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Beato Padre Miguel Agustín Pro Juárez, este 23 de noviembre recordamos su memoria


Edición: Eugenio Amézquita Velasco

Al finalizar el siglo XIX, la República mexicana experimentaba un período de paz y progreso comparable solamente al de algunos años de la época colonial. El general Porfirio Díaz gobernaba el país con mano dura bajo el lema de «Poca política y mucha administración», y aspiraba a realizar el proyecto político liberal, pero despojándolo de sus aspectos anticlericales y demagógicos, entre los que él incluía los derechos políticos de los ciudadanos. 

En su óptica, la política era un asunto de su exclusiva competencia; al resto de los mexicanos solo les correspondía acatar sus órdenes y trabajar bajo su protección. Para un país que desde el momento de su independencia se  vio envuelto en permanente lucha de facciones, guerras civiles e intervenciones extranjeras, la dictadura del general Díaz fue, sin embargo, una remanso de paz, en el que la sociedad, a cambio de sus derechos políticos, experimentó un notable crecimiento económico. 

Sin embargo, al estar presidido todo este afán de progreso por una ideología liberal, se iba agudizando una grave injusticia social y un proceso de concentración de la riqueza en pocas manos, que habría de estallar posteriormente con una violencia incontenible, acabando con todas las instituciones de la dictadura. 

De la bonanza de aquellos días participaba en forma notable la minería. Inversiones extranjeras y nacionales habían vuelto a poner en funcionamiento la industria que fuera pilar fundamental de la economía en el período colonial, y varias ciudades de provincia conocieron un nuevo auge. Una de ellas fue la ciudad de Zacatecas, con sus ricas minas de plata que tanta prosperidad habían dado a la Nueva España.
 
Vecino a Zacatecas se encontraba el pequeño pueblo de Guadalupe, que recibió su nombre del convento Franciscano fundado allí en 1707 por el llamado apóstol de México y Guatemala, Fray Margil de Jesús, y desde donde se emprendieron las misiones para evangelizar la zona nororiental del país. 

Los guadalupenses mostraban orgullosos las innumerables obras del convento y los tesoros artísticos que ligaban al pequeño pueblo con la gran familia de la Cristiandad. Destacaba entre ellos la capilla de la Purísima o de Nápoles, suntuosamente decorada en oro y que conservaba una imagen de la Santísima Virgen donada por la princesa de Nápoles, Isabel de Farnesio. 

Tenían también allí recuerdos del paso de la impiedad y de la guerra, como aquella imagen da la Santa Faz convertida en tablero de ajedrez por las tropas norteamericanas durante la invasión de 1847. Se trataba, pues, de un pequeño pueblo, pero con una conciencia viva de su ser cristiano y de los auténticos valores de la Patria. 

Fue a este lugar a donde llegó a establecerse el matrimonio formado por don Miguel Pro y doña Josefa Juárez, ya que la profesión de éste era la de Ingeniero de Minas y aceptó un trabajo como administrador en una de las empresas mineras de la zona.

Primeros años y vida familiar 

En este sitio, un 13 de enero de 1891 nadó su tercer hijo, y primero de los varones. El mismo mes fue bautizado con los nombres de Miguel, Agustín, José, Raimundo. Este niño sería elegido por Dios para convertirse en mártir de la fe y en el primero de ser reconocido oficialmente como tal por la Iglesia en la 
época independiente de México. 

Desde temprana edad, manifestó Miguel ser una persona llena de vitalidad, inquieto, alegre y con un gran sentido del humor. Su vida en este período está salpicada de anécdotas de bromas familiares junto a un gran sentido de la obediencia y del respeto a sus padres. 

La familia Pro vivía una profunda piedad cristiana sin gazmoñerías y orientada a la caridad con el prójimo. Doña Josefa auxiliaba constantemente a los menesterosos, a los mineros enfermos y a los muchos pobres del lugar. En una época en la que las instituciones de «»seguridad social» eran completamente desconocidas, solo la caridad cristiana podía aliviar los sufrimientos del prójimo; así, este mujer, madre de once hijos, sabría encontrar el tiempo necesario para fundar un hospital en el que atendía a los enfermos y en el que sus hijos aprenderían junto a ella el servicio al prójimo. Además del consuelo a muchas personas, su ejemplo daría a la Iglesia dos hijos mártires —uno de ellos sacerdote y santo— y dos hijas religiosas. 

Hacia 1898 la familia se trasladó a otro pueblo minero: Concepción del Oro dentro del mismo estado de Zacatecas. Aquí continuó Miguel sus estudios conviviendo de cerca con los trabajadores de las minas, palpando las lacerantes injusticias y encendiéndose en su alma el deseo de ayudarles.
 
Enviado a estudiar a la ciudad de México en 1901, se manifiestan por primara vez sus problemas de salud, y debe regresar a reunirse con su familia. Se intenta nuevamente enviarle a otra escuela en Saltillo, en donde pasa una temporada corta, pues el ambiente liberal de la institución a la que fue enviado no satisface a sus padres, por lo que continuará su preparación con maestros particulares hasta la edad de 15 años en que entra a trabajar con su padre, en la Agencia Minera de la Secretaría de Fomento en Concepción del Oro. 

Pronto se mostrará como empleado eficiente y capaz. Su buen humor y dotes para el canto le convierten en un personaje estimado y buscado en la sociedad, pero vive sin definir su rumbo claramente hasta que entre los 16 y 17 años asiste a una misión popular de los padres de la Compañía de Jesús y, tras unos ejercicios espirituales, siente la primera llamada a la santidad en la vida religiosa.

Con ocasión de una visita al anciano confesor de su madre, muerto en olor de Santidad en Guadalupe, comenta a sus hermanos: «de esa clase de santos quiero ser yo, un santo que come, que duerme y que hace travesuras y muchos milagros». 

Por esos mismos días, los conflictos sociales reprimidos por la dictadura empiezan a aflorar con violencia en el país. En Concepción del Oro los mineros se rebelan y cercan las oficinas en las que don Miguel Pro, su hijo y otros empleados están a punto de ser linchados. Tras un nuevo fraude electoral, un grupo de ciudadanos descontentos se sublevan contra el régimen, siendo secundado su movimiento en todo el país. La revolución 
mexicana se ha iniciado; el país se llena de agitación y temor, y el régimen del general Díaz y el orden social por él creados se desmoronan.

