Eugenio Amézquita Velasco
La obra del artista guanajuatense Luis Valentín se inscribe en una tradición pictórica profundamente mexicana que entrelaza el costumbrismo, la memoria arquitectónica, y la celebración comunitaria. En la escena que nos ocupa, las afueras del Templo Nuestra Señora de Guadalupe, mejor conocido este sitio como La Villita, en Apaseo el Grande, —con un tianguis vibrante frente a su iglesia colonial y la bandera nacional— Valentín no solo documenta un momento cotidiano, sino que reconstruye un universo simbólico, donde cada trazo y cada color evocan una historia, una emoción y una pertenencia.
Este análisis propone una lectura comparativa con grandes maestros como Diego Rivera, Saturnino Herrán, Luis Nishizawa, José Chávez Morado y Jesús Helguera, para situar a Valentín en el mapa de la pintura mexicana contemporánea, destacando su estilo, técnica, paleta cromática y narrativa visual.
La composición y estructura narrativa de la pintura
La escena está organizada en tres planos. Su primer plano, con el mercado, con toldos blancos y pastel, personajes en movimiento, burros, flores y cerámica. Un plano medio, con la iglesia de La Villita, con dos torres y una cúpula, centro simbólico de este asentamiento apaseense.
El cielo despejado, vegetación periférica y arquitectura secundaria.
Valentín utiliza una composición horizontal que recuerda los murales de Rivera, donde la acción se despliega como una cinta narrativa. Cada personaje tiene una función: el vendedor, el comprador, el caminante, el niño, el animal. No hay figuras estáticas; todo está en movimiento, pero sin caos. La escena está coreografiada con precisión, como una danza colectiva.
El trazo de Valentín es limpio, firme y descriptivo. No hay gestualidad expresionista ni abstracción. Cada línea delimita con claridad los contornos de cuerpos, objetos y arquitectura. Este rigor técnico lo emparenta con Saturnino Herrán, quien también buscaba la dignificación del pueblo a través de una representación académica pero emocional.
Contornos definidos, sin difuminados ni ambigüedades. Volumen logrado por capas de color, no por sombreado dramático. Perspectiva arquitectónica cuidada, con proporciones verosímiles y detalles ornamentales.
Valentín no busca el hiperrealismo, sino una verosimilitud emocional. La iglesia no es una reproducción fotográfica, sino una síntesis simbólica de muchas iglesias mexicanas. Lo mismo ocurre con los rostros: no son retratos individuales, sino arquetipos comunitarios.
Uno de los aspectos más notables de la obra es su paleta cromática. Esta riqueza no es decorativa, sino estructural y simbólica. Cada color tiene una función narrativa, emocional y cultural. Colores cálidos predominantes, ocres, sienas, rojos quemados: en muros, tierra, textiles. Amarillos y naranjas, en frutas, flores, cerámica. Estos colores evocan la tierra, el sol, la tradición, y crean una atmósfera acogedora y festiva.
Presenta contrastes fríos estratégicos. Azules y verdes: en cielos, sombras, vegetación. Lilas y turquesas, en detalles textiles y toldos. Estos tonos equilibran la composición y aportan profundidad emocional, como lo hacía Luis Nishizawa en sus paisajes líricos, de quien Luis Valentín es alumno destacado.
La trilogía cromática nacional, con la bandera mexicana ondeando sobre la iglesia, introduciendo una trilogía cromática simbólica. Verde, vegetación, esperanza. Blanco, toldos, unidad. Rojo, textiles, lucha. Valentín no pinta la bandera como un adorno, sino como síntesis de la escena: el mercado es México, la iglesia es México, el pueblo es México.
Los rasgos de la obra de Luis Valentín y las obras de otros grandes maestros mexicanos
La obra de Luis Valentín dialoga de manera natural con la tradición pictórica mexicana y permite establecer puentes con algunos de los grandes maestros del arte nacional. En primer lugar, se percibe una cercanía con Diego Rivera, especialmente en la manera de representar escenas populares y en la inclusión de la arquitectura colonial como telón de fondo. Sin embargo, mientras Rivera convierte sus murales en manifiestos políticos y en discursos ideológicos de gran fuerza, Valentín se mantiene en un registro más íntimo y comunitario, menos doctrinario y más centrado en la vivencia cotidiana.
