es puente clave entre tradición indígena y evangelización cristiana.
-La Iglesia Católica avala el Nican Mopohua como fuente histórica y científica legítima de la tradición guadalupana junto al Códice Escalada.
-"Aquí se narra" es el significado de Nican Mopohua, el texto más antiguo y autorizado sobre las apariciones a San Juan Diego.
-Antonio Valeriano (1520-1605), indígena noble y rector de Tlatelolco, es el autor más aceptado del Nican Mopohua (c. 1556) en náhuatl.
-El texto de Valeriano integra la cosmovisión náhuatl y el humanismo cristiano. Refleja la inculturación de la fe en la Nueva España.
-El relato detalla los cuatro encuentros de San Juan Diego con la Virgen María, quien se identifica como "Madre del verdadero Dios".
-La narración usa recursos indígenas como metáforas florales y un tono poético y reverencial en la descripción de la Virgen.
-El milagro guadalupano culmina con el prodigio de las rosas de Castilla y la impresión de la imagen en la tilma de Juan Diego.
-Antes de su redacción (1556), la historia de Guadalupe se transmitía oralmente en náhuatl. Se cantaba aún en 1666.
-El Nican Mopohua se incluyó en el Huey Tlamahuizoltica (1649) de Luis Lasso de la Vega, obra crucial para su difusión.
-La coherencia lingüística del texto con el náhuatl del siglo XVI y el Códice Escalada refuerzan su valor histórico y autenticidad.
-El Nican Mopohua fue pieza clave reconocida por la Iglesia para el proceso de canonización de San Juan Diego en el año 2002.
-La Virgen usa vestimenta y lenguaje poético con atributos comprensibles para los pueblos originarios, facilitando la evangelización.
-El Nican Mopohua es un documento histórico y literario vital para México, uniendo espiritualidad indígena, fe cristiana y memoria.
-Más que un relato piadoso, el Nican Mopohua es la base documental que confirma la raíz indígena de la devoción mariana en América.

El Nican Mopohua es el relato más antiguo y autorizado sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego Cuauhtlatoatzin en el cerro del Tepeyac en 1531. Su importancia radica en que constituye un puente entre la tradición oral indígena y la evangelización cristiana, narrado en náhuatl clásico con un estilo poético y reverencial. La Iglesia Católica lo reconoce como fuente legítima y científica para la historia guadalupana, junto con el Códice Escalada de 1548.

El título Nican Mopohua significa “Aquí se narra” o “Aquí comienza el relato”, tomado de las primeras palabras del texto. La mayoría de los estudiosos coinciden en que fue escrito hacia 1556 por **Antonio Valeriano (1520–1605), indígena noble de Azcapotzalco, discípulo de fray Bernardino de Sahagún y rector del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. Valeriano, formado en el humanismo cristiano y en la tradición náhuatl, supo integrar símbolos indígenas con elementos cristianos, creando un texto que refleja la inculturación de la fe en la Nueva España.

El relato describe con detalle los cuatro encuentros de Juan Diego con la Virgen María, quien se presenta como “Madre del verdadero Dios por quien se vive”. La narración incluye recursos literarios propios de la tradición indígena, como metáforas florales, cantos celestiales y un tono reverencial. La Virgen pide la construcción de un templo en el Tepeyac, donde mostrará su amor y auxilio a los pueblos. El milagro culmina con la impresión de su imagen en la tilma de Juan Diego, tras el prodigio de las rosas de Castilla.

Antes de su redacción, la tradición se transmitía oralmente en lengua náhuatl. Testimonios como el del sacerdote Luis Becerra Tanco señalan que aún en 1666 los indígenas cantaban en náhuatl la narración de las apariciones. El texto fue posteriormente incluido en el *Huey Tlamahuizoltica* (1649), obra publicada por Luis Lasso de la Vega, que reunió varios relatos guadalupanos en náhuatl. Desde entonces, el Nican Mopohua se preservó en manuscritos coloniales y fue difundido por misioneros y cronistas, consolidando la devoción guadalupana.

La conservación del texto se dio en archivos eclesiásticos de la Nueva España y en copias manuscritas que circularon entre comunidades indígenas y religiosas. A partir del siglo XVII, el relato fue traducido al español y utilizado en la predicación y catequesis, lo que permitió que la devoción se expandiera más allá de los pueblos originarios. La versión más conocida proviene de copias coloniales que se integraron en colecciones religiosas y académicas.