Formación religiosa 

En el mes de agosto de 1911, el mismo año en el que el general Díaz se exilia a Francia, Miguel Agustín Pro, a sus 20 años de edad, ingresa como novicio de la Compañía de Jesús en el seminario de El Llano, cerca de la ciudad de Zamora. 

Durante sus años de novicio, Miguel guardó plena fidelidad a la Regla y a las Constituciones de la Compañía (3), su carácter sincero y abierto para con sus compañeros y superiores lo acompañó siempre, por lo que fue estimado por casi todos, aunque no dejaron de existir personas 'solemnes* a los que molestaba tanta alegría. De él escribe uno de sus superiores: «en este novicio pronto se descubren dos Pro; el bromista que alegraba los recreos, y el hombre de vida interior profunda. Durante los ejercicios anuales, el cómico y locuaz se volvía un cartujo; pasaba en la capilla tal vez más tiempo que ninguno y era escrupulosamente cumplido en todos sus actos de piedad». La caridad fue siempre su mejor virtud, y su amor al prójimo lo mostraba en cuanta ocasión había. 

Hacia 1914 la revolución azotaba con furia al país; las facciones que se disputaban el poder luchaban sin tregua. El movimiento constitucionalista formado por liberales radicales y anticlericales, así como por elementos anarquistas y socialistas, bajaba del norte del país hada el centro, saqueando y profanando los templos y los conventos que encontraban a su paso. El seminario de El Llano fue abandonado ante el peligro inminente, 
y los novicios fueron enviados a la ciudad de Guadalajara. 

En esa ciudad, Miguel se encontró con su madre, que tenía que hacer labores manuales para poder mantener a sus hijos, pues en la marea revolucionaria, la familia Pro había perdido todos sus bienes y don Miguel Pro, el padre, había tenido que huir y esconderse para salvar la vida. Aun en medio de estas dificultades, doña Josefa no consintió que su hijo abandonara los estudios sacerdotales y le animó a continuarlos. 

A las pocas semanas de estar escondidos en Guadalajara, llegó a los seminaristas la orden de trasladarse al seminario de los jesuitas en Los Gatos, en California, Estados Unidos, a donde disfrazados y tras mil peripecias llegaron en octubre de 1914. Desde allí, en junio de 1915, Miguel y otros seminaristas fueron enviados a seguir sus estudios en la Casa de Formación de la Compañía en Granada, España. Él hermano Pro dice a sus compañeros: «ya que no podemos volver a la patria, ningún otro lugar nos conviene mejor que la hermosa Granada de España», y allí permaneció Miguel durante cinco años, estudiando dos curso de Retórica y tres de Filosofía. 

En estos años hubo de empeñarse y realizar un gran esfuerzo para terminar sus estudios de Filosofía que se le dificultaban bastante, pero su empeño y dedicación le dieron finalmente el fruto apetecido.De esos años se recuerda también su disposición para ayudar en todas las tareas de la casa y el huerto, para acudir al 
auxilio de los enfermos, especialmente durante la epidemia de gripe española que afligió a Granada durante 1917 y 1918. 

Fue escogido por sus superiores para realizar una obra catequética entre los gitanos que habitaban los alredefores de la ciudad, consiguiendo grandes frutos gracias a su paciencia, su caridad y a su carácter jovial y comunicativo. «No cabe duda  —decía-— que estas tierras dichosas tienen la bendición de Dios y de 'la Virgen. Ha sido para nosotros una gracia venir a conocer estas tierras de donde nos llegaron todas las cosas buenas que tenemos». Le encantaba el carácter y trato de la gente andaluza. Le parecía encontrar mucho del carácter mexicano en aquella raza sencilla, bromista, exagerada en sus expresiones, llenas de colorido. 

Mientras tanto en México el proceso revolucionario se consolida. Se promulga una nueva Constitución el 5 de febrero de 1917, en la que se consagra como principio legal la sujeción de la Iglesia por el poder público. Inspirada y redactada por los grupos más anticatólicos, la nueva Ley le niega toda personalidad jurídica a la Iglesia, hace de sus bienes presentes y futuros propiedad del Estado, la expulsa del terreno educativo, niega 
los derechos civiles y políticos a los sacerdotes, regula el culto y somete al control del Estado todos los actos de la Iglesia, prohibe los conventos y los votos religiosos y niega a la Iglesia cualquier recurso legal para defenderse. 

El episcopado mexicano publica una valiente y enérgica condena a los principios antirreligiosos de la nueva Ley en una carta Pastoral publicada el día 24 de febrero del mismo año. El Papa Benedicto XV condena la Ley inicua; pero a pesar de las protestas del episcopado y del pueblo católico, la facción jacobina en el poder mantiene la Ley sin cambios, aunque de momento no se hará efectiva, pues tienen otras prioridades para consolidarse en el poder. 

En 1920 el ya filósofo Miguel es enviado de España al «Colegio Centroamericano del Sagrado Corazón» en Granada, Nicaragua, en el que permanece hasta junio de 1922 cumpliendo un período de prácticas magisteriales. En este lugar contrae el paludismo y se agravan sus padecimientos gástricos hasta dejarlo postrado, pero continúa fiel a su deber hasta el heroísmo. Es entonces cuando sus superiores conciben el proyecto de destinarlo al apostolado social entre los obreros y los pobres. 

Para completar sus estudios de Teología emprende viaje nuevamente a España. Esta vez al colegio de San Ignacio en Sarriá, Barcelona, en donde realiza dos cursos. De allí es enviado al Teologado de Enghien en Bélgica para profundizar sus estudios de Sociología y tener una mejor preparación teórica y práctica para su futuro apostolado entre los obreros. 

Son numerosos los testimonios de su apostolado entre los obreros en esa época. Su capacidad de diálogo, su mente ágil y despierta para refutar los errores de los obreros envenenados por la prédica socialista, y sobre todo el magnetismo de su caridad vivida con autenticidad, atraen a muchos nuevamente a la fe. En contacto con la J. O. C. del entonces canónigo Cardin y él trabajo social de la Asociación Católica de la Juventud Belga, concibe grandes proyectos para México; lee, estudia, se entusiasma por realizar su misión y sigue con interés las obras similares que empiezan a florecer en su patria. El hermano Miguel es un apóstol de su tiempo; interesado vivamente en la Doctrina Social de la Iglesia, así escribe a uno de sus amigos: «debemos hablar y gritar contra las injusticias,, tener confianza, pero no tener miedo. Proclamemos los principios de la Iglesia, 
el reinado de la caridad, sin olvidar, como algunas veces sucede, el de la justicia»

Finalmente es ordenado sacerdote el 30 de agosto de 1925 por monseñor Carlos Alberto Leconte, obispo de Amiens. Sus cartas de esas fechas revelan su enorme emoción, su profunda oración y vida espiritual y su firme decisión de entregarse por completo al servicio de las almas, especialmente de los obreros.
 