Por otro lado, su trazo firme y académico recuerda a Saturnino Herrán, quien también buscó dignificar al pueblo a través de una representación rigurosa y solemne. No obstante, Herrán tendía hacia lo alegórico y lo simbólico, construyendo imágenes cargadas de espiritualidad y metáfora, mientras que Valentín se inclina hacia la narración directa, hacia la crónica visual que documenta la vida sin necesidad de transfigurarla en mito.
En el manejo del color y la amplitud de su paleta, Valentín se acerca a Luis Nishizawa, maestro de los paisajes emocionales y de la riqueza cromática. Ambos comparten la capacidad de dotar a la escena de una atmósfera envolvente y vibrante. Sin embargo, Nishizawa se mueve con mayor libertad hacia lo lírico y lo abstracto, mientras que Valentín conserva un apego a la figuración clara y a la descripción precisa de personajes y espacios.
La relación con José Chávez Morado se establece en la atención a la arquitectura guanajuatense y en la mirada crítica hacia la sociedad. Chávez Morado, sin embargo, introduce un componente satírico y conceptual que busca provocar reflexión política y social, mientras que Valentín opta por una mirada celebratoria, más cercana al registro documental que a la ironía o la denuncia.
Finalmente, la comparación con Jesús Helguera se da en la idealización del México rural y en el uso de un color vibrante que exalta la identidad nacional. Helguera, sin embargo, tiende hacia lo romántico y lo mitológico, construyendo escenas que rozan lo épico y lo heroico, mientras que Valentín se mantiene en la escala humana, en la cotidianeidad festiva y comunitaria.
En síntesis, Valentín se sitúa en un punto intermedio entre la crónica visual de Rivera, la emoción académica de Herrán y la lírica cromática de Nishizawa, pero con una voz propia, más cercana al documental emocional que al muralismo ideológico. Su obra no busca la monumentalidad ni la alegoría, sino la fidelidad a la vida popular, celebrada con rigor técnico y con una paleta cromática que convierte lo cotidiano en memoria colectiva.
El simbolismo y narrativa cultural en la obra de Luis Valentín
La obra de Luis Valentín, que plasma La Villita, no es solo una escena costumbrista, es una metáfora de la identidad nacional. Cada elemento tiene carga simbólica. La iglesia, memoria colonial, espiritualidad comunitaria. El mercado, economía popular, convivencia, persistencia cultural. Los burros, trabajo rural, humildad, continuidad histórica. Los toldos, protección, festividad, organización social.
Valentín no idealiza ni denuncia, celebra. Su obra es una fiesta visual, pero con profundidad histórica. No hay exotismo ni folclorismo, sino respeto y pertenencia.
La luz en la obra es cenital y difusa, sin dramatismo. No hay sombras duras ni contrastes violentos. Todo está bañado por una claridad emocional, como si fuera mediodía en un día festivo. La atmósfera es cálida, comunitaria, abierta. La temporalidad es cíclica, podría ser cualquier domingo, cualquier pueblo, cualquier año. Este manejo de la luz recuerda los cuadros de Rivera en Tehuantepec y los paisajes de Nishizawa, donde la luz no es técnica, sino emocional.
Luis Valentín, cronista visual de la mexicanidad
Luis Valentín logra una síntesis entre documentación visual, emoción histórica y maestría técnica. Su obra no busca la espectacularidad ni la denuncia, sino la reconstrucción amorosa de la vida comunitaria. Cada trazo, cada color, cada personaje está al servicio de una narrativa mayor: la memoria popular como fundamento de la identidad nacional.
Su uso del extenso colorido no es un alarde técnico, sino una estrategia emocional y simbólica, que convierte cada obra en una cápsula de mexicanidad. En tiempos de fragmentación cultural, Valentín nos recuerda que la comunidad, la tradición y la belleza cotidiana siguen siendo fuentes de sentido. #MetroNewsMx #GuanajuatoDesconocido