El valor histórico y científico del Nican Mopohua es incuestionable. Junto con el Códice Escalada (1548), constituye el testimonio más antiguo sobre las apariciones. Investigadores modernos han confirmado la coherencia lingüística y cultural del texto con el náhuatl del siglo XVI, reforzando su autenticidad. La Iglesia Católica lo utilizó como pieza clave en el proceso de canonización de San Juan Diego en 2002, cuando la Congregación para las Causas de los Santos reconoció su legitimidad como fuente histórica.

El texto también es objeto de estudios hermenéuticos que lo interpretan como una síntesis entre símbolos cristianos y elementos de la cosmovisión náhuatl. La Virgen aparece con atributos comprensibles para los pueblos originarios, como la vestimenta indígena y el lenguaje poético, mostrando un proceso de inculturación que facilitó la evangelización. Para los investigadores, el Nican Mopohua es un ejemplo de cómo la fe cristiana se adaptó a las culturas locales sin borrar su identidad.

La importancia cultural y religiosa del Nican Mopohua es enorme. Para México, representa un puente entre la espiritualidad indígena y la fe cristiana, narrado en la lengua originaria y con sensibilidad cultural. Para la Iglesia, es un testimonio de la evangelización temprana en América y de la devoción mariana más extendida del continente. Para la historiografía, es una fuente primaria que permite estudiar tanto la religiosidad indígena como la construcción de la identidad novohispana.

En conclusión, el Nican Mopohua es mucho más que un relato piadoso: es un documento histórico, literario y cultural que confirma la raíz indígena de la devoción guadalupana. Redactado en náhuatl hacia 1556 por Antonio Valeriano, conservado en manuscritos coloniales y difundido en el Huey Tlamahuizoltica de 1649, constituye la base documental de la tradición guadalupana. Su reconocimiento por parte de la Iglesia y la investigación científica lo coloca como una joya de la historia mexicana, capaz de unir fe, cultura y memoria en un mismo relato.

El texto del Nican Mopohua, traducido del náhuatl al castellano

Aquí se cuenta, se ordena, cómo hace poco, milagrosamente se apareció la perfecta virgen santa María Madre de Dios, nuestra reina, allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe. Primero se hizo ver de un indito, su nombre Juan Diego; y después se apareció su Preciosa Imagen delante del reciente Obispo Don Fray Juan de Zumárraga.

Diez años después de conquistada la Ciudad de México, cuando ya estaban depuestas las flechas, los escudos, cuando por todas partes había paz en los pueblos, así como brotó ya verdece, ya abre su corola la fe, el conocimiento de Aquel por quien se vive: el verdadero Dios. En aquella sazón, el año 1531, a los pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un indito, un pobre hombre del pueblo, su nombre era Juan Diego, según se dice, vecino de Cuauhtitlan, y en las cosas de Dios, en todo pertenecía a Tlatilolco.

Era sábado, muy de madrugada, venía en pos de Dios y de sus mandatos. Y al llegar cerca del cerrito llamado Tepeyac ya amanecía. Oyó cantar sobre el cerrito, como el canto de muchos pájaros finos; al cesar sus voces, como que les respondía el cerro, sobremanera suaves, deleitosos, sus cantos sobrepujaban al del coyoltototl y del tzinitzcan y al de otros pájaros finos.

Se detuvo a ver Juan Diego. Se dijo: ¿Por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿Quizá nomás lo estoy soñando? ¿Quizá solamente lo veo como entre sueños? ¿Dónde estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento; acaso en la tierra celestial? Hacia allá estaba viendo, arriba del cerrillo, del lado de donde sale el sol, de donde procedía el precioso canto celestial.

Y cuando cesó de pronto el canto, cuando dejó de oírse, entonces oyó que lo llamaban, de arriba del cerrillo, le decían: “Juanito, Juan Dieguito”. Luego se atrevió a ir a donde lo llamaban; ninguna turbación pasaba en su corazón ni ninguna cosa lo alteraba, antes bien se sentía alegre y contento por todo extremo; fue a subir al cerrillo para ir a ver de dónde lo llamaban.