Pero los planes de Dios eran diferentes. En el mes de octubre, su siempre precaria salud se derrumba. Debe ser internado de urgencia en una clínica en Bruselas en la que sufre tres operaciones en cuatro meses; él mismo lo explica: «todo el estómago es una gran úlcera de sangre». A pesar de los dolores no pierde su jovialidad y buen humor del que han dejado testimonio quienes lo atendieron. En estos días recibe también la noticia de 
la muerte de su madre, que acepta con cristiana resignación. 

En marzo de 1926 puede abandonar por fin la clínica y va a pasar un período de convalecencia con sacerdotes enfermos en Hyéres, cerca de Marsella. Aquí ayudaba a otros y celebraba la Santa Misa, con una piedad y devoción que las religiosas que lo asistían calificaron como «no común». Ya desde entonces el padre Pro deseaba el martirio. Esta idea de dar su vida por las almas y por la salvación de México le asalta desde hace mucho tiempo. En Hyéres suplica a las religiosas que le obtengan de Dios esta gracia suprema. 

En México, el huracán revolucionario continúa devorando a quienes lo desencadenaron. Ahora detenta el poder el grupo de militares que asesinaron al Presidente Venustiano Carranza; en diciembre de 1924 asume la presidencia de la República el general Plutarco Elías Calles. 

El general Calles, sin que se conozca con precisión el lugar de su nacimiento, fue hijo natural de un emigrante de origen semita o sefardí y de una mexicana. Masón exaltado, antiguo maestro rural con fama de ladrón y alcohólico, expulsado del magisterio, fue después propietario de una taberna y de molinos y ayudado por sus familiares obtiene algunos puestos públicos en los que se le vuelve a acusar de falta de honestidad. 

Calles era un hombre ambicioso y autoritario, sin moral ni escrúpulo alguno, una personalidad con enormes complejos y resentimientos sociales, y, sobre todo, patológicamente anticatólico. Es de la clase de hombres que en el caos revolucionario encontrará el caldo de cultivo favorable para alcanzar posiciones que en situaciones normales no podría haber logrado. 

La suerte le hace sumarse a los que serán más tarde los vencedores en la lucha por el poder, y súbitamente se le encontrará con el grado de general y gobernador del Estado de Sonora. Aliado a las facciones más exaltadas de los revolucionarios, y protegido por el hombre fuerte del país, general Álvaro Obregón, llega, impuesto por él, a la Presidencia de la República; y ambos deciden imprimir mayor velocidad al proyecto revolucionario para producir un nuevo «orden social» en el país. Orden proletario y socializante en el que la Iglesia no tiene cabida. En 1925 inician su plan para destruir a la Iglesia en México; para esto Calles hace reglamentar en octubre de 1925 los artículos anticatólicos de la Constitución. Por órdenes del Presidente, los diversos Estados de la República proceden a establecer sus respectivas leyes reglamentarias de cultos y a penalizar las violaciones; compitiendo entre sí en radicalismo para agradar a su 'Jefe máximo', como llamaban al presidente Calles. 

Se reglamentan así las condiciones para ejercer la «profesión» de sacerdote, se fija el número de los autorizados por cada Estado de la Federación, se abre un registro oficial para ellos, se les exige que sean mexicanos por nacimiento, en otros casos, que sean mayores de 40 anos, casados y de «buenas costumbres». La Secretaría de Educación Pública aprueba un reglamento en base al cual se procede a cerrar las escudas católicas por pretendidas violaciones a la Ley. Pretextando violaciones a las leyes de cultos durante el primer congreso eucarístico en la ciudad de México, y de declaraciones del arzobispo de México, se expulsa del país al delegado apostólico por participar en la bendición del monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete, y a más de 200 sacerdotes y monjas; sucediéndose las confiscaciones de templos y edificios eclesiásticos. 

Un grupo de obreros, apoyados por el presidente, toma un templo en la ciudad de México y apoya el establecimiento de una Iglesia cismática, la llamada ortodoxa mexicana, «nacionalista y que no obedece a ningún jefe extranjero» y les entrega el inmueble. Los fieles rechazan la burda maniobra y se repudia 
unánimemente a los cismáticos. 

El 2 de febrero de 1926, Pío XI dirige al episcopado mexicano la carta Paternae Sanae que sobre la inicua condición de la Iglesia en México, condenando las leyes persecutorias. 

Una pastoral colectiva del episcopado mexicano de 21 de abril hace una detallada exposición de la situación legal de la Iglesia en México. Dos millones de firmas piden la abrogación de las leyes ante el Congreso, pero éste ni siquiera las somete a consideración. 

El episcopado, tras consultar con Roma, constata que en esas condiciones era imposible la vida de la Iglesia, por lo que anuncia la suspensión del culto público en todo el país el 31 de julio de 1926, hasta que se modifiquen las leyes injustas. 

En Enghein los superiores del padre Miguel Pro, por consejo de los médicos deciden enviarlo nuevamente a su país para lograr una mejor recuperación a pesar de que aún le faltaba un curso de Teología. Como último punto de su estancia en Europa, el padre Pro peregrina al santuario de Lourdes, donde celebra la Santa Misa en la gruta y permanece en profunda oración durante todo el tiempo que su itinerario lo permitió. Escribe: «lo 
que aquí se siente no es para escribir. No puedo decir lo que sintió mi pobre alma. Dije Misa, hice una hora de meditación delante de mi madrecita, recé el rosario... ahora sí puedo ya decir lo de Simeón Nunc dimittis... porque para mí ir a Lourdes era encontrar a mi Madre del cielo, hablarte, pedirle y la encontré y le hablé y le pedí».

De allí sale reconfortado y con plena convicción de haber recuperado sus fuerzas para poder desplegar su actividad ministerial al llegar a su patria. Como se verá más adelante, parece indudable que la Santísima Virgen le concedió la salud para su prodigiosa actividad sacerdotal. El 20 de junio se embarcó en Saint Nazaire rumbo a México, a donde llegó por el puerto de Veracruz el día 7 de julio de 1926. 

El 8 de julio se encuentra ya en la ciudad de México para encontrarse con su destino, a tan solo 13 días de la entrada en vigor de la ley persecutoria y de la suspensión del culto público.
 
El ministerio. 

El entrar en vigor las leyes persecutorias, el 10 de agosto de 1926, se inició la dispersión del clero. Muchos sacerdotes salieron del país; otros permanecieron ocultos en ciudades donde la persecución no eran tan fuerte; otros permanecieron con sus feligreses acompañándolos en su suerte, sirviéndoles como capellanes castrenses; unos cuantos tomaron las armas. 

La mayor parte de los obispos fueron expulsados del país, otros, en la clandestinidad, se esforzaron heroicamente por atender a las necesidades espirituales de su grey. 

Al terminar la persecución en 1929, más de un centenar de sacerdotes habría sido victimado, y también millares de fieles. Muchos de ellos pasarán seguramente a engrosar el martirologio oficial de la Iglesia, y de quienes el padre Miguel Pro sería la primicia. 

Desatada la persecución, la respuesta de los fieles fue diversa. Un grupo se enroló en la «Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa» fundada en 1925 por un grupo de seglares para defender sus derechos por diferentes medios. Fue dirigida por destacados intelectuales y profesionales católicos, dándose su 
acción preponderantemente en las ciudades. 

En otras zonas del país, el pueblo católico tomó las armas para defender sus derechos; fue la «cristiada», sin lugar a dudas, la página más gloriosa del catolicismo en el continente, y el testimonio más contundente de la catolicidad de los pueblos hispanoamericanos después de su independencia de España.
Los superiores del padre Pro le autorizaron a permanecer en la ciudad de México, viviendo en casa de su familia que se había trasladado a la capital. Utilizando diversas identidades y disfraces, inició su labor apostólica en una ciudad en la que la policía buscaba sin descanso la ocasión para detener «fanáticos». 
El hecho de ser prácticamente desconocido para la policía le dio por algunos meses cierta libertad de movimientos. Se le encargó la asistencia de las religiosas del Buen Pastor —dispersas y escondidas en casas particulares—, y de los niños que recogían. También se le encargó la asistencia a la residencia de 
sacerdotes del templo de la «Sagrada Familia», en la que se atendía también a seglares. 

Desde los primeros días de la persecución, el padre Miguel desplegó una sorprendente actividad, inexplicable para un hombre convaleciente y con la pésima salud que tenía. Cerrado el culto público, la atención privada a los fieles exigía esfuerzos sobrehumanos a los pocos sacerdotes que permanecían en sus puestos. Lo« bautizos, comuniones, extremaunciones y aun matrimonios, eran solicitados continuamente y debían ser impartidos en medio de estrictas medidas de seguridad; siempre con el temor de alguna delación o aparición súbita de la policía. 

Al conocerse el celo apostólico del padre Pro entre los católicos, recibió invitaciones para sumarse a los grupos levantados en armas, pero él siempre las rechazó; tanto porque existían órdenes precisas y claras del provincial como por su conciencia, por su carácter y misión sacerdotal. 

Mantuvo siempre su actividad en el campo apostólico sin inmiscuirse en asuntos políticos. Nunca se le escucharon injurias ni ataques a los gobernantes, buscando por la vía sobrenatural la conversión de los perseguidores. 

«Desear el martirio era en él como una obsesión. Con frecuencia le oí pedir oraciones para obtener esta gracia» refiere un testigo en su proceso de canonización. Cuando caen los primeros mártires de Cristo Rey, escribe a un amigo: «la terrible prueba que pasamos, no solo hace crecer el número de resueltos católicos, sino que nos ha dado ya mártires, pues no de otra manera se ve a los veinte jóvenes valientes de la asociación católica de la juventud mexicana que fueron asesinados vilmente y muchos otros cuyos nombres ignoramos porque la prensa está amordazada... de todos lados se reciben noticias de atropellos y represalias; las víctimas son muchas; los mártires aumentan cada día... ¡Oh, si me tocara la lotería!» —refiriéndose a su 
martirio—. 

Con la autorización de sus superiores, el padre Miguel Agustín fue nombrado jefe de conferenciantes de la «Liga» en la ciudad de México, coordinando a un grupo de unos ciento cincuenta propagandistas, con quienes cumplía sus funciones de enseñanza y difusión en estas circunstancias. 

Preocupado por llevar la Sagrada Eucaristía al mayor número posible de personas, organizó las llamadas «Estaciones Eucarísticas» que consistían en visitar casas seleccionadas para distribuir la comunión a los fieles, repartiendo de trescientas a cuatrocientas comuniones diarias, que llegaban a mil quinientas los primeros viernes. Instituyó también confesionarios ambulantes, y disfrazado ya de mecánico, ya de limpiabotas, confesaba a numerosos fieles en la vía pública ante los ojos de la policía. Su audacia y celo apostólico le llevaban a hacer incursiones en las cárceles y oficinas públicas para confortar a los presos y a los empleados públicos, tareas de las que siempre salió con bien. 

El 25 de mayo de 1927 escribía: «tan palpablemente veo la ayuda de Dios, que casi temo que no me maten en estas andanzas, lo cual sería para mí un fracaso, que tanto suspiro por ir al cielo a echar unos arpegios con guitarra con el ángel de mi guarda».

Además de todos estos afanes, continuó con sus estudios del cuarto curso de Teología, presentando satisfactoriamente su examen final en julio de 1927. La cerrazón del gobierno, su encono y odio contra la fe se 
manifestaba con nitidez. Durante 1927 cincuenta y cinco sacerdotes fueron asesinados, numerosísimos templos saqueados y convertidos en establos, las imágenes sacras profanadas, la eucaristía ultrajada y el ejército lanzado a la aniquilación de los combatientes católicos. La literatura anticristiana era copiosa, con una 
virulencia como no se vería basta la guerra de España. Nuevamente Pío XI se había dirigido a todo el mundo cristiano en la encíclica Iniquis afflictisque sobre las terribles condiciones de los, católicos en México. Numerosos episcopados del mundo publicaron documentos dando a conocer la situación; entre ellos 
los de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, España, Uruguay y Venezuela. También de los Estados Unidos, Alemania, Francia, Hungría, Yugoslavia y muchos más. Pero no obstante la censura moral del mundo civilizado, la persecución no menguó. 