Y cuando llegó a la cumbre del cerrillo, cuando lo vio una Doncella que allí estaba de pie, lo llamó para que fuera cerca de Ella. Y cuando llegó frente a Ella mucho admiró en qué manera sobre toda ponderación aventajaba su perfecta grandeza: su vestido relucía como el sol, como que reverberaba, y la piedra, el risco en el que estaba de pie, como que lanzaba rayos; el resplandor de Ella como preciosas piedras, como ajorca (todo lo más bello) parecía la tierra como que relumbraba con los resplandores del arco iris en la niebla. Y los mezquites y nopales y las demás hierbecillas que allí se suelen dar, parecían como esmeraldas. Como turquesa aparecía su follaje. Y su tronco, sus espinas, sus aguates, relucían como el oro.

En su presencia se postró. Escuchó su aliento, su palabra, que era extremadamente glorificadora, sumamente afable, como de quien lo atraía y estimaba mucho. Le dijo:—”Escucha, hijo mío el menor, Juanito. ¿A dónde te diriges?” Y él le contestó:—”Mi Señora, Reina, Muchachita mía, allá llegaré, a tu casita de México Tlatilolco, a seguir las cosas de Dios que nos dan, que nos enseñan quienes son las imágenes de Nuestro Señor: nuestros Sacerdotes.”

En seguida, con esto dialoga con él, le descubre su preciosa voluntad; le dice: “Sábelo, ten por cierto hijo mío el más pequeño, que yo soy la perfecta siempre virgen santa María, madre del verdaderísimo Dios por quien se vive, el creador de las personas, el dueño de la cercanía y de la inmediación, el dueño del cielo, el dueño de la tierra. Mucho quiero, mucho deseo que aquí me levanten mi casita sagrada en donde lo mostraré, lo ensalzaré al ponerlo de manifiesto: lo daré a las gentes en todo mi amor personal, en mi mirada compasiva, en mi auxilio, en mi salvación: porque yo en verdad soy vuestra madre compasiva, tuya y de todos los hombres que en esta tierra están en uno, y de las demás variadas estirpes de hombres, mis amadores, los que a mí clamen, los que me busquen, los que confíen en mí, porque allí les escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores.

Y para realizar lo que pretende mi compasiva mirada misericordiosa, anda al palacio del obispo de México, y le dirás cómo yo te envió, para que le descubras cómo mucho deseo que aquí me provea de una casa, me erija en el llano mi templo; todo le contarás, cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. Y ten por seguro que mucho lo agradeceré y lo pagaré, que por ello te enriqueceré, te glorificaré; y mucho de allí merecerás con que yo retribuya tu cansancio, tu servicio con que vas a solicitar el asunto al que te envió. Ya has oído, hijo mío el menor, mi aliento, mi palabra; anda, haz lo que esté de tu parte”.

E inmediatamente en su presencia se postró; le dijo:—”Señora mía, Niña, ya voy a realizar tu venerable aliento, tu venerable palabra; por ahora de Ti me aparto, yo, tu pobre indito”. Luego vino a bajar para poner en obra su encomienda: vino a encontrar la calzada, viene derecho a México.

Cuando vino a llegar al interior de la ciudad, luego fue derecho al palacio del Obispo, que muy recientemente había llegado, Gobernante Sacerdote; su nombre era D. Fray Juan de Zumárraga, Sacerdote de San Francisco. Y en cuanto llegó, luego hace el intento de verlo, les ruega a sus servidores, a sus ayudantes, que vayan a decírselo; después de pasado largo rato vinieron a llamarlo, cuando mandó el Señor Obispo que entrara.

Y en cuanto entró, luego ante él se arrodilló, se postró, luego ya le descubre, le cuenta el precioso aliento, la preciosa palabra de la Reina del Cielo, su mensaje, y también le dice todo lo que admiró, lo que vió, lo que oyó. Y habiendo escuchado toda su narración, su mensaje, como que no mucho lo tuvo por cierto, le respondió, le dijo: “Hijo mío, otra vez vendrás, aun con calma te oiré, bien aun desde el principio miraré, consideraré la razón por la que has venido, tu voluntad, tu deseo”.