Los hermanos de Miguel eran militantes destacados de la «Liga». Humberto era jefe regional de propaganda para la ciudad de México, en la que colaboraba con entusiasmo; al igual que su hermano Roberto que era responsable de uno de los sectores de la ciudad. Pronto, sus actividades hicieron que la policía ordenara su captura, y buscándoles a ellos, el padre Miguel fue detenido casualmente el 4 de diciembre de 1926.

Conducido a la policía no fue descubierta su identidad sacerdotal y fue puesto en libertad bajo fianza, aunque desde ese momento la policía ya no le perdió de vista. Al enterarse el padre Miguel, con su habitual gracia escribía: «Les he ofrecido a los santos más tristes del cielo bailarles un jarabe tapatío si la orden de 
aprehensión que hay en mi contra se llega a cumplir». 

El inminente peligro que tras estos sucesos corría, hizo que se le ordenara esconderse y cesar toda actividad durante febrero y marzo de 1927, orden que acató por su. obediencia heroica, aunque sus deseos eran muy distintos. 

En estos meses de retiro su piedad iba en constante aumento. Hay testimonios de religiosos y seglares de la unción con la que celebraba el Santo Sacrificio de la Misa; dice un fiel que: «al celebrar la Santa Misa su transformación era entonces radical, se olvidaba de su carácter jovial. No se veía sino al ministro de Jesucristo mismo. Me decía a mí misma: así han de orar los santos». 

Convencido, al igual que otros mártires, del enorme valor propiciatorio de la sangre ofrecida a Dios, «con frecuencia expresaba sus deseos de martirio; se consideraba indigno de tal gracia y nos suplicaba que se la alcanzáramos de Dios... nadie deseaba el martirio tanto como él, pero nadie tampoco le aventajaba en 
desear permanecer en la lucha hasta la hora señalada por Dios». 

Al retornar a sus trabajos apostólicos en abril de 1927, el padre Pro se entregó a dar ejercicios espirituales, sobre todo a los obreros y jóvenes, a dar catecismo y auxilio a los enfermos. Para que se cumpliera en él la máxima evangélica de obtener el ciento por uno en esta vida, el padre Pro se había ido haciendo cargo, poco a poco, de familias desamparadas en esa difícil circunstancia en la que tantas personas eran detenidas o 
tenían que huir de sus hogares. Para ese año tenía bajo su responsabilidad el sustento de más de 100 familias, para las que tampoco dejó de realizarse el milagro de la multiplicación de los panes. 

Un 21 de septiembre, al disponerse a iniciar la Santa Misa para unas religiosas en el pueblo de Tlalpan, les rogó que pidieran a Dios se dignara aceptarlo como víctima par la salvación de la patria. Después de la Misa dijo a una religiosa: «tal vez sea una simple imaginación, pero me parece que Nuestro Señor ha aceptado plenamente mi ofrecimiento». Con esta revelación privada, su celo apostólico alcanzó su clímax. Pero guardaba en lo profundo de su corazón estos hondos sentimientos sin revelarlos sino a sus directores espirituales y superiores. 

Rumbo al martirio 
 
Tras intensos debates, la liga nacional defensora de la libertad religiosa había decidido crear un comité especial o de guerra para apoyar la resistencia armada. Aunque no todos los obispos simpatizaron con la decisión, muchos la aceptaron. Así empezaba la liga a tratar de enlazar con otros grupos católicos que se encontraban luchando, y a tratar de coordinar esfuerzos para una victoria más rápida, pues la lucha se prolongaba con el 
apoyo ostensible al régimen de Calles por parte del gobierno norteamericano. 

Por esas fechas el expresidente —general Álvaro Obregón—, verdadero poder tras Calles, decidió reelegirse como presidente de la República aunque la Constitución lo prohibía. El había dado ya numerosísimas pruebas de su anticatolicismo, y muchos temían un recrudecimiento de la persecución, considerándolo más peligroso que el mismos Calles. 

Entre algunos católicos empezó a considerarse el tiranicidio como medio menos cruento y eficaz para terminar con la guerra. El ingeniero Luis Segura Vilchis, jefe del comité especial de la liga decidió intentar el tiranicidio en la persona del general Obregón. Para este propósito reclutó un comando de cuatro hombres, y él mismo fabricó las bombas con las que se realizaría el atentado. Para su ejecución, el comité de guerra solicitó a la liga un automóvil. Se le entregó uno de marca Essex que había estado asignado a Humberto Pro para las actividades del comité de propaganda de la liga. El automóvil, propiedad de la liga, había sido adquirido por el propio Humberto y registrado por su hermano Roberto usando un nombre falso. Este auto fue entregado 
a la liga una semana antes del atentado y sustituido por otro. Los hermanos Pro nunca supieron el uso al que se le destinaría. 

La fecha elegida para el atentado fue el 13 de noviembre de 1927, cuando el general Obregón daba un paseo en automóvil por el bosque de Chapultepec. Ese día, el automóvil conducido por José González y tripulado por Nahúm Ruiz, Juan Tirado y el ingeniero Luis Segura, dio alcance al automóvil del general Obregón arrojándole dos bombas que fallaron: Obregón salió prácticamente ileso del atentado en tanto un automóvil de 
escolta se daba a la persecución de los autores, a quienes finalmente dieron alcance hiriendo gravemente y capturando a Nahúm Ruiz y a Juan Tirado, dándose a la fuga los restantes. 

Esa noche la familia Pro se encontraba reunida en su domicilio cuando a través de los diarios se enteraron del atentado. Preocupados por la noticia del automóvil con el que se había cometido, recibieron un aviso de la liga para cambiar de residencia a un lugar más seguro, pues la policía había empezado a torturar a los detenidos y a buscar pistas. Los hermanos Pro decidieron ocultarse en una casa que les fue ofrecida por una familia católica, y el padre Miguel decidió acompañar a sus hermanos en ese difícil trance. 

Ocultos, celebró la que sería su última Misa; la dueña de la casa declaró que: «a la hora de la elevación, yo le vi elevarse de la tierra, parecía una silueta blanca. Me sentí muy feliz. Mis criadas me dijeron en seguida y espontáneamente que ellas habían observado el mismo fenómeno, recibiendo con dio gran 
consuelo». 

En tanto, la policía torturó a Juan Tirado que guardó absoluto silencio, pero con la colaboración de la esposa de Nahúm Ruiz, amenazada y chantajeada, empezaron a obtener algunas pistas del agonizante. Identificada la casa donde se reunían los miembros del comando, los Pro se vieron vinculados al atentado a través del automóvil, y por una delación de un joven amigo de la familia la policía conoció el lugar en el que se ocultaban. 
En la madrugada del 18 de noviembre, en medio de un gran despliegue policial, se logró la detención de le« tres hermanos. Al salir de la casa una mujer le dice al padre Miguel: «en seguida iré a verles; no hija, contestó él, hasta el cielo». 

Aunque el padre Miguel había sido capturado accidentalmente, pues no era a él a quien buscaban sino a sus hermanos, una vez atrapado se convertía en una pieza valiosísima para satisfacer la sed de venganza y odio de Calles y Obregón, y para la hoja de méritos de sus captores. 

El ingeniero Segura Vilchis fue detenido también pero no pudo probársele nada, pero al saber que acusaban a los Pro y que corrían un riesgo gravísimo, con toda la entereza y hombría de caballero cristiano que era, se presentó voluntariamente dando una declaración completa y haciéndose responsable intelectual y material del atentado, exculpando a los Pro de cualquier participación en el mismo. 

Esta declaración no satisfizo los deseos de venganza de Calles y sus secuaces, y si podía exhibir a un cura recibiendo un escarmiento, no estaban dispuestos a perder la oportunidad. 

Con pleno cinismo, días después lo explicaría en público el propio general Obregón de esta manera: «cuando nos pica un alacrán, cogemos una linterna para buscarlo, y si encontramos otro alacrán, no lo dejamos vivo porque no nos haya picado, porgue también puede emponzoñarnos con su veneno».
 
El tránsito 

Los detenidos fueron trasladados a los sótanos de la inspección de la policía y recluidos en los inmundos calabozos que allí existían. El padre Miguel y su hermanó Roberto fueron recluidos en la misma celda. 
Al parecer, en un primer momento, se pensó fusilarlos el día 19, pero por instrucciones del presidente Calles se iniciaron interrogatorios para explorar la posibilidad de poner el caso en manos de las autoridades judiciales. De ello resultó que no podía establecerse una relación directa entre el atentado y los Pro.
 
Por testimonio posterior del jefe de la policía, se sabe que un abogado enviado por el presidente revisó las declaraciones, y tras verlas exclamó: «esto no vale nada, si se consigna la investigación a un juez, todos estarán libres antes de seis meses». Contrariados, continuaron los interrogatorios, y en el gobierno había dudas acerca de la forma de proceder. Algunos partidarios de Obregón aconsejaban benignidad, quizá para tratar de congraciarse con las fuerzas católicas en el próximo período de gobierno y presentando la persecución como obra exclusiva del general Galles; los partidarios de éste último pedían un escarmiento ejemplar. 

Conforme transcurrían los días, la noticia de la injusta detención corría por todo el país y la indignación popular empezaba a manifestarse. El embajador de Chile se entrevistó con el presidente Calles para solicitar garantías para los detenidos y éstas le fueron otorgadas. 

Finalmente, Calléis tomó la decisión de no intentar el proceso judicial y ordenó personalmente al general Cruz, jefe de la policía, el fusilamiento dé los cinco detenidos. 

Es notable la precipitación con la que actuó el presidente, pues meses más tarde, cuando José León Toral consumó el magnicidio de Obregón, se le siguió un proceso judicial en forma, y, finalmente, fue condenado y fusilado. Pero en este caso no quiso soltar la presa. ¿Cuáles fueron sus motivos? 

Calles no conocía al padre Miguel Pro, no tenía ninguna razón para una venganza personal. Estaba tan seguro de su inocencia que no quiso seguir el curso legal. Por otra parte, no existían razones políticas para fusilarlo: no pertenecía a ningún movimiento político, no había alterado de orden público, no se había rebelado contra la autoridad. Al Contrarío, había colaborado siempre al bien y a la paz de la sociedad. Solo queda una explicación posible, y es que la orden de fusilamiento provino del odio a. la fe de Plutarco Elías Calles. En el sacerdote católico—del cual conocían su ejemplar ministerio— veía la encarnación de todos los males que la religión significaba para él. 

Su decisión de acabar con la Iglesia en México privó sobre cualquier consideración. Ya no interesaba saber si era o no culpable del delito que se le imputaba; la realidad es que tenía un sacerdote en sus manos y debía acabar con él. 

En los calabozos de la inspección de policía, el padre Miguel confortaba a los detenidos, presidía las oraciones y se mostraba tranquilo. En esos momentos, y seguros de su inocencia, confiaban en que obtendrían su libertad. 

De los últimos días del padre Miguel tenemos entre otros testimonios el de su hermano Roberto, compañero de celda: «el 22 de noviembre mi hermano Miguel hace su última declaración hacia las 7 u 8 de la noche, y recuerdo que me dijo más o menos estas palabras: «ahora creo que hemos terminado las declaraciones, supongo que nombrarán un tribunal competente y que seremos consignados a él; el Señor dirá. De lo anterior se ve cuáles eran sus impresiones al término de las declaraciones, impresión que cambió cuando notamos el insólito movimiento de tropas y de los guardias encargados de la vigilancia; los cuales eran cambiados cada media hora a partir de las nueve de la noche. 

La primera cosa que hicimos sin comunicarnos el temor que teníamos fue el rezo de todo el rosario; terminado esto permanecimos en silencio, porque ninguno de los dos osaba comunicar al otro aquello que pensaba». 
Más tarde, durante el día, los detenidos son revisados y fotografiados y publicadas sus fotos en los diarios como autores del atentado. La visita e interrogatorios de los detenidos por altos jefes policiacos les hizo temer por su suerte. Después de una de las inspecciones de los esbirros encargados de la represión a los católicos, Roberto Pro declara: «Miguel me dijo ahora sí que las cosas se han puesto serias, no sé qué vengan a hacer estos señores, mas me temo que nada bueno; pidamos a Dios resignación y fuerza para aquello que pueda ser y resignémonos a lo que sucederá. Recuerdo que regresamos a rezar y me dio la absolución después de que me había confesado con él. Sé con certeza que al fin del último rosario que recitó, pidió por la conversión y por la salvación de Plutarco Elías Calles». 