Salió; venía triste porque no se realizó de inmediato su encargo. Luego se volvió, al terminar el día, luego de allá se vino derecho a la cumbre del cerrillo, y tuvo la dicha de encontrar a la Reina del Cielo: allí cabalmente donde la primera vez se le apareció, lo estaba esperando. Y en cuanto la vio, ante Ella se postró, se arrojó por tierra, le dijo:

“Patroncita, Señora, Reina, Hija mía la más pequeña, mi Muchachita, ya fui a donde me mandaste a cumplir tu amable aliento, tu amable palabra; aunque difícilmente entré a donde es el lugar del Gobernante Sacerdote, lo vi, ante él expuse tu aliento, tu palabra, como me lo mandaste. Me recibió amablemente y con atención escuchó, pero, por lo que me respondió, su corazón no quedó satisfecho, no lo estima cierto. Me dijo: ‘Hijo mío, otra vez vendrás, aun con calma te oiré, bien aun desde el principio miraré, consideraré la razón por la que has venido, tu voluntad, tu deseo.’ Yo lo entendí muy bien en la manera como me respondió, que te no estima cierto, que quizá nomás lo imagina. Por eso, mucho te ruego, Dueña, Señora, Niña mía, que a alguno de los nobles, estimados, respetados, conocidos y acatados, le encargues que lleve tu aliento, tu palabra, para que la crea; porque yo en verdad no valgo nada, soy mecapal, soy cacaxtle, soy cola, soy ala, sometido a hombros y a cargo ajeno, no es mi paradero ni mi paso allá donde te dignas enviarme, Virgencita mía, Hijita mía la más amada, Señora, mi Niña. Por favor, perdóname: afligiré tu venerable rostro, tu amado corazón.”

Le respondió la perfecta Virgen, digna de honra y veneración: “Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quienes encargué que lleven mi aliento, mi palabra, para que efectúen mi voluntad; pero es muy necesario que tú, personalmente vayas, ruegues que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad. Y mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Y de mi parte hazle saber, hazle oír mi querer, mi voluntad, para que realice, haga mi templo que le pido. Y tú bien, de nuevo dile de qué modo yo, personalmente, la Siempre Virgen Santa María, yo, que soy la Madre de Dios, te mando”.

Y Juan Diego le dijo: “Señora, Niña mía, que no cause yo pena a tu venerable rostro, a tu amado corazón. De muy buena gana iré a poner en obra tu voluntad, de ninguna manera dejaré de hacerlo, ni considero que el camino sea difícil. Iré a hacer tu voluntad, pero tal vez no seré oído, y si fuere oído quizás no seré creído. Mañana en la tarde, cuando se meta el sol, vendré a devolver a tu palabra, a tu aliento, lo que me responda el gobernante sacerdote. Ya de ti me despido, Hija mía la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entre tanto”. Y luego fue a su casa a descansar.

Y al día siguiente, lunes, cuando debía llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió. Porque cuando fue a llegar a su casa, a un su tío, de nombre Juan Bernardino, se le había asentado la enfermedad, estaba muy grave. Aun fue a llamarle al médico, aun hizo por él, pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave. Y cuando anocheció, le rogó su tío que cuando aún fuere de madrugada, cuando aún estuviere oscuro, saliera hacia acá, viniera a llamar a Tlatilolco algún Sacerdote para que fuera a confesarlo, para que fuera a prepararlo, porque estaba seguro de que ya era el tiempo, ya el lugar de morir, porque ya no se levantaría, ya no se curaría.

Y el martes, siendo todavía mucho muy de noche, de allá vino a salir, de su casa, Juan Diego, a llamar el Sacerdote a Tlatilolco, y cuando ya acertó a llegar al lado del cerrito terminación de la sierra, al pie, donde sale el camino, de la parte en que el sol se mete, en donde antes él saliera, dijo: “Si me voy derecho por el camino, no vaya a ser que me vea esta Señora y seguro, como antes, me detendrá para que le lleve la señal al gobernante eclesiástico como me lo mandó; que primero nos deje nuestra tribulación; que antes yo llame de prisa al Sacerdote religioso; mi tío no hace más que aguardarlo”.

Dio vuelta al cerro, subió a la sierra. Quería pasar al otro lado para venir derecho a México y así no lo viera la Señora del Cielo. La vio cómo vino a bajar de sobre el cerro, y que de allí lo había estado mirando, de donde antes lo veía. Le vino a salir al encuentro a un lado del cerro, le vino a atajar los pasos; le dijo: “¿Qué pasa, el más pequeño de mis hijos? ¿A dónde vas, a dónde te diriges?”.