Continúa: «la noche fue bastante inquieta para nosotros: el rumor de las armas, las voces de mando y principalmente nuestro estado de ánimo eran las causas de la inquietud de aquella noche. La mañana siguiente, hacia las seis más o menos, Miguel, que se había levantado con un fuerte dolor de cabeza, se tomó una pastilla de cafiaspirina o de adafina, y recuerdo que me dice más o menos estas palabras: «no puede explicarme por qué más presiento que hoy puede pasar cualquier cosa; mas no me asusta porque Dios nos ayudará en cualquier cosa; pidámosle su gracia». «Recuerdo exactamente que hacia las nueve y media de la mañana sentimos el toque de clarines, movimientos de tropa y agitación general en toda la inspección. Pocos minutos después se llamó a mi hermano Miguel, el .cual estaba conmigo en los sótanos, como he dicho, y salía sin chaqueta. El jefe de los agentes de la policía secreta le dice que se ponga la chaqueta y que lo siguiese; yo le ayudé a ponérsela y en el momento de colocársela me estrecha la mano y partió. Me acerqué a una pequeña ventana que estaba cerrada con tablas y daba al patio de la inspección; vi pasar a Miguel acompañado dé una pareja de soldados; después no pude ver nada más». 

Cuando el padre salía del subterráneo para ser fusilado, se le acercó uno de los agentes de la policía que le había arrestado y le pidió perdón, y el padre le respondió: «no solo se lo perdono sino que se lo agradezco». 
Sin ningún juicio, en contra de las mismas leyes del país y de la civilización, se encontró de repente delante de un considerable número de fuerzas militares y autoridades civiles; de esta forma fue cómo recibió la noticia de su fusilamiento, pues nunca le fue comunicada. 


Para presenciar la ejecución estaban los fotógrafos de los diarios Excélsior, Universal y la Prensa por expresa orden del general Calles. Así, «por primera vez en la historia de la Iglesia perseguida, ha dado al mundo completo testimonio visual de la muerte de un mártir, ordenando que los fotógrafos registraran los últimos momentos de su vida, su muerte y los instantes que seguían a la muerte; estas fotografías fueron publicadas en los diarios los días 22 y 23 de noviembre de 1927». 


Fueron numerosos los testigos del fusilamiento, y en la causa de beatificación están puntualmente recogidos, tanto de funcionarios públicos y de los policías que participaron en él, como de otras personas. Al darse cuenta de la situación, el padre Miguel permaneció sereno, con una gran tranquilidad; se le acercó el jefe del pelotón de fusilamiento y le preguntó si le pedía alguna cosa; respondió el padre que solicitaba permiso de rezar, se arrodilló y sacó de su bolsillo un rosario y un crucifijo que besó; permaneció en oración un momento, alzando los ojos al cielo. Se levantó y se volvió hacia el pelotón de ejecución, besó el crucifijo que tenía en la mano derecha; en la mano izquierda tenía el rosario, levantó los brazos en forma de cruz gritando al mismo tiempo: 
¡Viva...! Y cayó fulminado por la descarga. El jefe del pelotón le dio el tiro de gracia. Eran las diez y 36 minutos del 23 de noviembre de 1927. Su alma voló al Padre, cumpliéndose con exactitud la forma en que había deseado morir, según lo que había confiado a un amigo. 


Los testigos señalaron el carácter viril, modesto, y resignado, Lleno de vitalidad con el que sufrió el martirio. No demostró irritación alguna ni cuando se dio cuenta que le quitarían la vida, su actitud devota quedó para siempre reflejada en las fotografías de su martirio. Uno de los soldados declaró: «se levantó para ser fusilado con un brío que hizo conmover a todos». 

El provincial de la Compañía de Jesús dijo que «aceptó la muerte con un sentido absolutamente sobrenatural, considerándola como el martirio que él había pedido a Dios». Afuera de la inspección, una manifestación de estudiantes de Derecho protestaba por el atropello jurídico que se cometía. Minutos después fueron fusilados también sin juicio, su hermano Humberto, Juan Tirado y el ingeniero Vilchis. Roberto Pro salvó la vida 
gracias al recurso legal que interpuso un valiente abogado que por casualidad se enteró de los acontecimientos; poco después aquél sería expulsado del país, pues su presencia, aun prisionero, era molesta para muchas conciencias. 

En el proceso ordinario de beatificación se recoge el siguiente testimonio que condensa el sentir de los católicos mexicanos, y ahora, de la Iglesia universal: «creo que el padre Pro fue un mártir, basándome en lo siguiente: me consta que expresó con frecuencia su deseo de morir por Cristo, y recuerdo que una vez el padre me dijo que cuando se ordenó sacerdote había suplicado a Dios que le concediese salvar muchas almas y morir como Cristo en cruz; me consta que el padre murió calumniado porque era inocente, como resulta de lo que he declarado: como he dicho el gobierno lo fusiló porque era sacerdote; en las fotografías se ve cómo murió, como lo había suplicado a Dios, y revelando su generosidad en el sacrificio, su íntima unión con 
Dios y la plena sumisión a la voluntad divina». Desde entonces hasta nuestros días, toda la gente está persuadida que el padre Pro fue un verdadero mártir. 

La fama de santidad 

La apoteosis del padre Miguel se inició mismo día de su muerte. Su cadáver y el de su hermano fueron llevados para la autopsia al hospital militar y de ahí a casa de su padre, donde cerca de las cuatro de la tarde una multitud de personas de todas las clases esperaba la llegada de los cuerpos. Cuando llegaron se acercaban con rosarios y otros objetos piadosos para tocarlos a los ataúdes, rezando e implorando por la sangre de 
los mártires la salvación de México. 

Con enorme dificultad se cerraron a las diez de la noche las puertas de la casa, en la que permanecieron cerca de cincuenta personas; se recitó el rosario y se realizaron otros actos piadosos, celebrándose misas hasta las seis de la mañana en que volvieron a abrirse las puertas y una multitud se desbordó dentro. 

Entre los primeros que llegaron a presentar sus condolencias estuvieron varios policías de la inspección; la afluencia de gente continuó, llegándose a tener que desviar el tráfico hacia medio día. Muchas madres llevaban a sus hijos a ver el cadáver del padre y todos deseaban tocarlo para obtener una reliquia. 

A las cuatro de la tarde partió el cortejo llevando varios sacerdotes el ataúd del padre Miguel a hombros, pero la multitud les impedía avanzar, hasta que un sacerdote gritó desde el balcón: «señores, dejen pasar a los mártires de Cristo», y la multitud les dio paso. 