Juan Diego se inclinó delante de ella; y le saludó, diciendo: “Mi Jovencita, Hija mía la más pequeña, Niña mía, ojalá que estés contenta; ¿cómo amaneciste? ¿Acaso sientes bien tu amado cuerpecito, Señora mía, Niña mía? Con pena angustiaré tu rostro, tu corazón; te hago saber, Muchachita mía, que está muy grave un servidor tuyo, tío mío. Le ha dado la peste, y está para morir. Yo voy de prisa a Tlatilolco, a llamar a uno de los Sacerdotes de Nuestro Señor, a uno de nuestros amados. Porque cuando en verdad le dan las cosas de la muerte, él vendrá a confesarlo y a prepararlo. Porque para eso nacimos, nosotros los que vinimos a salir a la vida, aguardamos el trabajo de nuestra terrible muerte. Pero si yo voy a poner en obra tu voluntad, luego volveré, no faltaré mañana, vendré a toda prisa”.

Después de escuchar la Señora, le dijo: “Escucha, ponlo en tu corazón hijo mío el menor, que no es nada lo que te espanto, lo que te afligió que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad, ni ninguna otra cosa punzante, aflictiva. ¿No estoy aquí, yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? Que ninguna otra cosa te aflija, te perturbe; que no te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora. Ten por cierto que ya está bueno”.

(Y luego en aquel mismo momento sanó su tío, como después se supo.) Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo, se consoló mucho; quedó contento. Luego le dijo: “Hijo mío el menor, ve a la cumbre del cerrillo, a donde me viste y te di mi encargo. Allí verás que hay diversas flores: córtalas, ponlas todas juntas; luego baja, tráelas a mi presencia”.

En cuanto oyó que la Señora del Cielo se lo mandaba, luego fue a subir al cerrillo. Pese a que yo sabía muy bien que la cumbre del cerrito no es lugar donde se den flores, puesto que sólo abundan los riscos, abrojos, espinas, nopales escuálidos, mezquites, no por ello dudé, no por eso vacilé. Cuando fui a alcanzar la cumbre del montecito, quedé sobrecogido: ¡Estaba en el paraíso! Estaban allí abiertas flores finas de Castilla, resplandecientes de rocío; preciosas, como perlas; y cuyo perfume era suavísimo.

Luego vino a cortar todas las que halló; las puso todas juntas, se las llevó a la Señora del Cielo, que estaba abajo. La cual, en cuanto las vio, las tomó con sus venerables manos; luego de nuevo se las puso en el regazo. Le dijo: “Mi hijito menor, estas diversas flores son la prueba, la señal que llevarás al Obispo; de mi parte le dirás que vea en ellas mi deseo, y que por ello realice mi querer, mi voluntad. Y tú que eres mi mensajero, te doy este riguroso encargo: a nadie le descubras con quién te encontraste, dónde te encontraste, ni lo que viste; solamente delante del Obispo le mostrarás la señal y le contarás bien toda la historia”.

Y luego Juan Diego se vino a emprender el camino. Vino a encontrarse con la calzada, viene derecho a México, venía alegre; ya venía seguro de salir bien, de que saldría buena la cosa. Traía con sumo cuidado las flores, no fuera que algo les hiciera daño, no fuera que las perdiera. Al llegar a la casa del Obispo, luego salieron a su encuentro el mayordomo y otros sirvientes del Obispo. Y les rogó que le fueran a decir que deseaba verlo, que venía otra vez, pues ya traía la señal; mas ninguno de ellos quiso oírlo, como que ya no hacían caso.

Veíanlo a deshora, como que no querían saber de él. Mas Juan Diego estuvo mucho rato esperando. Al ver que por mucho tiempo estaba allí, de pie, con la cabeza baja, sin hacer nada, y como que traía algo, quisieron ver qué traía. Al ver que no podían ocultarlo, le mostraron que traía flores; y como viesen que eran flores finas de Castilla, y que no era entonces tiempo de que se diesen, sobremanera las admiraron, y quisieron agarrarlas y arrebatárselas; mas por tres veces no lograron tomarlas. Solamente que cuando Juan Diego las tenía en su regazo, las veían; pero cuando las desdoblaba, ya no se veían.