«Al aparecer el féretro sucedió la cosa menos frecuente en un funeral: aplausos fragorosos, copiosísima lluvia de flores, gritos entusiastas de ¡Viva Cristo Rey!, ¡Viva la Virgen de Guadalupe!, ¡Vivan los mártires! Tras un poco de confusión en la marcha, producto del deseo de tocar los féretros, en la amplia 
avenida del Paseo de la Reforma, que es la calle más suntuosa 
de la dudad de México y donde se encuentra el monumento de 
la independencia, se organizó un ordenadísimo cortejo fúnebre. 
Espontáneamente todos los asistentes empezaron a recitar el 
rosario, la acera estaba llena de gente, se notaba una plena 
tranquilidad; más que un funeral parecía una marcha triunfal, 
mas sin gritos estridentes, ni cosa alguna que turbase la alegría 
profunda y serena que se sentía». 
«Al llegar al cementerio de Dolores, cerca de veinte mil 
personas formaban el cortejo, y al encontrarse con las que ató 
esperaban a los mártires se dificultó mucho el entierro; finalmente, él padre Miguel fue sepultado en la cripta de la Compañía de Jesús. Numerosos sacerdotes vestían sus ropas talares prohibidas por la ley» y celebraron las exequias. Fue digno de 
notarse que el entierro no fue utilizado como manifestación de 
protesta ante el gobierno persecutor y tiránico, sino como un 
acto netamente religioso y un plebiscito a favor de los- mártires» (26). 
La fama de martirio y santidad del padre Pro se extendió 
por todo el mundo en pocos años. Son ininterrumpidos los reconocimientos de gracias por su intercesión que se publican en 
el boletín de Favores del padre Pro que provienen de más de 
cuarenta países y en once lenguas. Los hay de Alemania, Francia, Canadá, Bélgica, Italia, Islas Mauricio, Egipto, Yugoslavia, Holanda, Portugal, Brasil, Inglaterra, Irlanda, India, Filipinas, Rodhesia, Estados Unidos de América, Polonia, Islas Marianas, Chile, Argentina, Perú, Colombia, Venezuela, Checoslovaquia, España, Carolinas, Jamaica, Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Cuba, Islas Reunión, Barbados, Malta, China, Australia, y naturalmente, de México. Solo de Alemania se habían reportado más de 500 favores.
 
La tumba del padre Pro no ha dejado de ser visitada por los fieles desde entonces; tras los terremotos que sacudieron a la ciudad de México en 1985, nuevos exvotos y agradecimientos aparecieron en su tumba. 

En 1935 se inició el proceso de beatificación del padre Pro en México; en 1952 se introdujo su causa en Roma y en noviembre de 1986 el Papa Juan Pablo II suscribió el decreto de promulgación del martirio del padre Pro, proclamado beato el domingo 25 de septiembre de 1988. Quizá como en ninguna otra ocasión el título de beato —beatus feliz— describa mejor lo que fue la vida terrena y lo que es la vida perdurable de un hombre santo.
 
La beatificación del padre Miguel Pro ha sido acogida con un gran entusiasmo por el pueblo fiel, no solo por el relativamente corto tiempo que separa su vida de la nuestra, sino por 
reflejar plenamente el carácter, genio y gusto de los mexicanos.
 
Su alegría, jovialidad, su enorme fe que le ayuda a soportar las más duras pruebas; su desbordante actividad, su permanente optimismo, su resignación. En sus numerosas cartas utiliza los términos, expresiones y refranes populares, que le dan un encanto humano adicional a su enorme talla espiritual.
 
El padre Pro es ejemplo del sacerdote fiel, del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas; un signo de la vitalidad de la fe y de la acción de la gracia. Su sacrificio, junto con el de otros muchos, hizo posible la permanencia de la Iglesia en su patria, y así su muerte se convirtió en vida para muchos. Una vez más la sangre de los mártires fue semilla de nuevos cristianos. 

Beatificación

La Iglesia católica consideró que la muerte de Miguel Agustín Pro fue un martirio por causa de la fe, y el proceso de su beatificación fue promovido. Fue beatificado el 25 de septiembre de 1988 durante el pontificado de Juan Pablo II.

El Padre F. Azuela afirmó durante su homilía en la ceremonia de beatificación: «Para los que pertenecen a la Compañía de Jesús, Miguel Agustín resulta ser un verdadero jesuita de nuestro tiempo. Su interés por escuchar “los clamores del pueblo” nos hizo actualizar el sentido de nuestra vocación. Es ahora una lucha continua para promover la fe y promover la justicia que ella implica, nacida de una opción preferencial por los pobres» (AHCJM/Fernando Azuela, homilía, 1988, p. 8).​

Su fiesta corresponde con el día del aniversario de su muerte, el 23 de noviembre. En el contexto de las beatificaciones y canonizaciones de laicos, religiosos y sacerdotes víctimas de la represión durante el conflicto Iglesia-Estado de 1926-1929, fue el primer mexicano declarado mártir y beato.​

Instituciones y organizaciones

Varios colegios llevan su nombre —uno en Tacna, en Perú, fundado por el SJ Fred Green Fernández y otro, el Instituto Zacatecas Miguel Agustín, en Guadalupe— ciudad donde se conserva la casa natal del mártir.

El Centro de Derechos Humanos 'Miguel Agustín Pro Juárez' (conocido como Centro Prodh), fundado por la Compañía de Jesús en 1988.​ Esta organización no gubernamental lucha por «defender, promover e incidir en la vigencia y el respeto de los derechos humanos en México»,​ principalmente en los sectores más pobres y vulnerables: comunidades indígenas, migrantes, trabajadores y víctimas de la represión social. 

El Prodh desarrolla diferentes formas de participación (activismo, litigio, etc.) ante instancias internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, los Comités y los mecanismos especiales de la Organización de las Naciones Unidas, etc. Asimismo, el Centro Prodh colabora con organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional, la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos, Human Rights Watch, la Organización Mundial contra la Tortura, la Comisión Internacional de Juristas, el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), etc.

En 2007, se estrenó la película Padre Pro, dirigida Miguel Rico Tavera, sobre la vida del beato. 

Tomado de:
Miguel Agustín Pro, Mártir de la Fe
por Enrique Mendoza Delgado​
Colección "Diálogo y autocrítica"; 58.
México, D. F. 
Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana
Asociación Mexicana de Promoción y Cultura Social, A.C., 2009
2a. edición

Marisol López Menéndez (2019). 
«El gesto, el cuerpo y la memoria: los ecos históricos de la ejecución de Miguel Pro». Historia y Grafía (Universidad Iberoamericana) 26 (52)
187-224. ISSN 1405-0927

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