Vinieron a decirle al Obispo, lo que habían visto: que viniera a verlo, pues de cierto él traía la señal que pedía. Luego el Obispo, cuando oyó, sintió que en su corazón se le abría algo. En seguida mandó que entrara.

Juan Diego se postró ante él. Le contó todo lo que vio, lo que oyó, su mensaje. Le dijo: “Señor mío, Gobernante, ya hice, ya puse en obra lo que me mandaste: fui a decir a mi Dueña, la Señora Celestial, Santa María, la Preciosa Madre de Dios, que le pediste una señal para poder creerme y hacer su templo. Le dije que te había dado mi palabra de que yo te traería alguna señal de prueba. Ella condescendió con tu venerable palabra, con tu venerable petición. Me mandó que viniera otra vez a verte. Cierto que me dio la señal, la prueba, para que se cumpla su voluntad. He aquí. Tómala en tu mano. Ve en ella su palabra. Su aliento. Te ruego que me permitas ver qué es lo que traigo y qué es lo que te voy a entregar”.

Desenvolvió luego su blanca tilma. En cuanto se esparcieron las diversas flores de Castilla, luego se convirtió allí en señal: apareció la preciosa Imagen de la Siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera como ahora es conservada en su amada casita, en su sagrada casita en el Tepeyac, que se llama Guadalupe. 

Y en cuanto la vio el Obispo Gobernante y todos los que allí estaban, se arrodillaron, mucho la admiraron, se pusieron de pie para verla, se entristecieron, se afligieron, suspenso el corazón, el pensamiento… Y el Obispo Gobernante con llanto, con tristeza, le rogó, le pidió perdón por no luego haber realizado su voluntad, su venerable aliento, su venerable palabra. Y cuando se puso de pie, desató del cuello de donde estaba atada, la vestidura, la tilma de Juan Diego en la que se apareció, en donde se convirtió en señal la Reina Celestial. Y luego la llevó; allá la fue a colocar a su oratorio.

Y todavía allí pasó un día Juan Diego en la casa del Obispo, aún lo detuvo. Y al día siguiente le dijo:—”Anda, vamos a que muestres dónde es la voluntad de la Reina del Cielo que le erijan su templo”. De inmediato se convidó gente para hacerlo, levantarlo.

Y Juan Diego, en cuanto mostró en dónde había mandado la Señora del Cielo que se erigiera su casita sagrada, luego pidió permiso: quería ir a su casa para ir a ver a su tío Juan Bernardino, que estaba muy grave cuando lo dejó. Pero que la Señora del Cielo le dijo que ya estaba bueno. Mas el Obispo no dejó que fuera solo. Lo fueron a acompañar gentes a su casa.

Y en cuanto Juan Diego llegó, vio a su tío Juan Bernardino muy contento, nada afligido; lo admiró mucho el tío, le dijo que de ninguna manera le había pasado nada, ni le dolió nada. Y Juan Diego, a su vez, le contó la manera maravillosa en que se le había aparecido la Señora del Cielo, y que lo había sanado, y que bien así la llamaría, bien así se nombraría: La Perfecta Virgen Santa María de Guadalupe, Su Amada Imagen.

Y luego trajeron a Juan Bernardino a la presencia del Gobernante Obispo, lo trajeron a hablar con él, a dar testimonio, y junto con su sobrino Juan Diego, los hospedó en su casa el Obispo unos cuantos días, en tanto que se levantó la casita sagrada de la Niña Reina allá en el Tepeyac, donde se hizo ver de Juan Diego. Y el Señor Obispo trasladó a la Iglesia Mayor la amada Imagen de la Amada Niña Celestial. La vino a sacar de su palacio, de su oratorio en donde estaba, para que todos la vieran, la admiraran, su amada Imagen.

Y absolutamente toda esta ciudad, sin faltar nadie, se estremeció cuando vino a ver, a admirar su preciosa Imagen. Venían a reconocer su carácter divino. Venían a presentarle sus plegarias. Mucho admiraron en qué milagrosa manera se había aparecido, puesto que absolutamente ningún hombre de la tierra pintó su amada Imagen. #MetroNewsMx #GuanajuatoDesconocido

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